
El carácter de las personas: el activo y el pasivo. El arte de agradar
Manifestar siempre en todos los casos una opinión exactamente conforme con la del interlocutor, aun cuando ésta se rectifique, constituye una disposición de ánimo determinada por muy distintas causas
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Opiniones diversas: estar de acuerdo o en desacuerdo con una opinión
Aquella urbanidad
En el infinito número de caracteres que en la colectividad humana representan una escala completa, con todos los tonos de color y con todos los matices correspondientes a cada tono, se destacan con poderoso relieve y contrastan con notable contraste dos, que figuran en los extremos de la escala, y que son, por su oposición diametral, como el blanco y el negro en la paleta de un pintor.
Esos dos caracteres representan la pasividad absoluta y la acometividad sistemática.
El primero es indisputablemente mucho menos molesto y desagradable que el segundo, si bien impone a propios y a extraños un aburrimiento y un tedio dificilísimo de soportar.
Manifestar siempre en todos los casos una opinión exactamente conforme con la del interlocutor, aun cuando ésta se rectifique, constituye una disposición de ánimo determinada por muy distintas causas.
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A veces, tal actitud obedece lisa y llanamente al deseo de evitar, no ya discusión, sino insignificantes disparidades de criterio, de juicio o de manera de ver un asunto cualquiera.
Por consiguiente, tal pasividad es la resultante de pereza en el pensar, en el sentir y aun en el expresar; pereza que rehúye el preguntar y el responder, y el formarse idea exacta acerca de un asunto, ya sea sobre el mal o sobre el bien, sobre lo justo o sobre lo injusto, sobre lo delicado o sobre lo grosero.
Un carácter de esta naturaleza, indiferente a todo y poco sensible a cuanto no sea su comodidad, es carácter muerto, sin aptitud para evitar el mal y sin condiciones para realizar el bien. Indudablemente que, en el trato social, la relación con caracteres pasivos no da lugar a rozamientos, a choques ni a disgustos. Pero sin buscar estas contrariedades, es forzoso convenir en que resulta preferible la vida a la muerte, la actividad a la inercia, y sin llegar a la contradicción sistemática, apasionada y violenta, es agradable el cambio de ideas y de opiniones, siempre y cuando no se traspasen los límites de lo correcto y se llegue a la discusión acalorada. Claro que mantenerse dentro de los límites de la moderación resulta a veces difícil, pero nunca es imposible conseguirlo; para lograrlo basta con no creerse infalible en ningún caso y con no tener el orgullo exagerado de suponerse muy superior en entendimiento y en cultura a todo el mundo.
Con los caracteres pasivos se pueden sostener relaciones amistosas, pero de amistad muy superficial, que jamás llega a ser íntima.
No hay modo de intimar con persona que siente poco, piensa poco y tiene por único vocabulario la frase amén.
Los amenes sistemáticos cansan, impacientan y aun llegan a molestar.
La pereza del entendimiento y de la voluntad resulta insoportable. La vida no es posible entre un montón de ceros sin valor.
El polo diametralmente opuesto al que señalado queda es el carácter discutidor, pronto a la acometividad.
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Tal carácter lleva consigo inconvenientes mucho más graves que el anterior, pero tiene la ventaja de que, a poco que se le reforme o modere, resulta más agradable para el trato y más útil para sí y para los semejantes.
El defecto del carácter discutidor sistemático consiste en una vanidad inmensa, que da al que lo posee la convicción de que es infalible, de que sus juicios son los mejores y de que los que se atreven a contradecirlos son espíritus vulgares o entendimientos romos.
El que llega a creerse infalible se estima como oráculo, y, cuando habla, quiere que sus frases sean recibidas como sentencias inapelables. ¡Ay de los que se permitan formular observaciones!
Los calificativos más duros y las apreciaciones más mortificantes caerán sobre los que se atrevan a impugnar dichos o hechos del oráculo.
Para las personas tolerantes es violento tener que resignarse sin protesta a aceptar la imposición de opiniones que no comparten. Para las personas menos tolerantes, el trato con un discutidor es peligroso, por cuanto da margen a roces y a choques sensibles.
Las madres, que son las maestras del alma de los hijos, deben procurar cuidadosamente enderezar las inteligencias y las voluntades infantiles hacia ese suspirado término medio, asiento de la virtud.
A ellas les toca estimular al niño para que juzgue bien y razone con sensatez, y a ellas les toca hacerles ver que es imposible discutir siempre y tener siempre razón.
Y, en último resultado, cuando las circunstancias no permitan llegar en la educación del carácter al justo medio, téngase siempre en cuenta que es preferible la educación a la instrucción, y que, en definitiva, valen más los buenos que los sabios.
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