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Etiqueta y el ceremonial de la corte española. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800) VII

En España, como en otras monarquías modernas, la etiqueta y la ceremonia se combinaban con las artes de la pintura y la arquitectura, las artes decorativas y la literatura y la música...

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La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II
La etiqueta borgoñesa. La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800). Corte de Felipe II

Normas para el servicio de comidas y la asistencia al Rey y a sus invitados

La etiqueta borgoñona en la corte de España. Etiqueta y el ceremonial de la corte española

Sólo había una comida para la cual la etiqueta era única. No tenía lugar ni en la sala que se usaba para comer ni en la que se usaba para cenar, sino en un espacio todavía más magnificante: en la sala de las columnas del palacio de Madrid. Allí, en el lujoso salón que a finales del siglo XIX fue calificado como el salón de los pobres, una extraordinaria ceremonia tenía lugar cada Jueves Santo. Siguiendo el detallado ritual dispuesto en los libros de etiqueta, el rey subvertía la relación diaria entre gobernante y súbdito durante el lavatorio de los pobres. Primero lavaba los pies de trece hombres y luego les servía la comida.

Aunque los hombres se sentaban en un banco bajo (como los caballeros del Toisón de Oro en el día de San Andrés), la larga mesa en la que comían estaba adornada con flores, el pan que comían era el mismo con el que el rey sería servido posteriormente, el vino era abundante (un poco más de dos litros para cada uno) y se les permitía llevarse los saleros y utensilios que habían utilizado, ropa nueva y una bolsa con monedas que les daba uno de los capellanes del rey. El rey les lavaba los pies personalmente después de, como signo de humildad, haberse quitado su capa, espada y sombrero.

Posteriormente, una vez que los pobres se sentaban, presumiblemente más satisfechos, el monarca les servía individualmente su comida. Era asistido por muchos de los mismos oficiales que le servían a él en una comida pública: el aposentador de palacio, el patriarca de Indias, los mayordomos portando sus bandas oficiales, el venerable guarda de arqueros, uno de sus médicos de cámara y un boticario de palacio (para inspeccionar los pies de los pobres con anterioridad a su lavado) y otros oficiales y gentilhombres de cámara. Entre éstos últimos, a principios del reinado de Carlos III, se contaban personajes tan notables como los duques de Castropignano, Medinaceli y Osuna, el marqués de Santa Cruz, el conde de Aranda y el príncipe de Masserano -hombres de extraordinario poder y fortuna-. Después de servir el postre a los pobres, el rey y sus cortesanos se preparaban para comer y el mundo de la corte volvía otra vez a ser el mismo (Etiquetas Generales MS II/578, folios 143-45; Archivo General de Palacio, Madrid, Carlos III, leg. 210; Aclaraciones en Varios Puntos de la Etiqueta vigente en Palacio, n. d.; Biblioteca del Palacio, Madrid, caja foll, folio 252. Antes de que el nuevo palacio en Madrid se acabara de construir en 1764, era costumbre celebrar esta ceremonia en la antecámara del rey, la sala en la cual comía normalmente en público. La reina llevaba a cabo una ceremonia similar para los niños pobres).

Un día de julio de 1804, Lady Holland, la esposa de un eminente político británico que visitaba Madrid y una gran observadora de los acontecimientos de la corte, fue a comer con un grupo de amigos influyentes. Entre ellos se encontraban el conde de Fernán Núñez, el marqués de Santa Cruz, el hijo del duque de Osuna y otros, principalmente grandes y cortesanos experimentados de alto rango. Allí se habló del carácter rancio y de las tareas exigentes e inútiles del ritual que se les exigía.

Normas antiguas, como las que obligaban a los nobles a servir al rey, a la reina y a los infantes arrodillados fueron las más comentadas. También se mencionaron otras normas relativas a los severos castigos impuestos a un sirviente que deliberadamente rompía las convenciones. Para Lady Holland, como para los lectores de su diario, era evidente que estos cortesanos, como mínimo y en aquel momento, encontraban la antigua etiqueta borgoñona inconveniente, inapropiada y humillante para ellos y para el resto de los españoles (HOLLAND, Elizabeth, Lady. The Spanish Journal of Lady Holland, Londres: Earl of Ilchester, 1910, p. 194). Para ellos, la magia del ritual y de la ceremonia había dejado de existir. Desde tiempos medievales, el principal objetivo político de la etiqueta cortesana había sido el de reforzar la autoridad y el poder reales para demostrar la superioridad de los reyes y otros gobernantes, para establecer y reiterar la naturaleza sacrosanta de la monarquía y para confirmar la esencia jerárquica de la sociedad. Cuando la etiqueta y la ceremonia tenían éxito, los participantes y espectadores, como los hombres de Metz, se imbuían de respeto y majestuosidad.

En España, como en otras monarquías modernas, la etiqueta y la ceremonia se combinaban con las artes de la pintura y la arquitectura, las artes decorativas y la literatura y la música para conseguir y mantener el absolutismo del Antiguo Régimen. La cultura de la corte española y la etiqueta borgoñona -ésta última, paradójicamente, rígida y flexible a la vez, contaminada y pura, al menos a ojos de sus promotores como Felipe IV- proporcionaban un sistema de poder político y de disciplina diseñados para promover el bienestar del rey, su seguridad y buena salud, así como también una disciplina diaria a sus sirvientes y cortesanos.

En una corte en la que el rey carecía de los atributos sagrados que tenían algunos otros monarcas y en que el ritual semipúblico era poco frecuente, la etiqueta a la hora de comer desempeñaba un papel significante. De este modo, aunque los monarcas a menudo escapaban a la rigidez de la comida pública, prefirieron no abandonar este rito completamente. De ahí, también, el énfasis puesto en los elevados orígenes y en la humildad de aquéllos que servían al rey.

Como Jean Bourgoing entendía, el hecho de arrodillarse al servir era una manera de prestar homenaje al monarca (BOURGOING. Modern State of Spain, I, p. 134) tan indispensable como el besamanos o la entrada real en Madrid. No es de sorprender, entonces, que casi cuatro años después de que los amigos de Lady Holland menospreciaran el arrodillarse y mucho más al estilo borgoñón, grandes y cortesanos como ellos se alzasen y ayudasen a poner fin a la monarquía absoluta de Carlos IV.

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