Los chistes en sociedad. III.
Las bromas y los chistes que pueden llamarse las flores del talento han de ser delicados.
Los chistes.
Las bromas que gustan al vulgo, suelen ser por lo menos insípidas para las personas sensatas. Poco honestas pueden parecer a las matronas graves aquellas bromas que dichas en una reunión de hombres no pasarían por tales. Y he aquí una de las razones por que deben conocerse íntimamente el carácter y el gusto de las personas con quienes se habla, a fin de evitar que nuestras palabras produzcan en su ánimo el fastidio cuando aspirábamos a darles un buen rato.
Es necesario un gusto fino y delicado para distinguir lo que agrada de lo que mortifica, lo que mortifica de lo que es insípido, lo que es insípido de lo que es trivial. Basta el sentido común para discernir lo que es trivial de lo que es repugnante, y esto sirve de gradación para apreciar las bromas.
La finura del gusto es el resultado de cierta facilidad de imaginación, volubilidad de espíritu, fecundidad de ideas, rapidez de comparaciones, agudeza de juicio y delicadeza de sentimientos. Con estas facultades se logra componer una feliz mezcla de serio y de jovial, vestir de formas graciosas las más abstractas ideas, y encontrar una máxima que corrija agradando, un látigo que sacuda sin irritar, una censura que no ofenda la amistad ni el respeto. Cuando, pues, pertrechados con esas facultades notáis que los presentes están dispuestos a escucharos, que el asunto vale la pena de que habléis, que todas las circunstancias os son favorables; si entonces se presenta a vuestro espíritu alguna idea agradable, festiva y capaz de alegrar una reunión de personas amables, cometeréis una especie de injusticia privándolas de ella, cualquiera que sea vuestro carácter y cualquiera el papel que representéis en el mundo.
Las bromas y los chistes que pueden llamarse las flores del talento han de ser delicados. D' Alambert refiriendo el dicho del P. Bourdaloue relativo a Despreaux: Si Despreaux me pone en ridículo en sus sátiras le volveré la pelota en mis sermones, añade con toda la delicadeza ática. Es probable que esto hubiera sucedido en el sermón acerca del perdón de las injurias.
A fin de no repetir lo dicho anteriormente, me limitaré a indicar algunos defectos que deben evitarse en el manejo de las bromas y de los chistes. Las bromas no deben ser insípidas, y lo son las que se convierten en un equívoco o hipérbole exagerada, o en un juego de palabras, o en verbos de doble sentido, cuya verdadera significación se sustituye con otra cosa que no lo es. Siendo, como es, más fácil repetir palabras, sonidos y sílabas que aproximar las cualidades lejanas de las cosas o descubrir las latentes, esas bromas agradan al público, pero dan asco a las personas sensatas. A este género pertenecen esas tonterías que los franceses llaman "calambourgs", que piensan decir alguna cosa y no dicen nada, y son el martirio de cualquier hombre de talento.
Las bromas no deben ser de tal especie que versen sobre cosas cuya imagen ofende el gusto, como su realidad ofende los sentidos; y en particular todo hombre debe abstenerse de las que hacen correrse al pudor.
No deben pecar en malignidad excesiva, ni en sobrada acrimonia, pues si es del caso hacer uso de la sal, ha de ser con moderación. Cuando el asunto lo permite deben llevar el espíritu hacia la moral.
No debe cambiarse el medio en fin, esto es, no debe consagrarse a las bromas el tiempo que se debe a cosas graves. Esta pasión por las luchas de espíritu y por los desafíos, chistes y bromas dominaba a los antiguos normandos, pues hasta en el ardor de un sitio los enemigos tal vez suspendían las hostilidades para abandonarse a una guerra menos ofensiva de bromas y bufonadas. Cuando uno de los partidos adolecía de esta afición se presentaba al otro en traje blanco, lo cual era reputado y admitido como un desafío de bromas. Esto por otra parte no era reprensible en tiempo de guerra, porque la lucha de las lenguas no arruina ciudades, y es mejor esto que matarse.
Aunque las bromas se reducen a momentáneos rasgos de talento, que semejantes a las chispas se presentan y se desvanecen en un instante, no se sigue de aquí que no puedan ser causa de acontecimientos importantes. Cuando se trata de cosas morales, los afectos dependen de la determinación de la voluntad, y para determinar la voluntad bastan los motivos mas frivolos, cuando faltan otros mas graves o cuando éstos se encuentran en oposición, como un grano basta para inclinar la balanza cuando la mantienen en el fiel pesos de más importancia. Los que en el cálculo de los afectos consideran no más que las causas aparentes, fruncirán las cejas si les digo que una broma puede tener tanta fuerza como un ejército, y no obstante es preciso admitir esta ecuación, cuando se observa que un ejército atemorizado por un número mayor de adversarios puede, merced a una broma, recibir tanta cantidad de valor, que consiga vencerlos como la experiencia lo ha demostrado.
Es sabido que el orgullo de los tiranos no sufre dilaciones, que su voluntad se ejecuta en razón del poder, que sordos a la clemencia, a la justicia y a la razón, envían al patíbulo a quien les hace observaciones, de suerte que para equilibrar su poder se necesitaría un poder igual al suyo. Este poder se encuentra en un chiste, puesto que un chiste puede cambiar los más decididos deseos del más feroz de los tiranos. Nadie ignora que Enrique VIII de Inglaterra era despótico y feroz. Teniendo motivo para estar agriado con Francisco I de Francia, le envió de embajador un obispo inglés a quien encargó que le dirigiese un discurso lleno de hiel, de orgullo y de amenazas; mas el prelado, conociendo todo el peligro de misión semejante, trató de que el rey le relevase de ella. Nada temáis, le dijo Enrique, pues si el rey de Francia os hiciese dar muerte, yo mandaré cortar la cabeza a muchos franceses que tengo en poder mío. Esto está muy bien, replicó el obispo, mas de todas esas cabezas, ninguna se ajustará a mi busto tan exactamente como la que hay ahora. Este chiste que hizo reír a Enrique fue bastante para que cambiara de resolución, y quizás evitó una guerra entre Francia y la Gran Bretaña.
Partiendo de la imponente idea de los deberes de un ministro, de la gravedad de los motivos que deben determinarle, del daño que trae consigo la elevación de un hombre sin mérito a un destino de importancia, es difícil comprender que un chiste pueda conseguir esa elevación que se había negado por falta de mérito, y no obstante se ha realizado muchas veces. Un chiste puede alcanzar el premio que no consiguen la razón, ni aun la importunidad, que muchas veces vale más que aquella.
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