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Los germanos se entregaban a los juegos de azar con tanto empeño y ardor, que cuando habían perdido el dinero se jugaban su misma persona, o sea, su libertad.

Los excesos en los juegos de azar durante los pasados siglos.
La caza no es posible sino de día, en las estaciones a propósito y en estado de salud; todo el tiempo que se encuentra fuera de estas tres circunstancias reclamaba otras sensaciones, y en los siglos pasados eran más necesarlos otros pasatiempos en cuanto era reducidísimo el número de los que podían entretenerse leyendo, meditando o escribiendo. También eran poco frecuentes los espectáculos teatrales y los otros medios inventados después para divertirnos, y he aquí por qué entre las naciones salvajes se encuentran los juegos de azar como medio de ocupar las horas de ocio.
También nosotros los tenemos por desgracia, pero la pasión por ellos está muy distante de la que les tenían los pueblos bárbaros y los pasados siglos.
Según nos dice Tácito, los germanos se entregaban a los juegos de azar con tanto empeño y ardor, que cuando habían perdido el dinero se jugaban su misma persona, o sea, su libertad.
San Ambrosio nos asegura lo mismo de los hunos. Todo lo que Tácito cuenta de los germanos relativamente al vicio del juego y a las consecuencias a que quedaban expuestos los vencidos, se ve confirmado por la historia de los salvajes modernos. Los viajeros convienen en que en África y en América las hordas vagabundas y las poblaciones enteras se entregan al juego con mucho más furor que los pueblos civilizados. Los indios han llegado a jugarse los dedos de las manos y a cortárselos para pagar la deuda. Los negros de Fuida se jugaban sus mujeres y sus hijos.
El vicio del juego sofocó en otra época los sentimientos de la gravedad y la decencia que deben brillar en todos los actos de la vida de un eclesiástico. Justiniano nos dice que los mismos obispos perdían el tiempo jugando a los dados. Le Beau habla de un obispp de Sillea, contemporáneo del emperador León V, que no sólo era el más astuto cortesano, sino también el jugador más intrépido. El cardenal S. Pier Damiano, en el siglo XI, condenó a un obispo de Florencia por haber jugado en un mesón, a rezar tres veces el salterio, a lavar los pies a doce pobres, y a dar un escudo a cada uno de ellos.
Los señores feudales altaneros y viciosos, ambicionando dinero, y buenos tan sólo para esquilmar a sus vasallos, después de haberse batido y emborrachado, jugaban furiosamente sin que ni las leyes ni la decencia les impusieran ningún freno. El hermano de San Luis jugaba apasionadamente a los dados, sin consideración a las órdenes de aquel virtuoso monarca. El sistema feudal aumentó en los pueblos la necesidad de jugar, porque muchas veces retenía a los hombres ociosos en los ejércitos.
Duguesclin, condestable de Francia y el más famoso guerrero del siglo XIV, hombre no menos grande en el consejo, perdió jugando cuanto poseía. Muchos generales, después de haber perdido su fortuna, comprometieron en el juego la independencia de su patria. Filiberto de Chalón, príncipe de Orange, que mandaba el sitio de Florencia por el emperador Carlos V, perdió en el juego el dinero que había recibido para pagar a sus soldados, y después de once meses de fatigas, se vio precisado a capitular con los mismos a quienes hubiera podido forzar a rendirse.
El juego encontró asilo, protección y seguridad en las cortes, y fue estimulado por el ejemplo de los mismos reyes. Enrique III de Francia estableció en el Louvre una tertulia en donde se jugaba con naipes y dados, y en donde perdió en una noche treinta mil escudos. Enrique IV extendió con su ejemplo la pasión del juego, de modo que toda la severidad de Luis XIII no consiguió enfrenarla. La pasión de Enrique fue tanta, que un día se retuvo setenta mil libras de una confiscación de bienes, en la cual no le correspondía percibir ni un escudo. Muchas personas ilustres se arruinaban, y cuando era preciso pagar, los que perdían se desquitaban con la espada y ensordecían a los tribunales.
En nuestros días esta pasión se ha calmado mucho, porque la han sustituido otros gustos, y el tiempo y el dinero que se gastan en el teatro, no se pueden gastar en el juego; lo que se gasta en cerveza y en sorbetes, se economiza en las cartas; y así se puede decir de muchas otras cosas calificadas tal vez de molicie. En el ánimo del vulgo no ha menguado el deseo de ganar, pero se ha disminuido el poder de jugar.
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