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Deberes del hombre para con Dios. I.

El respeto por las creencias de los demás.

Urbanidad y Buenas Maneras para el uso de la juventud de ambos sexos
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Deberes del hombre para con Dios.

"El culto que se tributa al que es infinitamente grande, infinitamente poderoso, infinitamente benigno, necesita ser suave y respetuoso para que su profunda humildad esté en perfecta armonía con la sublime grandeza del Ser incomprensible". Lamenais.

Cuando el primer rayo de sol ilumina el horizonte, las aves le saludan con sus cantos, con su susurro los insectos, y los árboles cimbrean su ramaje, y las plantas enderezan hacia él sus mustias hojas, y toda la creación estaba en los himnos de entusiasmo al divisar sus fecundantes rayos, porque ve relfejada en la faz del astro luminoso, como en un mágico espejo, la imagen de su Creador omnipotente.

Si este es el primer deber que cumple instintivamente la naturaleza, ¿no será también el primero que deba cumplir el ser dotado de raciocinio, que pesa y comprende todos los beneficios de que le ha colmado la Providencia?

Ama a Dios sobre todas las cosas, dicen los mandamientos de Jesucristo, y este sublime precepto es el que debemos grabar en nuestro corazón con caractères indelebles. En efecto, ¿hay nada más justo que adorar al que nos da por patrimonio esa tierra tan fértil, esos mares tan inmensos, ese cielo tan hermoso, dotándonos además con la luz de la inteligencia para que podamos comprender sus dones y convertirlos en provecho nuestro? ¿hay nada más dulce, que amar al que nos busca siempre en las horas del desaliento y la amargura para ofrecernos sus tesoros de consuelo; al que calma ios horrores de nuestra agonía, mostrándonos sus amorosos brazos siempre abiertos para recibirnos, y la perspectiva de dividir con él los jardines eternales? Pero para demostrar a Dios su profunda adoración, los árboles inclinan su alta copa, los pájaros sueltan notas mas suaves y misteriosas que cuando cantan sus; amores a su avecilla compañera.

El hombre, como hemos dicho en otra parte, debe rodear también su amor con las muestras del más profundo respeto. ¿Qué diríamos del que entrase en el palacio de sus reyes, o simplemente en casa de una persona respetable, hablando alto, tosiendo o gesticulando? A buen seguro que nos apresuraríamos a darle el dictado de descortés; ¿y qué mayor descortesía que tratar con poca veneración al que es el Monarca del universo?

¿Hay nada más repugnante, ni que de peor idea de la educación de un hombre, que el verle en estos tiempos de poca fe religiosa, haciendo alarde de desprecio hacia las cosas sagradas y dignas de respeto? Ya que desgraciadamente la fe se haya extinguido en su alma, ¿no debe por consideración a los demás moderar y aun ocultar ese desprecio, que es un insulto dirigido a aquellos que conservan todavía la pureza de sus creencias?

No hay palabras bastante duras para calificar esta grosería, que basta por sí sola a desconceptuar al hombre más fino y de maneras más distinguidas, porque, lo repetimos, la finura no está en la forma, sino en el fondo de las cosas. En vano el hombre escudado con la palabra despreocupación, que está en todas las bocas, cree mostrarse de inteligencia superior desdeñando las sencillas prácticas religiosas que cumplían exactamente nuestros mayores, pues esto, sin añadir quilates a su talento, rebajará en sumo grado su cortesía.

Los hombres ilustrados contraen la obligación de ser tolerantes, y no lo es el que no se adhiere a las costumbres recibidas generalmente, y generalmente sancionadas. Todas las naciones, todas las épocas desde la más remota antigüedad han tenido un Dios y un culto. Reconocer al que nos colma de mercedes y adorarle es la necesidad primera de todos los pueblos de la tierra: hacer gala de nuestra irreligiosidad es producir dos males de suma trascendencia: extinguir la fe en los corazones sencillos, o irritar la susceptibilidad de los espíritus severos, firmemente adheridos a sus convicciones.

Ambos males se pueden evitar sencillamente respetando lo que de cualquier modo que fuere, por los bienes que causa, es digno de respeto.

No queremos, sin embargo, que el hombre caiga en el extremo opuesto y muestre una afectación ridícula y tal vez más perniciosa. Las tintas demasiado oscuras siempre afean los cuadros mejor pintados. Procuremos conservar en todas las ocasiones de la vida ese preconizado justo medio y en el cual están encerradas todas las virtudes.

 

Nota
  • 10214

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