El discurso y la conversación. I.
La excesiva prisa se opone a la claridad, como la sobrada lentitud arguye afectación o ignorancia.
Condiciones físicas, intelectuales y morales del discurso y de la conversación.
La voz debe ser ya alta, ya baja, ya lenta, ya rápida, ya plácida, ya amenazadora, según sean los afectos que se trata de expresar o de mover en el ánimo ajeno. Cuando se habla al pueblo congregado, es tolerable en la voz un grado de fuerza que sería reprensible en otras circunstancias. Fuera del caso dicho la voz muy alta da indicios de ánimo despótico o imperioso, que a fin de dominar a los oyentes empieza por atolondrarlos.
La voz muy lánguida, movida por el deseo de afectar delicadeza es igualmente ridícula. Sea que el amor propio prefiera ser objeto de algún grado de ridiculez a no ser visto ni notado, sea que asociándose a los defectos de la infancia se lisonjee de participar de la amabilidad de ésta, es cierto que algunos fingen algún defectillo en la pronunciación exponiéndose con gusto a las bromas de los demás; mas estos defectos que algunas veces se perdonan a ciertas mujeres, hacen tachar a otras de afectadas y a los hombres de afeminados. Semejante a éste es el defecto de comerse las finales.
Aunque es agradable que el discurso no sufra interrupciones a fin de que en el menor tiempo posible se transmita a los demás mayor copia de ideas, hay un límite que no debe traspasarse. La excesiva prisa se opone a la claridad, como la sobrada lentitud arguye afectación o ignorancia. Hay hombres que a propósito y fuera de él ingieren en todas partes la misma frasecilla, y hacen intolerable uso de alguna palabra que reputan elegante, lo cual además de engendrar fastidio en los oyentes, demuestra la pobreza de su lenguaje y la pequeñez de su espíritu. Cuando un hombre está seguro de no incurrir en los susodichos defectos se puede pensar en la belleza de la pronunciación, la cual consiste en ciertas suspensiones, en algunas cortas pausas, en realzar unas palabras más que otras y en otros artificios semejantes que imprimen las palabras en el entendimiento y en el corazón de los que escuchan.
"No se debe gesticular demasiado a la hora de hablar"
No debe imitarse al labriego que a cada pregunta que se le dirige contesta con una inclinación de cabeza o con una sonrisa de bobo antes que dar la respuesta.
Cuando se habla es preciso mirar al rostro de la persona a quien las palabras se dirigen, los ojos bajos dan la apariencia de un hombre culpable de alguna cosa, y además privan de la ventaja de traslucir por el continente del que escucha, el efecto que en su ánimo causan las palabras. Hay quien no sabe hablar sin empujar hacia atrás la persona a quien habla, o sin acercársele de modo que le rocíe con saliva el rostro o el vestido.
No debe cogerse a las personas, según en otra parte he dicho, por el botón de la casaca o por las manos a fin de que escuchen, porque es mejor poner un freno a la lengua que retener a viva fuerza a los otros. No obstante un superior como un padre respecto de su hijo, un marido con su esposa, puede coger con dulzura la mano para facilitar la persuasión con este acto de amistad y confianza.
Al empezar el discurso no debe accionarse, y solo de poco en poco se puede acompañar lo que se dice con los movimientos de la cabeza y de las manos. Cuando estamos agitados por nuestros internos afectos, deseamos verlos reproducidos en los demás; y de aquí nace que nos disgusten aquellas personas que a manera de imágenes pintadas se muestran privadas de alma, por lo cual el movimiento de las manos dentro de ciertos límites da al discurso gracia, solemnidad y decencia, y es un movimiento más que se comunica a nuestro ánimo. Los gestos se pueden parangonar a los acentos del discurso, que puestos en su lugar y a propósito producen un efecto agradable. Demóstenes iba más allá diciendo que el tono y el gesto del que habla son necesarios para hacer creíble lo que dice.
Entre el grave árabe que hablando sin moverse parece una estatua, y el arlequín que ejecutando cien gestos en un instante parece una banderola, hay muchos medios. En efecto, del mismo modo que una luz muy viva y los colores demasiado brillantes privan a los ojos de ver las líneas y la expresión de los afectos en un cuadro, así el exceso de los gestos no hace sino distraer la atención, de las ideas que el discurso presenta.
Un hombre vestido de tafetán hablaba a un magistrado defendiendo, con muchos gestos su pleito, y el vestido mientras tanto producía una especie de silbido tan importuno que el juez impacientado le dijo: " señor mío, haced que vuestro vestido calle, pues de otro modo no puedo oíros ". Con la misma razón podría decirse a algunas señoras: "Haced que callen o que estén quietas las plumas de vuestro sombrero, o vuestro abanico, y dejad que hablen vuestros labios que tienen mucho más derecho a las miradas y a la atención de los que los oyen".
- El discurso y la conversación. I.
- El discurso y la conversación. II.
- El discurso y la conversación. III.
- El discurso y la conversación. IV.
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