Perdóneme las molestias: La ley del protocolo
Los tipos que toman asiento y ponen cara de gente importante no se acomodan como usted y como yo cuando vamos a un bautizo
La mesa presidencial: un campo de batalla de egos
A simple vista, una mesa presidencial es un conjunto de sillas de terciopelo y un tapete perfectamente cumplimentado. Pero si usted acerca la vista y presta atención, observará un combate de vanidades francamente increíble. Los tipos que toman asiento y ponen cara de gente importante no se acomodan como usted y como yo cuando vamos a un bautizo. Detrás de ese gesto sencillo y aparentemente inocuo se esconde toda una filosofía del poder, plagada de zancadillas y codazos, que únicamente logran ser embridados por las obligaciones del protocolo.
Los jefes de protocolo son sujetos fundamentales en esta liturgia del poder. Después de colocar el jarroncito de rigor, numeran las sillas con un perfecto orden jerárquico. Si no hay jerarquía no hay poder y si no hay exhibición de poder, el tinglado se viene abajo como un castillo de naipes, y eso lo sabe hasta un peón caminero. Las sillas que se sitúan en el centro marcan el rango y así viene indicado en un croquis que el jefe de protocolo guarda cuidadosamente en el bolsillo interior de su chaqueta. Por eso los sujetos que rebosan vanidad prefieren mesas impares, para no compartir escaparate con ninguno de sus adversarios. De manera que mandan a su jefe de protocolo por delante en defensa del número impar y no se discuta más.
A la derecha del número uno se sitúa el número dos, a su izquierda el número tres, y así sucesivamente hasta que en la esquina colocan generalmente al protagonista del acto, que en el mejor de los casos le reservan cinco minutitos para que pronuncie unas palabras y diga algo de su libro, pongamos por caso. Porque el asunto de los discursos también se las trae. El número uno cierra el acto, como marca el protocolo, y todos los demás quieren dejar su impronta, que para eso se han puesto traje. De forma que aquello se convierte en un ladrillo considerable y al final del acto tienen que repartir aspirinas y agua fresca entre el respetable.
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Las normas de protocolo estipulan que el número uno es el anfitrión del acto y que el número dos es el alcalde de la cosa municipal. El número tres suele ser el responsable de la administración autonómica, el número cuatro el inquilino de la corporación provincial, el número cinco el representante de la patronal, el número seis el del sindicato y así hasta el cabo furriel.
Las fotos oficiales, por tanto, tienen su miga. Los tipos no se colocan a la buena Miguel, como se coloca una suegra en un bautizo, y ante la cámara se registran empellones de calibre, que después se reflejan en ese semblante tirante que aparece en los periódicos. No es que algunos tengan cara de vinagre, que también, sino que para copar el centro de la imagen a veces hay que emplearse a espinillazo limpio.
Para la foto oficial, los jefes de protocolo también se dan de mamporros para ubicar a los suyos en buen lugar y antes de que comience el acto ya se han anotado toda suerte de negociaciones, pactos y, por qué no, navajazos traperos. Porque cada representante público va con su jefe de protocolo, que es como ir al frente con su cuerpo de choque, aunque estos vistan corbata y tengan cara de no haber roto un plato en su vida. Pero cuando comienza el combate, algunos disparan con balín y, si hace falta, con bombas racimo, que lo importante es que el jefe aparezca al día siguiente en la parte central de la imagen.
Luego está esta otra cosa del ilustrísimo, el excelentísimo, el magnífico y todas estas zarandajas que se colocan algunos tipos delante del nombre para atemorizar al personal y evitar que la gente sepa que son personas de carne y hueso.
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