Defectos en la reuniones y conversaciones. IV.
Si a la locuacidad se une el egoísmo, esto es, si siempre hablamos de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestras cosas, y de cuanto nos pertenece, es positivo que fastidiaremos de una manera insoportable a cuantos nos oigan.
Los defectos en la reuniones y conversaciones.
Finalmente, así como en el comercio el amor propio de un negociante se ofende cuando se protestan sus letras, así en la conversación desagrada al amor propio de los presentes la vista de una persona que no corresponde a su alegría y rehusa mezclarse con ellos; y por esto más fácilmente se perdona a un hombre frivolo que a un taciturno. La taciturnidad puede proceder de cinco causas.
1ª. Falta de ideas o estupidez. En este caso es mejor callar que hablar, puesto que hablando el estúpido fastidiaría a los demás y se haría despreciable. Los taciturnos que pertenecen a está clase son tolerados en las reuniones, como se toleran en la sociedad los necesitados impotentes, a quienes alimenta la caridad pública. No pudiendo contribuir a la conversación debe representar el papel de mono, esto es, acomodarse a los sentimientos que los otros manifiestan.
2ª. Excesiva desconfianza de sí mismo. Esta calidad se encuentra, a veces, en las personas de carácter amable, y proviene de falta de educación y de práctica; es una debilidad que merece indulgencia al menos al principio, aun que perjudique a la sociedad privándola de ideas útiles; y digo que al menos al principio, porque como la experiencia nos da la medida de las fuerzas propias y de las ajenas, esta desconfianza debe desaparecer, si ya no es que vaya unida a la estupidez.
3ª. Escasa ciencia y mucha vanidad. Algunos no se atreven a contradecir porque no sufren ser contradecidos; su paciencia no es sino un orgullo tímido; su silencio un medio de seguridad; callan para no exponerse a la censura.
4ª. Orgullo necio. El amor propio refinado se desdeña de tomar parte en las frivolidades de una conversación y de comunicar a los demás sus sublimes pensamientos. Hay también oyentes desdeñosos que para no conceder de ligero su admiración, rehusan la aprobación más bien merecida.
5ª. Malicia. El orgullo va muchas veces unido aun carácter malo y por esto el silencio es con frecuencia efecto de la malicia. Volviendo de la reunión en que no dijeron una palabra, algunos pasan revista de todo lo que oyeron, con ánimo de censurar los discursos más indiferentes; son observadores malévolos cuyo silencio es un espionaje pronto siempre a abusar de las ventajas que las almas frías o falsas obtienen fácilmente sobre la veracidad y la franqueza. Se le preguntó a Mr. Fontanes, célebre matemático, que hacía en las reuniónes en donde solía permanecer taciturno. Observo, contestó, la vanidad de los hombres a fin de herirla cuando se ofrezca oportunidad para ello. ¡Qué hermosa ocupación para un filósofo!
Algunos finalmente no son taciturnos, sino misteriosos; dicen alguna cosa y después truncan el discurso con aire de importancia y misterio. Esta conducta es doblemente censurable, porque excita una curiosidad que no puede ser satisfecha, y hace suponer que cree a los demás incapaces de silencio o capaces de ser traidores.
Si a la locuacidad se une el egoísmo, esto es, si siempre hablamos de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestras cosas, y de cuanto nos pertenece, es positivo que fastidiaremos de una manera insoportable a cuantos nos oigan. Es difícil encontrar un viajero sobrio en el relato de sus viajes, un cliente en el de sus litigios, un galante en el de sus aventuras. Sin aguardar que la analogía de las ideas lleve el discurso a donde ellos desean, hablan algunos de su mujer que es una criatura angelical; de sus hijos, que tienen una índole divina; de sus maestros, que son otros tantos Sócrates, de sus negocios, que van todos a pedir de boca; de sus enemigos, que son unos bribones rematados. De esta inania se muestran invadidos los poetas jóvenes, porque lisonjeándose de haber compuesto versos sublimes los quieren recitar hasta a los sordos. La tontería y la vanidad llegan a veces a tal punto, que no pudiendo convertir nuestras bellas circunstancias en objeto de la atención ajena, presentamos nuestras incomodidades, nuestra pusilanimidad, nuestra debilidad y quizás aun aquellos males que a fuer de comunes no merecen que se hable de ellos.
Crece la impertinencia si al deseo de hablar siempre de sí se une la pretensión de superar en todo a los demás. Hay necio cuyos caballos son más ligeros que los de Aquiles, sus criados más advertidos que los de Ulises, su cocinero más perito que Apicio; el sol en sus primeros y sus últimos rayos saluda su palacio; el aire no es puro sino en sus haciendas, en ningún jardín huelen las flores como en el suyo; nadie en el baile se mueve con su gracia, y en cuanto a belleza podría disputar la manzana a las tres diosas.
De la misma suerte que los hombres prefieren los aplausos a la instrucción, se inclinan a censurar más bien que a aplaudir, por esto es un medio seguro de hacerse despreciable parecer uno en las reuniones más ocupado de sí que de los demás, querer elevarse sobre todos y singularizarse a su costa. La manía de representar un personaje distinguido en las reuniones y hacerse el blanco de todas las miradas es el principal defecto de los hombres de talento, los cuales por esto muchas veces gustan más de conversar con personas de pocos quilates a quienes pueden deslumhrar con sus discursos, que de encontrarse reunidos con iguales suyos de quienes temen recibir lecciones. De aquí es que prefieren ser reyes en una miserable cabaña, que súbditos en un palacio; pero solamente la vanidad pueril puede complacerse en los homenajes de las personas a quienes desprecia.
El desordenado amor de nosotros mismos nos tiene fija delante la idea de nuestras prendas y la engrandece desmesuradamente como el sol poniente alarga la sombra de nuestro cuerpo y la presenta gigantesca. Aquí pertenece el defecto de aquellos que ensalzan su arte o profesión sobre las otras, y os muestran los infinitos bienes de que es origen, y con mil argumentos os pruebran que sí desapareciesen todas, ella sola sostendría la sociedad y le daría brillo.
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