
De la sociedad de las mujeres. Parte I.
Para escribir acerca de las mujeres era preciso mojar la pluma en los colores del arco iris.
De la sociedad de las mujeres.
Ha dicho un filósofo que para escribir acerca de las mujeres era preciso mojar la pluma en los colores del arco iris, y usar en lugar de tinta, polvos de las alas de las mariposas; pero no se trata aquí de escribir sobre las señoras particularmente, sino solo con relación a los hombres. Procuremos, pues, tratarlas con aquella delicadeza que jamás las hiera, pero sin que por eso dejemos de decir las maravillas y tesoros que encierran.
La sociedad de las mujeres es dulce, pero exige tantas atenciones y miramientos, y son necesarias para adquirir su estimación tantas cualidades, que no es raro ver a infinitos hombres que no pueden doblegarse a todas las circunstancias, y que abandonan el empeño por no tomarse un poco de trabajo. Los hombres de mundo fácilmente vencen estas dificultades y consiguen adquirirse su gracia, haciendo que les hablen y se descubran como son en sí mismas.
El primer cuidado de un hombre que entra en una tertulia o sociedad donde hay señoras, ha de ser el tributar sus homenajes primeramente a la dueña de la casa; se debe adelantar hacia ella, decirla algunas palabras, y retirarse pronto, de modo que no parezca que trata de apoderarse exclusivamente de su favor, sino que todos los demás a la vez disfruten del que les dispensa. En seguida, debe saludar a las personas, sus conocidas, pero sin demasiada ostentación, evitando el llamar la atención de todos sobre su persona.
Como las mujeres en general se ocupan bastante en su tocador, y confían mucho en el efecto que produce, debe alabárselas sobre su buen gusto, ya ponderando la elegante caída de un pañuelo bien puesto, ya la de un rizo hecho con delicadeza, sin que jamás parezca que sabemos más que ellas sobre este artículo; y solo para dar a entender que no está uno totalmente privado de los conocimientos y gracias de un tocador, e infieran de esto que no han malogrado los cuidados que se han tomado en agradar. La indiferencia que manifiesta un hombre respecto al prendido de una mujer la ofende desde luego, pues viene a ser como una sátira indirecta de los cuidados que ha puesto en adornarse, y que regularmente mira como una falta de atención.
"Todas las mujeres tienen un derecho igual a nuestra urbanidad y miramientos"
Un hombre de mundo debe estar siempre sujeto a los mandatos de las damas, procura adivinar sus deseos, y aun se complace en prevenírselos. Es verdad, que ya no estamos en el tiempo de la caballería en que se rompían lanzas por la mayor hermosura de su dama y en que un caballero subiendo el primero a una muralla exclamaba: ¡Ah, si mi señora me viese! No obstante, son siempre reinas en el mundo social, y cuando mandan y aun cuando desean, es necesario obedecer. Repetimos que no debe jamás darse una preferencia exclusiva, y que todas las mujeres tienen un derecho igual a nuestra urbanidad y miramientos. Un hombre de una urbanidad dudosa satisface su gusto y su deseo llenando de atenciones a las jóvenes y hermosas; pero un hombre verdaderamente bien educado no hace jamás esta distinción grosera; por encantos que tenga para con él la juventud y la belleza, no desdeña por eso a una mujer de edad, no se aleja de una mujer fea; al contrario, se desvela a su lado y aun considera que el cumplimiento de este deber no deja de hallarse una satisfacción. Nada tienen que ver las arrugas de una mujer que ha pasado su vida en el mundo con su talento, que no envejece jamás; pues ha observado, ha visto mucho, y su conversación es tan instructiva, como divertida. Se ha de considerar, además, que una mujer fea tiene tanto deseo de agradar como la más hermosa; conoce muy bien que su exterior puede tener ascendiente, y siempre procura que la gracia, la instrucción o el agrado suplan en ella las cualidades físicas que la faltan.
En general, las mujeres feas son instruidas y agradables; suelen procurar que su conversación sea animada, variada y chistosa, puesto que no pueden sacar ventaja de la armonía de sus facciones; no suelen tener aquellos caprichos desdeñosos con que pretenden señalarse las hermosas; tampoco afectan al amor, y sin embargo, le inspiran con mucha frecuencia, pero suelen ser heroínas en amistad. Experimentan y nos hacen experimentar todos sus hechizos y toda la dulzura de esta pasión de las almas sencillas que, sin querer calumniar, no la encontramos de hombre a hombre tan dulce, sincera y satisfactoria como la que nos inspira una mujer.
Una mujer fea es la confidente natural de todos los secretos amorosos; se parece a un terreno neutral en donde se va a tratar de la guerra que se quiere hacer a otro país. Hemos conocido a una mujer fea, pero llena de talento y gracia que era la confidente de un joven muy enamorado de una hermosa, y que aunque no experimentaba todos los rigores posibles, tenía que sufrir todos los caprichos y antojos de coquetera que es capaz de inventar una mujer para desesperar a un amante. La tal señora recibió en su tertulia a entrambos, y con frecuencia el amante dejaba que se marchase la concurrencia, y de silla en silla con la dueña de la casa la contaba sus cuitas.
- De la sociedad de las mujeres. Parte I.
- De la sociedad de las mujeres. Parte II.
- De la sociedad de las mujeres. Parte III.
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