
Cortesía relativamente a la mesa. IV.
Los romanos tenían la costumbre de entregar al principio de la comida una nota de los manjares que se presentarían en la mesa.
Los buenos modales en la mesa.
Hacer aguardar a los comensales después de la hora fijada para la comida porque falta esta o aquella de las personas convidadas es ofender a los presentes en honor de los ausentes, y es cosa tanto mas descortés cuanto éstos pueden estar detenidos por muchas causas y quizás no acudir a la cita. Esta regla admite dos excepciones.
1.ª La dilación puede excusarse cuando somos convidados para acompañar a viajeros distinguidos a quienes se aguarda en día fijo sin que se sepa de seguro la hora de su llegada, pues como en este caso los comensales ya saben el motivo de la dilación no pueden quejarse, mientras no se abuse de su paciencia por mucho tiempo.
Y 2.ª La dilación es asimismo excusable cuando nos convida un funcionario público, los cuales no siempre pueden disponer del tiempo como quieren. Aparte de estos o muy semejantes casos, después de media hora que se deja a la discreción de los ausentes, es muy inurbano abusar del sufrimiento de los presentes,
Los romanos tenían la costumbre de entregar al principio de la comida una nota de los manjares que se presentarían en la mesa, a fin de que cada uno reservase el apetito para aquellos que fuesen más de su gusto; pero este uso, muy bueno en una posada pública a donde se concurre por la sola necesidad de comer, seria ofensivo en una casa particular en donde debe suponerse que los convidados, más acuden por amistad que por el afán de henchir el estómago. A no ser en caso de grande desigualdad social, comete una acción descortesísima el dueño de la casa que tomando el brazo de dos señoras las conduce casi en triunfo en medio de las demás y las coloca a su lado. En este y en otros casos me parece preferible la costumbre de colocar encima de la servilleta un papelito con el nombre de la persona a la cual está cada asiento destinado. En estos casos deben procurarse mezclar las hembras con los varones a fin de que éstos puedan servirlas.
Como la alegría y el placer son las principales divinidades que presiden en la mesa, la cortesía exige que los manjares y las bebidas sean iguales para todos los convidados. Quebrantaban este precepto los patricios de Roma, los cuales, según atestigua Juvenal, solían reservar para algunos convidados platos a los cuales no podían llegar los otros. Plinio condenando este uso y diciendo que él a todos sus comensales trata del mismo modo, añade: "Yo reuno a mis amigos para regalarles, no para ofenderlos con distinciones que mortifican". La cortesía exige que el dueño de la casa prevenga, en cuanto le sea posible, los gustos de sus comensales para que los utensilios, el servicio y los manjares les recuerden si son extranjeras las costumbres más agradables, lo cual es una señal de atención muy particular. Lavary refiere que su huésped Ismael Agá en la isla de Candía, tuvo la delicadeza de hacerle servir con todos los utensilios usados en Francia, y que a despecho de ser mahometano, echó a un lado su gravedad, y después de haber despedido a los hijos y a los criados bebió buenos tragos de vino a pesar de la, prohibición de Mahoma.
Por otra parte son contrarios a la libertad y a la discreción aquellos usos que so pena de caer en ridículo, obligan al amo de la casa a presentar en la mesa ciertos manjares y ciertas bebidas, porque no siendo siempre fácil encontrarlos y otras veces teniendo muy subido precio, disminuyen la frecuencia de los convites. Desde que el orador Quinto Hortensio, émulo de Cicerón, hubo enseñado a los romanos el uso de los pavos reales éstos se hicieron tan de moda, que no podía darse una comida en que no los hubiera.
De las ideas expuestas se sigue que el amo de la casa debe huir dos extremos: no defraudar a los convidados por su excesiva parsimonia o cicatería, y no incomodarlos con un lujo exorbitante.
Es costumbre antigua y bárbara violentar a los convidados para que coman y beban mas allá de lo que permiten su constitución física y el estado de su salud, cual si el afecto del convidador y la gratitud de los convidados debiesen medirse por el número y el peso de los manjares tragados. Parece que antiguamente en Francia, cuando el amo de casa no lograba persuadir con palabras a los comensales recurría a la violencia, puesto que los legisladores se vieron obligados a prohibir tales violencias. En efecto una ley de Carlomagno prohibió esforzar a nadie para que comiese mas allá de lo que quisiera, y otra condena a los soldados a beber cierta cantidad de agua siempre que convidasen a alguno a beber vino. Nuestra civilización no llega a estos excesos, no obstante no falta quien dice: "No coméis porque estos manjares no os parecen dignos de vuestro paladar", sin advertir que deciros esto es echaros en cara que sois orgulloso.
Otro ponderando los manjares con elogios excesivos parece que os vitupera vuestra ordinariez o vuestra ignorancia si no los coméis. Otro manifestándose ofendido por vuestra sobriedad os obliga a justificarla con razones que no son para dichas en la mesa: y finalmente otro se empeña en que bebáis una copa más por amor suyo o en honor de la señora. Todos estos, y otros semejantes procederes me parecen súmamente inurbanos; porque colocan al comensal entre el peligro de una indigestión y la molestia de ser tachado de esto o de aquello. Exceptuando, pues, el caso de personas inferiores y en general de personas tímidas, las cuales han menester que con dichos graciosos se las estimule a comer, creo que el amo no debe dar indicios de observar la inapetencia de los comensales sino muy de paso, y sólo para dar a entender que se ocupa de los otros más que de sí propio. El aire agradable y natural que ni tontamente se vanagloria de la esplendidez de la comida ni va mendingando elogios con excusas rebuscasdas forma el carácter de un ánimo noble que no se ocupa de cosas tan pequeñas. Por esto, pues, el amo no encomiará su cocinero ni ponderará sus vinos.
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