Del modo de conducirnos en sociedad. De la conversación. De las condiciones morales de la conversación
Nuestro lenguaje debe ser siempre culto, decente y respetuoso, por grande que sea la llaneza y confianza con que podamos tratar a las personas que nos oyen
Las conversaciones y la forma de conducirnos en sociedad
Aquella urbanidad
1. Nuestro lenguaje debe ser siempre culto, decente y respetuoso, por grande que sea la llaneza y confianza con que podamos tratar a las personas que nos oyen.
2. No nos permitamos nunca expresar en sociedad ninguna idea poco decorosa, aún cuando nazca de una sana intención, y venga a formar parte de una conversación seria y decente. Lo que por su naturaleza es repugnante y grosero, pierde bien poco de su carácter por el barniz de una expresión delicada y culta y con excepción de algún raro caso en que nos sea lícito hablar de cosas tales entre nuestros íntimos amigos, ellas son siempre asuntos de conferencias privadas, que la necesidad preside y tan sólo ella legitima.
3. Guardémonos de emplear en la conversación palabras o frases que arguyan impiedad, o falta de reverencia a Dios, a los Santos y a las cosas sagradas.
4. Es sobremanera chocante y vulgar el uso de expresiones de juramentos; y de todas aquellas con que el que habla se empeña en dar autoridad a sus asertos, comprometiendo su honor y la fe de una palabra, o invocando el testimonio de otras personas. El que ha sabido adquirir la reputación de veraz, no necesita por cierto de tales adminículos para ser creído; y puede más bien, al recurrir a ellos, introducir la duda en el ánimo de sus oyentes. Y el que no tiene adquirida tal reputación, en vano buscará en las formas el medio de comunicar fuerza de verdad a sus palabras.
5. No está admitido el nombrar en sociedad los diferentes miembros o lugares del cuerpo, con excepción de aquellos que nunca están cubiertos. Podemos, no obstante, nombrar los pies, aunque de ninguna manera una parte de ellos, como los talones, los dedos, las uñas, etc.
6. La regla que antecede puede todavía admitir alguna otra excepción entre personas que se tratan con íntima confianza; mas como en este punto no es dable determinar los diferentes casos que pueden ofrecerse, tengamos por único y seguro norte un respeto inalterable a las leyes del decoro, y una atenta observación de lo que se permiten las personas cultas y bien educadas.
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7. Aun en los casos en que, con arreglo a lo establecido en los dos párrafos anteriores, pueda hacerse mención de alguna parte del cuerpo, deben elegirse las palabras más cultas y de mejor sonido, que son las que se oyen siempre entre la gente fina. Las palabras cogote, pescuezo, cachete, etc., serán siempre sustituidas en los diversos casos que ocurren, por las palabras cuello, garganta, mejilla, etc.; dejando a la ciencia anatómica la estricta propiedad de los nombres, que casi nunca se echa de menos en las conversaciones comunes.
8. Por regla general, deberemos emplear en todas ocasiones las palabras más cultas y de mejor sonido, diciendo, por ejemplo: puerco por cochino; aliento o respiración por resuello; arrojar sangre por echar sangre, etcétera, etcétera. Pero conviene observar el uso de las personas verdaderamente instruidas y bien educadas, y tener algún conocimiento de la sinonimia de la lengua que se habla a fin de no incurrir en el extremo de emplear palabras y frases alambicadas y redundantes, ni echar mano de aquellas que no hayan de expresar clara y propiamente las ideas.
9. Respecto de las interjecciones, y de toda palabra con que hayamos de expresar la admiración, la sorpresa o cualquiera otro afecto del ánimo, cuidemos igualmente de no emplear jamás aquéllas que la buena sociedad tiene proscritas, como caramba, diablo, demonio y otras semejantes.
10. En ningún caso nos es lícito hacer mención de una persona por medio de un apodo o sobrenombre. Con esto no sólo ofendemos a aquel a quien nos referimos, sino que faltamos a la consideración que debemos a las personas que nos oyen.
11. La conversación entre personas de distinto sexo debe estar siempre presidida por una perfecta delicadeza, por una gran mesura, y por los miramientos que se deben a la edad, al carácter y al estado de cada uno de los interlocutores. Por regla general, un hombre no se permitirá jamás ninguna palabra, frase o alusión, que pueda alarmar el pudor de una mujer; así como tampoco podrá una mujer dirigir a ningún hombre expresiones inmoderadas o irrespetuosas, que pongan a una dura prueba la esmerada consideración que se debe a su sexo.
12. El medio más natural, y expresivo para agradar a los demás en sociedad es ciertamente el de la palabra; y un hombre de buenas maneras lo aprovecha siempre en su trato con el bello sexo, sembrando su conversación de manifestaciones galantes y obsequiosas, que toma en la fuente de la discreción y el respeto, y dirige con exquisita delicadeza y evidente oportunidad. Pero téngase presente que es altamente impropio y desacatado el uso de requiebros y zalamerías en todas ocasiones, con toda mujer con quien se habla, sin miramiento alguno a la edad, al estado, ni a las demás circunstancias de las personas, y sin atender al grado de confianza que con ellas se tiene.
13. El hombre que incurre en la falta indicada en el párrafo anterior no ofende tan sólo la dignidad de la mujer, sino también su amor propio; pues al ocupar tan frívolamente su atención, la declara de hecho incapaz de sustentar una conversación más seria e interesante. Y la mujer juiciosa y culta que así se ve tratada debe rechazar el insulto y hacerse respetar, combinando para ello la moderación, que le es tan propia, con la energía y la firmeza de que en tales casos debe también vestirse.
14. Nada hay más vulgar ni más grosero, que la costumbre de usar de chanzas e indirectas con referencia a relaciones entre personas de distinto sexo, sobre todo cuando aquella a quien se dirigen está acompañada con alguna otra, y cuando no se tiene con ella una íntima confianza.
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15. La natural propensión que todos tenemos a echar mano de la sátira en nuestros razonamientos, no debe ser enteramente reprimida, sino ilustrarse y morigerarse, para que pueda ser dirigida de una manera discreta, inofensiva y conveniente. La sátira es una de las sales que más sazonan la conversación, y tiene además la tendencia moral de corregir y mejorar las costumbres; pero jamás cuando se la emplea en atacar la dignidad o el amor propio de señaladas personas, pues entonces se convierte en un arma envenenada y alevosa, tan sólo propia para encender y dividir los ánimos, y para destruir las más sólidas relaciones sociales.
16. Otro tanto debe decirse de la ironía, la cual comunica a la conversación cierta gracia que la hace animada y agradable, cuando se usa con una prudente oportunidad y sin ofensa de nadie.
17. Las personas vulgares y de mala índole sacrifican frecuentemente las más graves consideraciones sociales, a la necia vanidad de aparecer como agudas y graciosas, y con una sola expresión satírica, o irónica llevan a veces la intranquilidad y la amargura al seno de una familia entera. Tan torpe conducta debe excitar siempre la indignación de todo hombre de bien, y encontrar en los círculos de la gente de moralidad y de cultura la reprobación que merece, en lugar del aplauso que busca.
18. Excluyamos severamente la ironía de toda discusión, de todo asunto serio, y de toda conversación con personas con quienes no tengamos ninguna confianza. Cuando hayamos de refutar las opiniones de los demás, o de responder a un argumento, y siempre que se nos hable con seriedad y se espere de nosotros una contestación, toda frase irónica será considerada como una manifestación de menosprecio, y por lo tanto, como un insulto.
19. No emitamos nunca un juicio que hayamos formado por sospechas, propias o ajenas, o por relaciones poco fidedignas, presentándolo de modo que pueda entenderse que hablamos de un hecho real y verdadero. Y respecto de los juicios que no adolezcan de estos defectos, abstengámonos siempre de emitirlos, cuando directa o indirectamente hayan de recaer sobre personas y puedan por algún respecto serles desagradables.
20. Seamos muy medidos para sentar principios generales contra las costumbres o defectos de los hombres, pues con ellos podemos desagradar a nuestros mismos amigos, atacar los intereses o el buen nombre de un gremio o corporación, y aún aparecer como excitados por nuestros particulares resentimientos. La persona que asegurase que en el mundo no hay más que ingratos, ofenderá naturalmente a sus oyentes; la que hablando de los extravíos de un personaje histórico, los presentase como inherentes a su estado o profesión, arrojaría una mancha sobre todo el gremio; y la mujer, en fin, que dijese que todos los hombres son inconstantes, no guardaría por cierto un perfecto decoro.
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