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Etiqueta y el ceremonial de la corte española. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800) VI

El estilo borgoñón requería tanto al monarca como a su consorte a comer en público, excepto en raras o excepcionales circunstancias, solos y separados

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La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II
La etiqueta borgoñesa. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II

Reglas de etiqueta para las comidas según el estilo borgoñón

La etiqueta borgoñona en la corte de España. Etiqueta y el ceremonial de la corte española

El estilo borgoñón requería tanto al monarca como a su consorte a comer en público, excepto en raras o excepcionales circunstancias, solos y separados. Felipe V, antes que abandonar a su esposa, se reunía con ella en su palacio y seguían una etiqueta más relajada cenando "retirados", una fórmula destinada principalmente a aquellos monarcas que se encontraban indispuestos. Hemos visto que Felipe II a finales de su reino también restringió sus comidas públicas, y que Felipe IV, a pesar de su entusiasmo por las reglas de "decencia y de respeto", cenaba públicamente solamente una vez por semana. Carlos III, famoso por su autodisciplina y regularidad de hábitos, fue uno de los pocos reyes que diariamente comía en público -pero incluso él lo hacía tan sólo a mediodía (SAINT-SIMON. Cuadro de la Corte, p. 23-27; ELLIOTT, J. H.; BROWN, Jonathan. Un palacio para el rey, Madrid, 1981, p. 33).

En aquellas ocasiones especiales en que el rey compartía su comida formalmente con otros, la etiqueta aseguraba que su única y superior condición se enfatizara más que nunca. Sólo en tres ocasiones el monarca comía públicamente con sus súbditos: en la boda de una dama de la casa de la reina; con los caballeros del Toisón de Oro, para conmemorar su capítulo anual del día de San Andrés, y con el conde de Ribadeo, quien disfrutaba del antiguo privilegio de comer una vez al año con el monarca. Durante estos eventos, el rey se sentaba en una silla, mientras que sus súbditos lo hacían en bancos; el monarca, y también la reina, durante el banquete de boda de una de sus damas, comían sobre una tarima, bajo un toldo; sus platos -tanto los entrantes como el postre y las viandas- les eran servidos por los oficiales de más alto rango, y de manera diferente; sólo su plato (o el de la reina) se traía cubierto, sólo su comida era traída desde la cocina por caballeros con la cabeza descubierta, sólo su comida y bebida eran catadas de antemano para prevenir un posible envenenamiento. El trato que se ofrecía al conde de Ribadeo era tanto para degradarlo como para glorificarlo, por lo que, mientras que se le era permitido compartir la mesa en la que el rey se sentaba -lo cual sólo les era permitido a la reina y a una dama de honor casada-, la manera en que el conde era servido era nítidamente ofensiva.

Un ayudante de panetería le daba en mano su servilleta, el pan y el cuchillo de manera poco ceremoniosa y era servido con los platos que el rey no deseaba. Después de la comida, el conde tenía que besar la mano del rey y no se le permitía acompañar al monarca ni a sus gentilhombres al palacio real (Etiquetas Generales MS II/578, folios 169-70, p. 196-198 y 206-207).

Los libros de etiqueta estipulaban las tres comidas del día en todas las demás ocasiones. En la comida o cena retirada, el rey o el rey y la reina comían de manera privada y eran servidos por relativamente pocos cortesanos de alto rango mientras que los oficiales y sirvientes de menor grado asistían desde fuera de la cámara real, ya que a los oficiales y sirvientes de menor grado se les requería no ser vistos por el monarca. La comida/cena pública ordinaria era la que tenía lugar con más frecuencia. Duraba, en los días de Carlos III, una hora más o menos -un tiempo sorprendentemente corto dado el grado de ceremonia que comportaba- y era presidida por semanero, aunque el mayordomo mayor se podía hacer cargo de ella si lo deseaba. El rey debía ser servido por gentilhombres de la boca en funciones de copero, trinchante y panetier, y éstos eran ayudados por una docena o más de ujieres, oficiales de la despensa, de la cocina, de la bodega, guardias, asistentes, otros oficiales y uno de los capellanes del rey -o bien su limosnero mayor-. Para el estudiante moderno quizás la característica más sorprendente de tales comidas era el rigor en el movimiento y acción requeridos incluso en las cocinas o en el comedor antes de la entrada del rey. No había una dirección general, ni un sumario o una declaración de principios que permitiera cierto grado de flexibilidad a la hora de satisfacer las demandas del ritual. En los libros de protocolo, sólo se encuentran páginas y páginas de minuciosa descripción sobre lo que hay que hacer exactamente, por parte de quien y cómo. En cada fase se halla veneración por el rey y su comida, preocupación por su seguridad, y ostentación y elegancia a la hora de traer la comida de la cocina, prepararla ante el rey y retirarse -todos estos pasos se hallan enfatizados en la coreografía requerida por la etiqueta-. De un modo más agudo, incluso en la tercera clase de comida descrita en estos libros: la comida/cena pública solemne, ofrecida en ocasiones especiales, tales como la Epifanía, cuando el conde de Ribadeo iba a comer con el rey o cuando el rey deseaba impresionar a algún comensal.

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En tales ocasiones, el mayordomo mayor, acompañado por maceros, supervisaba la presentación de las viandas del rey en la cocina y, con guardias, gentilhombres de la boca, ujieres y otros, las acompañaba al comedor donde eran servidas, consumidas y sus restos retirados con música de trompetas y tambores. La presencia de estos oficiales, guardias y reyes de armas, todos con espléndidos uniformes, y de cortesanos bien vestidos venía a ofrecer una impresionante y espléndida imagen (Etiquetas Generales MS II/578, folios 143-68).

Tal esplendor era también compartido por la reina, a quien servían en su casa su mayordomo mayor, su camarera mayor, damas y pajes y, en menor grado, infantes e infantas, hermanos e hijos del rey. Las comidas públicas de la reina, como las del rey, eran servidas en sus palacios y suponían la ocasión para las visitas de cortesanos, aristócratas, secretarios y visitantes ocasionales de la corte.

Enviados extranjeros al rey de España esperaban presentarse, con frecuencia, si no diariamente, en las comidas. El escritor anglo-italiano Joseph Baretti describía el proceso a principios del reinado de Carlos III:

Cuando el rey ha bebido su primer vaso, los embajadores y los ministros extranjeros que estaban todo el tiempo en una fila a mano derecha del monarca, hacen sus reverencias y presentan sus respetos al resto de la familia real, los miembros de la cual, se hallan comiendo cada uno en su propio palacio: el príncipe, solo; don Luis (hermano de Carlos III), solo; la infanta (María Josefa, hermana de Carlos), sola; y los dos infantes más jóvenes, juntos. Todas sus mesas son suntuosas (...) Se sirven generalmente al rey cerca de cien platos (..) Un momento antes, él se levanta de la mesa (..) los embajadores y los ministros extranjeros vuelven a pasar por delante de él y se dirigen a una sala contigua donde esperan su llegada. El rey conversa con ellos sobre temas diversos cerca de media hora (BARETTI, Joseph (1970). A Journey from London to Genoa through England, Portugal, Spain and France II, Londres, p. 84).

Hubo otros tiempos, sin embargo, en que los reyes comían de manera mucho más informal de la estipulada por la etiqueta borgoñona. Cuando viajaban o cazaban, sencillamente tomaban comidas o tentempiés u organizaban pequeñas expediciones, como hacía a menudo Carlos II, a un pabellón o al Pardo, llevaban en su séquito al personal y los suministros necesarios para una comida informal. Lo que la etiqueta prescribía para tales excursiones no está nada claro. De vez en cuando, los monarcas llegaban al extremo de cocinar ellos mismos. A María Luisa Gabriela de Saboya, la primera esposa de Felipe V, le gustaba hacerse sopa de cebolla en su palacio. A Carlos IV le gustaba escapar de la rigidez de la corte, por lo que iba a una de sus encantadoras y elegantes casitas y cocinaba él mismo cordero frito, tortillas de ajo y otras exquisiteces similares. Y Carlos III disfrutaba preparando ocasionalmente fiestas para amigos íntimos y familiares durante las cuales él, sus hijos y algunos cortesanos cocinaban diversos platos sencillos para compartirlos con los demás. Sin embargo, Carlos III nunca comía en estos eventos, porque debía volver a su palacio para comer en público (BOTTINEAU. L 'art de cour, p. 177; William BECKFORD. Italy, Spain and Portugal, Londres, 1840, p. 349-350; José CEPEDA ADÁN, "Silueta del madrileño Carlos III". Anales del Instituto de Estudios Madrileños. III (1968), p. 334).

Siempre que Carlos III y otros monarcas comían en público, eran servidos por oficiales de alto rango de la Casa Real. De entre el numeroso personal de la cocina, sólo el más importante, el cocinero de la servilleta del rey, tenía el derecho de estar presente -y se requería que estuviera de pie justo al lado de la puerta de la sala en la que su señor comía-. El mayordomo mayor era siempre un grande; los mayordomos, gentilhombres de la boca e, incluso, el gran limosnero eran normalmente grandes o pertenecientes a familias sólidamente aristocráticas. Probablemente, lo que más impresionaba a cualquier testigo era la posición social que tenían quienes servían al rey y la manera en que lo hacían. Los mayordomos, caballeros y guardias oficiales de alto rango eran hombres, o hijos jóvenes de hombres importantes y con fortuna. Ellos y sus familias imponían respeto y ejercían poder sobre los súbditos del rey. Sin embargo, cuando le servían la comida se tenían que humillar.

Cualquier gentilhombre que servía como copero ofrecía al rey su vino hincándose de hinojos sobre una rodilla; después de acabar la comida, al rey se le ofrecía una toalla sostenida por el caballero que ejercía como panetier y trinchante, mientras que el copero ofrecía una jofaina para el lavado de manos del rey, todo ello de rodillas; el gran limosnero, que era también patriarca de las Indias y frecuentemente cardenal -como el cardenal Borja bajo Felipe V o el cardenal Fernández de Córdoba en los años 1760 y 1770, ambos de grandes familias extremadamente bien relacionadas-, quitaba uno de los dos manteles que cubrían la mesa del rey y el trinchante, utilizando la servilleta que traía al hombro, como un sirviente de cocina, cepillaba las migas que había en la ropa del rey y le besaba la mano. En algunas comidas públicas, como las del día de San Andrés o de la Epifanía, la compañía de duques y grandes sirviendo era incluso más numerosa.

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