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Actos que molestan a los demás. I.
La cortesía prohibe hacer revivir o echar en cara a otro los vicios que un largo arrepentimiento ha borrado.
Actos que molestan la memoria, los deseos y el amor propio de los demás.
La vida ideal del hombre, más bien se compone de recuerdos y de esperanzas que de sensaciones actuales: y así es que no consigue ver cosa alguna entre las tinieblas del porvenir, sino alumbrándose con la antorcha de lo pasado. La idea de los bienes que hemos poseído y poseemos se nos hace agradable (Nota 1), de donde resulta que una parte de la Urbanidad consiste en obrar y hablar de manera que despertemos en el ánimo de los demás recuerdos dulces.
(Nota 1). Para probar de cuan dulces sensaciones inunda el alma la memoria de las cosas que amamos, recordaré aquel comerciante inglés establecido en Petersburgo que hizo llevar allá gran cantidad de tierra de la Gran Bretaña que había servido de lastre a muchos buques ingleses, para cubrir con ella los caminos de su jardín. De este modo paseándose por él tenia el placer de pisar tierra inglesa.
Véase con cuanta cortesía recibe Dido a los troyanos que vencidos y huyendo de su patria, y arrojados por las tempestades a las playas de Cartago, desembarcan en el más lastimoso estado acaudillados por Eneas. ¿Quién ignora, les dice la reina, el nombre de Troya, y el alta e ilustre estirpe y el valor de los troyanos y el horrible estruendo de tan larga guerra? No tienen Ios Cartagineses tan feroz ni insensible el alma, ni gira el sol tan lejos de esta tierra que no se conozca en ella la lástima ni llegue a nosotros la fama de los altos hechos. Luego recuerda a Eneas su origen divino y dice que desde mucho antes le era su nombre conocido, y que su padre Belo, bien que enemigo de los troyanos, encomiaba su valor.
Es acto de suma descortesía hablar u obrar de modo que ocurran al entendimiento de quien oye negras y molestas memorias. Lo es por ejemplo recordar al marido los desórdenes de su consorte, al mercader su bancarrota, al hombre pundonoroso el ultraje que ha recibido: a la madre la reciente pérdida del hijo. Paréceme también muy descortés la costumbre de algunos Estados de celebrar el cumpleaños de sus reinados con tantos cañonazos como años cumplen. Este cálculo público y solemne no puede ser muy agradable a las reinas que han pasado ya la época más brillante de su vida y caminan hacia la vejez. Este recuerdo, más que un homenaje, es una severa lección de moral.
De lo dicho se infiere que el uso de llevar luto tiene sus inconvenientes, pues mientras la medicina y la filosofía aconsejan a la madre que aleje de su pensamiento la idea del hijo perdido para que puedan cicatrizarse las heridas de su corazón, el uso la obliga a envolverse en negras telas que incesantemente le recuerdan esa desgracia. Hubo un tiempo en que siendo más profundos que en nuestros días los afectos de la familia, o en que tal vez era mayor el deseo de hacer gala de esos afectos, las leyes hubieron de fijar límites al luto, a fin de que la sensibilidad del público no estuviese de contínuo molestada por ideas lúgubres.
Los grados de la descortesía corresponden a los de dolor unidos a los despertados recuerdos. Un príncipe que recibiese a los embajadores de una nación amiga en una estancia donde se viesen pintadas las derrotas sufridas por ella, cometería un acto de descortesía; pero cuando Alboin, rey de los lombardos, después de haber bebido en el cráneo de Cunibondo, padre de Rosmonda, a quien él había muerto, lo envía lleno de vino a la hija a quien había obligado a casarse con él, y le dijo: Rosmonda, bebe con tu padre, no se mostró solamente descortés, sino bárbaro.
Dos máquinas de fuego artificial, aunque desiguales en tamaño, no necesitan para inflamarse al momento diferente cantidad de fuego, sino que la más pequeña chispa basta para la una y para la otra. Por la misma razón el más pequeño acto es capaz de despertar los más dolorosos recuerdos. Cuando Dionisio, derrumbado del trono de Siracusa se convirtió en maestro de escuela en Corinto, un habitante de esta ciudad fue a su casa, y habiéndose detenido en el umbral de la puerta, afectó sacudirse el vestido para manifestar que no llevaba oculto ningún puñal. Como este era el acto con que se acercaban a los tiranos, esa acción recordó a Dionisio su pasada tiranía, la abominación de los pueblos, el trono perdido y la desgracia presente.
Como el mismo acto y el mismo dicho despiertan memorias agradables en unos y dolorosas en otros, de aquí nace la necesidad de conocer los sentimientos de las personas con quienes se habla, para no exponerse al riesgo de ofenderlas aun sin quererlo. El que miraba a Calígula en la frente despertaba repentinamente en él un odio mortal, porque esa acción le recordaba la calvicie que hubiera querido tener oculta. Quien miraba la frente de Escipión el Africano, le causaba un placer magnánimo, porque se le veía una cicatriz, monumento de valor y de gloria.
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