Ojeada histórica a la civilidad.
De los bárbaros a la civilización. El triunfo de los buenos modales y la racionalidad.
Una ojeada histórica.
En el decurso de este escrito muchas veces he aludido a los usos de los antiguos bárbaros y semi-bárbaros, con el objeto de resaltar la civilización actual. La civilización considerada en su verdadero punto de vista es el triunfo de la limpieza sobre la suciedad, de la ciencia sobre la ignorancia, de la industria sobre la indolencia, de la paz sobre la guerra, del sólido y permanente interés del público sobre los frívolos y transitorios intereses de los particulares.
El conjunto de estímulos, de instintos, de efectos desenfrenados, impetuosos, discordes con la ley de la razón, que se observa en el hombre salido apenas al mundo, se llama barbarie y corrupción. En este estado todas las pasiones suelen encontrarse en el grado máximo, y de tal manera que la existencia de un hombre apasionado, reclama la extinción suya o de su adversario. La historia hebraica nos enseña que Caín mató a Abel por el simple impulso de la envidia. La historia romana nos cuenta que Rómulo mató a Remo por la ambición de reinar solo.
Las naciones más bárbaras matan a los prisioneros, y otras se los comen. Recordad lo que hizo Aquiles con el cadáver de Héctor. En los tiempos bárbaros los odios se transmiten de padres a hijos por muchas generaciones, y no se extinguen sino con sangre. Amnón hijo de David, viola a su hermano Thamar, y Absalon, hijo también del mismo rey, mata a Amnón para borrar la afrenta de su hermana.
El último de los Horacios, después de haber vencido a los Curiacios con peligro de su vida y para salvar la patria, vuelve vencedor a Roma, y viendo que su hermana lloraba por la muerte de su amante que era uno de los Curacios, la mata.
Todas las religiones antiguas, exceptuando la verdadera, sacrificaron víctimas humanas. Los egipcios todos los años arrojaban una virgen al Nilo en la época de su crecimiento... Hasta en los tiempos de César los pontífices romanos mataron dos hombres para aplacar la ira del cielo.
Se arrebatan las mujeres como se roban las reses, quizás el atentado no sale bien y el raptor es muerto, y cuando tiene buen éxito es seguido de una guerra nacional como nos lo prueban las historias griega y romana.
Fabio Ambustio pone en combustión la república romana y arma en Roma una anarquía de cinco años, para satisfacer la vanidad de una mujerzuela, hija suya, que casada con un plebeyo se veía con disgusto confundida con la multitud, mientras que su hermana, esposa de un patricio, obtenía los honores de esa clase.
Todos los salvages se entregan al reposo cuando han recojido lo que basta a sus momentáneas necesidades, y se dejarían desollar antes que dedicarse a un continuo y regular trabajo. Por esto, preferir al trabajo el robo es un carácter distintivo de los salvajes, y de esto proceden sus incesantes guerras.
La paciencia con que inmenso número de tribus salvajes se imprimen líneas y figuras en la piel del rostro, de los brazos o de todo el cuerpo, sorprende con razón a los pueblos civilizados, porque esa operación dolorísisima dura meses y años, y de cuando en cuando se renueva hasta el último momento de la vejez, al paso que las huellas de aquel extraño adorno se hacen menos visibles. También es notoria la aridez con que los salvajes buscan y ambicionan las sortijas de cobre o de otro metal, pedazos de vidrio o de otra materia, brillante para adornar con eso la frente, los carrillos, las orejas, la nariz y hasta los labios. La pasión por los adornos no es un efecto de la civilización.
En la indolencia y en las necesidades tiene su origen la esclavitud de la mujer, general en todos los pueblos salvajes; la piratería proclamada con honra en las naciones bárbaras y semi-bárbaras; la antropofagia que era general en las naciones antiguas y la esclavitud de los dos sexos admitida hasta por los griegos y romanos, que subsistió por tantos siglos a despecho de los esfuerzos del cristianismo, y que no ha cesado todavía en nuestro siglo.
La civilización reprime y dirige los irregulares movimientos de la natural barbarle y abre el campo a la virtud. Por esto los misioneros que a impulsos de su ardiente caridad buscan al salvaje para convertirlo a la religión verdadera, lo civilizan al mismo tiempo, porque sin la religión verdadera no puede haber verdadera civilización, y ésta acompaña indefectiblemente a la otra. Donde penetra el misionero entra la civilización; y aun antes de haber instruido suficientemente al salvaje en la religión que le predica, ya le enseña los principios de la civilización, le viste, le pondera la excelencia del trabajo, le hace amar la cabaña y la familia, le hace renunciar al robo, y puede decirse que antes de convertirlo ya lo ha civilizado. Así pues, la civilización y la religión verdadera caminan a la par, y cuando se separa de ésta, degenera en la barbarie, que lo mismo puede ser por falta absoluta de civilización, que por mala inteligencia de lo que ésta significa. Por esto encontramos bárbaros en los más poblados centros de la civilización, y los ha habido siempre. En esto es menester no equivocarse, como es indispensable hablar con mucho tino y con cuidado extremo de la civilización en las diferentes épocas de la historia.
Suponer que el actual estado de civilización está exento de vicios, seria suponer que ha desaparecido de
la tierra la especie humana; mas decir que los vicios actuales son peores que los de siglos pasados, es sostener que los frutos domésticos son más amargos que los frutos silvestres. La historia de los pasados siglos nos prueba que en ellos había escasez de placeres civiles, y exceso de placeres sensuales, de ejercicios corporales, de juegos de azar, de corrupción de costumbres, de infelicidad social, y que más a menudo era insultada la decencia pública.
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