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El buen trato y la urbanidad.

Usa buenos modales con todos aquellos a quienes se te ocurra tratar. La urbanidad, dictándote modales amorosos, te dispone verdaderamente a amar.

De los deberes de un hombre
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El buen trato y la urbanidad.

Usa buenos modales con todos aquellos a quienes se te ocurra tratar. La urbanidad, dictándote modales amorosos, te dispone verdaderamente a amar. El que se presenta brusco, suspicaz, despreciador, predispone contra sí a malévolos sentimientos. La descortesía produce, por consiguiente, dos graves males: el de malear el ánimo del que la usa, y el de irritar o afligir al que la experimenta.

Pero no te apliques solamente a ser comedido en los modales; procura que exista la delicaleza en todas tus imaginaciones, en todas tus voluntades, en todos tus afectos.

El hombre que no procura desechar de su mente las ideas innobles, y las acoge con frecuencia, suele ser arrastrado por ellas a reprensibles acciones.

Se oye a hombres aun de no baja condición gastar chanzas groseras, y usar palabras inverecundas. No los imites. No tenga tu lenguaje remilgada elegancia, pero vaya puro de toda fea vulgaridad, de todas esas sucias exclamaciones con que los malcriados van intercalando la conversación; de todas esas soeces bufonadas con que se suelen ofender las buenas costumbres.

Pera la limpieza y hermosura del hablar debe comenzar en tí desde joven. El que no la posee antes de los veinte y cinco años, no la adquiere jamás. No remilgada elegancia, te lo repito, sino palabras honestas; elevadas, inspiradoras en los otros de dulce alegría, de coosuelo, de benevolencia y deseo de virtud.

Procura también que tu hablar sea grato por la acertada elección de las palabras y por la oportuna modulación de la voz. El que habla agradablemente a sus oyentes, y por consiguiente, cuando trate de inclinarles al bien o retraerlos del mal tendrá su voz más poder. Estamos obligados a perfeccionar todos los instrumentos que Dios nos da para ayudar a nuestros semejantes, y por consiguiente también los medios de comunicar nuestros pensamientos.

La ruda inteligencia en el hablar, en leer un escrito, en presentarse, en vestir, no suele provenir tanto de incapacidad de hacerlo mejor, como de vergomosa pereza, de no querer atender al debido perfeccionamiento de sí mismo y al respeto que de derecho merecen los demás.

Pero haciéndote a tí mismo una obligación de la cortesía y la delicadeza, y teniendo siempre a la vista que debemos obrar de modo que no sea nuestra presencia una calamidad para nadie, sino más bien un placer y un beneficio, no por esto te irrites contra los malcriados. Piensa, qne a veces se encuentras perlas entre el lodo. Mejor fuera no verlas enlodadas, pero al fin aun en tal bajeza son perlas.

Es gran parte de la cortesía saber tolerar con inalterable apacibilidad a esa gente, no menos que a la turba infinita de los fastidiosos y de los necios. Cuando no hay ocasión de servirles es lícito evitarlos, pero no debes nunca hacerlo de modo que se aperciban de tu desagrado. Lo sentirían y te aborrecerían.

 

Nota
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