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Saludos, cumplidos y visitas. VI.

El placer que resulta de una visita trae consigo la obligación de devolverla a las personas iguales.

El nuevo Galateo. Tratado completo de cortesanía en todas las circunstancias de la vida
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Los saludos, los cumplidos y las visitas.

Cuando la persona visitada cesa de hablar o contesta con aparente impaciencia, o no pronuncia sino monosílabos, o llama a un criado para cosas que no os atañen, o protesta que está muy ocupada, o comienza a bostezar, os advierte que ha cesado ya el motivo de la visita, y que por tanto es del caso marcharos; a menos que os halléis en Inglaterra, en donde los visitados y los visitadores pueden continuar mirándose las caras sin decirse una palabra.

En las ciudades, así principales como secundarias, hay personas irreflexivas que no examinan el carácter de las personas a quienes van a visitar, personas que roídas mortalmente por el fastidio van arrastrado su existencia de casa en casa, descontentas siempre del estado en que se encuentran, y sin saber donde querrían hallarse. Y como su modestia les hace creer que sus visitas son una bienaventuranza, alegan derechos a ser visitadas igual número de veces, y meten mucho ruido contra cualquiera que no se juzgue obligado a devolver la visita a un importuno.

Todos los actos de una persona visitada son frases diferentes que expresan una sola idea, esto es, me proporcionáis un placer.

Examinando la índole del placer, se reconocen fácilmente los deberes de la cortesía y la razón de los usos vigentes. La índole del placer es tal, que hacemos todos los esfuerzos imaginables para poseerlo, para prolongar su duración e impedir que concluya. Por este motivo el uso nos ordena salir al encuentro de los que vienen a visitarnos, y aun bajar la escalera si los aguardamos desde mucho rato, o con personas muy distinguidas, acompañarlos cuando se marchan, y no volver a entrar en casa hasta que los hemos perdido de vista.

"Cuando el placer se acerca el ánimo se abre a la alegría hasta con el canto"

Después de estos dos usos, casi es inútil recordar que importa ahorrar a quien nos visita la incomodidad de hacer antesala. Cuando el placer se acerca el ánimo se abre a la alegría hasta con el canto, y de aquí provenía que los antiguos calcedonios salían cantando al encuentro de los huéspedes más distinguidos o más amados.

Un placer muy intenso nos induce a abandonar otro menor, por esto el uso nos manda suspender al punto nuestras ocupaciones para recibir las visitas. El hombre a quien sorprende un júbilo inesperado no puede contenerse y experimenta un impulso para prolongar la misma sensación agradable, por esto abraza y besa casi de la misma manera al amigo, al conocido y hasta las cosas inanimadas. Así las mujeres, dotadas de más sensibilidad que los hombres, o quizás más diestras para fingirla, corren a besarse y abrazarse cuando se visitan.

El júbilo inesperado o íntimo da origen al reconocimiento hacia quien lo proporciona, la gratitud aconseja que se facilite al momento reposo a quien viene de lejos a visitarnos, manjares agradables según la hora, vino y licores a todas horas en las clases sociales menos elevadas. La urbanidad de los pueblos del Brasil alcanza hasta hacer acostar al forastero que llega; y luego las mujeres y las hijas de la casa con los cabellos sueltos y derramando lágrimas compadecen sus fatigas y sus peligros. Después de esta lastimosa escena, serenan su rostro, se abandonan a la alegría y ofrecen comida y bebida al recién llegado.

El placer que resulta de una visita trae consigo la obligación de devolverla a las personas iguales, y la impone mayor a los inferiores relativamente a los superiores, cuando el motivo de la visita recibida no fuese una necesidad, sino estimación o afecto.

En Roma, las visitas a quien se tenia o se simulaba tener afición eran tan continuas, que muchas veces el amo se iba de la casa por una puerta opuesta a la otra en donde sus clientes le aguardaban. En nuestros tiempos, para librarse de las visitas importunas, el amo de la casa hace decir que no está, lo cual además del inconveniente de la mentira da lugar a repetidas e inútiles vueltas. Paréceme que en el presente estado de nuestras costumbres una manifiesta frialdad en quien recibe una visita importuna, quita el deseo de repetirla. El tiempo de que disponemos ni puede estar a merced de otros ni enteramente a merced nuestra, por lo cual hay que dividirlo en tres partes, la primera para nuestros deberes, la segunda para las necesidades ajenas, y la última para las exigencias sociales.

 

Nota
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