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Etiqueta y el ceremonial de la corte española. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800) IV

Las necesidades diarias del rey y de su familia, de los ministros y oficiales superiores de su casa podían ser atendidas sólo si la enorme corte funcionaba como una máquina

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La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II
La etiqueta borgoñesa. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II

El alto coste económico de mantener la Corte con tantas personas

La etiqueta borgoñona en la corte de España. Etiqueta y el ceremonial de la corte española 

A pesar de lo anteriormente escrito, es posible que el desafío práctico más general y apremiante para la etiqueta fuera la amenaza de desorden e indisciplina siempre presente. Las necesidades diarias del rey y de su familia, de los ministros y oficiales superiores de su casa podían ser atendidas sólo si la enorme corte funcionaba como una máquina. Sin embargo, su sola dimensión hacía que esto fuera casi imposible. Hacia mediados del siglo XVIII, el rey tenía el enorme palacio nuevo de Madrid; el Buen Retiro, también en la capital; y los reales sitios en Aranjuez, El Pardo, El Escorial y La Granja. Junto a estas grandes residencias había cotos de caza, varias capillas y casas monásticas, y otras instituciones, como la Biblioteca Real -abierta al público por Felipe V-, las cuales dependían más o menos directamente de la corte. También habían extensos jardines, parques y vastas reservas de caza, algunas de ellas abiertas también al público, que empleaban a cientos de personas que no se encontraban inscritas en los libros oficiales de la casa.

Una enorme dotación de empleados velaba por la familia real y sus posesiones.

Una estimación muy cautelosa de 1760, basada en documentos de la casa de Carlos III disponibles en el Archivo General de Palacio de Madrid, cifra la corte en 2.500 o 3.000 personas. Ésta incluye a los alabarderos y a tres compañías de guardias de deberes restringidos exclusivamente a la corte y tiene en cuenta a un modesto número de artistas y artesanos asalariados del rey. El cómputo no incluye, sin embargo, a las sirvientas de las damas de la corte que vivían en el palacio, ni tampoco a los trabajadores del exterior, que coyunturalmente trabajaban en él, que se contaban por cientos. Algunos contemporáneos bien informados sugieren cifras mucho más elevadas. El marqués de la Villa de San Andrés, cortesano y escritor satírico de la vida en la corte, da un total de 6.000, por ejemplo (Archivo General del Palacio, Madrid, Sec. Hist. Carlos III., legs. 210 y 507; CRISTÓBAL DEL HOYO, MARQUÉS DE LA VILA DE SAN ANDRÉS, Carta... respondiendo a un amigo suyo..., editado por M. A. HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (Islas Canarias, 1988), p. 47; ELLIOTT, The Court of the Spanish Habsburg, p. 144-145, proporciona un igualmente cauteloso total del "personal oficial y de ser vicio de la casa", de 1.700 personas en 1623).

Además, durante los siglos XVII y principios del XVIII, el palacio de Madrid se abría al público, quien compraba en los puestos alineados en sus dos grandes patios. A aquéllos que habían sido presentados en la corte -y esto no era un logro inusual para las personas respetables o educadas, como mínimo en el siglo XVIII- se les permitía subir la escalera y pasearse por la residencia del rey como si se tratara de un lugar común de reunión o de un museo gratuito (TOWNSEND, Joseph. A Journey Through Spain in the Years 1786 an 1787, Londres, 1791, II, p. 134 (existe traducción al castellano con el título Viaje por España en la época de Carlos III: 1786-1787, Madrid, 1988). Esta apertura, así como el gran número de cortesanos y trabajadores que afluían a palacio, hacía difícil imponer un orden en él, pero más amenazador era el desorden de la cultura cortesana en los siglos XVI y XVII. El registro sugiere que, bajo la superficie de la cortesía y las buenas maneras, se escondían los monstruos del egotismo, el gamberrismo de elite y la real violencia, tanto verbal como física.

La corte era el lugar donde los grandes egos aristocráticos se rozaban entre sí en una época en la cual el código del honor personal era muy respetado. Esa corte estaba dominada por hombres, a menudo jóvenes, cuyas carreras podían depender de eclipsar a sus rivales. Los aristócratas, entre ellos, a menudo se identificaban como guerreros y la mayoría de los hombres en la corte -incluso humildes trabajadores de sus cocinas humildes- parecían haber sido autorizados a llevar espada. Con numerosos jóvenes influyentes y ricas damas cortesanas solteras por los alrededores, se hacían inevitables los desafíos, duelos y ataques entre hombres bien nacidos. El autocontrol no se mantenía mejor en los escalafones más bajos. Por lo tanto, mientras las damas de la reina cometían molestas y venales ofensas de mal gusto, parloteaban ruidosamente y se reían entre ellas o coqueteaban con sus galanteadores, los señores y los trabajadores se ocupaban en derramar la sangre de los demás.

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La esposa de Felipe II, Isabel de Valois, se hallaba presente cuando un cortesano fue asesinado por dos sirvientes de palacio, mientras que, en otra ocasión, tres cortesanos de alto rango se pelearon con espadas, otra vez ante la reina. En 1658, estalló una disputa en la cocina del rey entre galopines y algunos soldados de la guardia que acabó con la muerte de cinco o seis hombres, con veinte o más heridos y el encarcelamiento de otros tantos. O la muy solemne ceremonia de juramento del joven Baltasar Carlos como príncipe de Asturias y heredero del trono en 1632 -uno de los más destacados e importantes rituales regidos por los libros de etiqueta, y que tuvo lugar en la iglesia real monástica de San Jerónimo-, donde una confrontación sin precedentes desembocó en dos violentas peleas ante el mismo rey. Menos violenta pero quizás más perturbadora fue la inacabable dificultad que los oficiales superiores, tanto hombres como mujeres, tenían para hacer cumplir cada día los requisitos que imponían la etiqueta y la moral. Felipe II y sus sucesores Habsburgo, sobretodo Felipe IV, frecuentemente ordenaban a los cortesanos cumplir sus tareas convenientemente, comportarse de una manera menos escandalosa, abandonar conductas rudas y bulliciosas, abstenerse de "la embriaguez, de decir palabrotas y de otros vicios y desórdenes", y parar el constante coqueteo entre los caballeros del rey y las damas de la reina. En esto último parecía que tanto damas como caballeros se resistían a la autoridad. El embajador veneciano, Contarini, informaba, a principios del XVII, que tanto las damas como las doncellas a menudo se "rebelaban" contra la camarera mayor -la dama de mayor rango en la casa de la reina- y entre ellas. Posiblemente, la peor de tales resistencias ocurrió entre los años 1640 y 1643, cuando la mayoría de los nobles oficiales de la casa de Felipe IV empezó un ataque contra Olivares y se negó a cumplir con sus deberes. Parece claro, por tanto, que los repetidos decretos emitidos por Felipe IV y otros monarcas eran signo de la dificultad de mantener el orden y de la resistencia de los cortesanos a las demandas morales y ceremoniales que exigía la etiqueta borgoñona.

Los mandatos reales sobre la decencia, el respeto y la disciplina indican la ausencia frecuente de los mismos y el instrumento tan importante que constituían las regulaciones escritas sobre el código borgoñón -particularmente durante el periodo Habsburgo- para asegurar el bienestar y la autoridad del monarca. La amenaza de desorden y de falta de disciplina preocupaba a monarcas como Felipe II y Felipe IV, porque hacía aparecer el espectro de una desintegración moral y política. No les hubiera tranquilizado saber -como en efecto se les dijo- que en una época en la cual la misma corte borgoñona padecía de una reputación pendenciera y desordenada, el pesimismo de Aliénor de Poitiers auspició que "la irregularidad de las observancias desembocaría sin lugar a dudas en un desastre" (MARTÍNEZ MONTIÑO. Arte de cocina, p. 7; DE LA VÁLGOMA. Norma y ceremonia, p. 77, p. 80-81, p. 107-113; HUME, M. La Corte de Felipe IV, Barcelona, 1949, p. 150-151, p. 277; ARMSTRONG).

No obstante, el propósito fundamental de las elaboradas normas escritas no era práctico. Era como J. H. Elliot, enfatizando hasta qué punto la realeza española "se protegía de la contemplación del público", había escrito, "proteger y aislar la figura sagrada del rey (...) la majestuosidad era sacrosanta y debía permanecer inviolable". Pero al mismo tiempo, y tal y como se ha comentado en otras ocasiones, los reyes españoles no gustaban a los reyes ingleses y franceses, ya que en sus cortes no se experimentaban los grandes ritos de sagrada devoción familiar. Los reyes españoles, siguiendo las costumbres de sus antepasados, los reyes castellanos de la baja Edad Media, evitaban los rituales de coronación y de consagración. Ni tampoco nunca pretendieron poderes taumatúrgicos, ni gobernar por derecho divino, ni como representantes de Dios. Tampoco utilizaron una corona -excepto con el único fin de ser identificados en las pinturas o en los ataúdes de sus funerales-.

No había "joyas de la corona", ni esfera ni cetro, ni prendas de vestir para rituales históricos (Golden Age, p. 62; citando a Aliénor de Poitiers, CARTELLIERI. Court of Burgundy, p. 72; R. A. STRADLING. Philip IV and the Government of Spain 1621-1665, Cambridge, 1988, p. 139 (existe traducción al castellano con el título Felipe IV y el gobierno de España, 1621-1665, Madrid, 1989). Ver también la discusión sobre la ascensión del duque de Medina de las Torres, p. 107-116, para entender como el orgullo, la ambición y los celos se manifestaban en la corte. Norbert ELIAS, en Power and Civility (vol. II de The Civilizing Process), (rev. ed.), Nueva York, 1982, p. 266-270 (existe traducción al castellano con el título El proceso de la civilización; investigaciones psicogenéticas y sociogenéticas, México, 1993), muestra la corte como "una institución para dominar y preservar la nobleza" en Europa occidental, y como la nobleza se transforma "civilizando" sus conductas. Citando a ELLIOTT, Philip of Spain, p. 175; los importantes estudios de I.A.A. THOMPSON, Castile, en John MILLER (ed.), Absolutism in seventeenth-Century Europe, Londres, 1990, p. 73-74, y Teófilo F. RUIZ. "Une royauté sans sacre: la monarchie castillane du bas moyen age", Annales. Economies Sociétés Civilisations, n° 39, 1984, que enfatiza el carácter secular de las costumbres rea les castellanas).

Tampoco los reyes españoles tuvieron nunca un gran mausoleo hasta 1654. No obstante, los que visitaban la corte, como el mariscal francés De Gramont en 1659, a menudo quedaban impresionados por "los aires de grandeza y majestuosidad (...) no vistos en lugar alguno" (Citado en ELLIOTT. The Court of the Spanish Habsburgs, p. 150).

Para conseguir esta atmósfera, los reyes españoles realizaban diariamente rituales y ceremonias especiales que eran abrumadoramente seculares por su naturaleza -tal y como lo fueron los de los monarcas medievales castellanos y los de los duques de Valois de Borgoña-. De la misma manera que éstos últimos, los Habsburgo españoles gobernaron tierras diversas y desunificadas, que hablaban lenguas diferentes y que también tenían diferentes costumbres. La corte y su etiqueta -adoptada siempre que fuera posible en las visitas del rey a sus diferentes tierras- eran importantes para unificar las instituciones, tanto cultural como geográficamente.

Más tarde, los Borbones, aunque confiaron más intensamente en el poder militar y en la eficacia administrativa para reafirmar la unidad de España y su propia autoridad, entendieron la importancia del estilo borgoñón y la propaganda de la cultura cortesana. A la etiqueta, los monarcas añadían una arquitectura palaciega imponente, muebles, sirvientes y guardias uniformados, eventos musicales y teatrales, fuegos artificiales y elaborados y colosales ágapes para manipular la opinión de quien los contemplaba y para revestirse de majestuosidad.

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