El juego en sociedad. II.
El juego es, como la mesa, una piedra de toque de la educación.
Cuando un jugador que ha perdido deja la partida al mismo tiempo que el que ha ganado, no le mostrará en sus palabras ni acciones el menor desabrimiento.
Otros juegos hay que aunque han caído algún tanto en desuso, sirven de mucho recurso para sostener la animación en las tertulias de confianza; tales son los de prenda, las charadas, las palabras de dos sentidos, etc. Para jugarlos bien se necesita una educación muy fina y un tacto social muy exquisilo, porque también en ellos se pone en acción el amor propio, y es preciso estar en guardia para dominar sus ímpetus.
Una sociedad escogida preferirá siempre los de imaginación, y aquellos en que se ejercita la memoria; pero en éstos es preciso no olvidar que tan necia es la excesiva timidez como un alarde de saber intempestivo; y por último, que siendo mera diversión, es preciso no trocarlos en palenques escolásticos, en donde se disputa por un error de ortografía y se ridiculiza a un individuo por la mas ligera falta de pronunciación.
Hay casi siempre en sociedad personas empalagosas que quieren dominar y dirigirlo todo, lo cual las hace ser insoportables. Se puede proponer un juego y dar su parecer; pero de ninguna manera imponerlo a pesar de la repugnancia general. Además, hay juegos muy lindos en teoría y fastidiosos en la práctica, mucho más si la mayor parte de los concurrentes los desconocen o no se adaptan bien a sus circunstancias.
Cuando son juegos en que cada uno toma el nombre de alguna otra cosa, importa no dar nombres desagradables, y mucho menos si la persona es fea.
Las penitencias son la parte más vulnerable de estos juegos. La señora que las imponga, necesita atender a la modestia, al decoro y a la complacencia, no imponiendo ninguna desagradable para el que la ejecuta y repugnante para los demás.
Cuando en las palabras de dos sentidos, o en los refranes, no saliéramos airosos en nuestro empeño, cuidaremos de no mostrar el menor disgusto. La sociedad es inclemente en general, y no se compadece de los secretos disgustos del amor propio, sino que los espía, los descubre y los convierte en armas de ridículo con que hiere de nuevo a los que sufren. Es, pues, muy necesario no dejarla entrever nuestra secreta pena.
Si por el contrario, se nos aplaude, al principio nos mostraremos sorprendidos, casi confusos, y luego indiferentes, porque este es el mejor medio de desarmar la envidia.
Y á propósito de esto, diremos que los elogios exagerados suelen ser siempre de muy mal género en la buena sociedad, pues es el medio más infalible de dar una actitud estúpida aun al hombre de más talento.
Hay personas que contraen la necia costumbre de elogiar con encarecimiento, y prodigar sus elogios sin tino, con lo cual convierten lo que debe ser un agasajo en intolerante burla, y colocan a la persona elogiada en una posición muy embarazosa.
De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso, y todo elogio que no sea dado con tacto, oportunidad y finura, ni puede ser agradecido ni consigue el objeto de agradar.
Los jóvenes deben desconfiar mucho de estos elogiadores de profesión, y contestarles con modesta indiferencia.
Hemos hablado ya de todas las clases de reuniones agradables que pueden ocurrir en el trato social, y concluiremos dando algunos consejos sobre los bailes de máscara.
Respecto a estos, las personas de descuidada educación creen que el disfraz las autoriza para presentarse mal vestidas, y usar acciones y palabras indecorosas.
Otras creen que el cubrirse la cara les da permiso para desenfrenar sus pasiones, y van al baile con el malévolo objeto de insultar, y promover chismes que pueden traer consecuencias incalculables y espantosas.
Al instante se conoce la máscara fina, y ésta obtiene tanto partido, como en los bailes particulares la más hermosa.
Inexpertas jovencillas, portaos siempre en los bailes de máscara como si a cada instante se pudiese caer vuestra careta y dejaros descubierto el semblante. No os dirijáis jamás a esos templos del placer con la intención de sembrar el llanto y la discordia, y si la bondad de vuestra alma no os contiene, baste a conteneros la facilidad de que os descubran mil indicios y que tengáis que ruborizaros al día siguiente.
Que la modestia y el decoro os acompañen siempre, como deben acompañaros en todas las acciones de vuestra vida.
Tampoco los caballeros están autorizados en manera alguna para propasarse, ni insultar a las máscaras, ni dejar de tener aquellas finas atenciones que merecen las señoras.
¡Cuántos han sufrido grayisimos disgustos por no guardar a las máscaras todas las consideraciones que hasta cierto punto les son debidas!
Pensemos que todos se han adornado para buscar un rato de solaz, y que es una crueldad amargarlo con nuestra impertinencia.
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