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Los manuales de buenas costumbres. I.

Los principios de la urbanidad en la ciudad de Mérida durante el siglo XIX.

Universidad Autónoma de Yucatán
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Los manuales de buenas costumbres.

Durante el siglo XIX floreció en México un conjunto de obras de carácter social que pretendía normar los valores, actitudes, comportamientos, gestos, etc., con la intención de esculpir el modelo de ciudadano moderno. En efecto, los manuales de buenas costumbres, o de urbanidad, contribuyeron a establecer los ideales morales y de conducta que los hombres debían cultivar en la sociedad. La regulación del patrón de comportamiento, público y privado, solía identificarse con la firme convicción de que los hombres arrogados a tales principios favorecerían la edificación de una sociedad culta, moderna y progresista, divorciada de las maneras impropias de las sociedades atrasadas.

Introducción.

Los manuales de buenas costumbres representaron el modelo de valores que se pretendía inculcar en la sociedad decimonónica. Por este motivo, el objetivo de este trabajo consiste en analizar los mecanismos o las estrategias utilizadas por el Estado para procurar su difusión y afianzamiento social. Cabe destacar que estas prácticas fueron de carácter eminentemente laico y que, ajenas al orden religioso y a la moral religiosa, pretendieron verterse e impulsarse desde canales exentos de la influencia de la Iglesia sin que ello signifique que la moral religiosa no compartiera los mismos valores.

La proliferación de los incontables manuales de urbanidad o buenas costumbres coincidió con un periodo en el que los ideales de la modernidad, el progreso y el desarrollo social adquirieron fuerza en la sociedad mexicana. De ahí que los grupos hegemónicos del México decimonónico hayan aprehendido y favorecido el florecimiento de estos recetarios de conducta, que incluían una completa nomenclatura de rigurosas técnicas para dominar correctamente los comportamientos o listas de temas sugerentes de conversación, fórmulas de tratamiento, tipos de saludos, etc. Los también denominados libros de etiqueta constituyen una fractura de los comportamientos flexibles o aquéllos que, sin un control social, solían ser estigmatizados para desembarazarse de las fórmulas sociales que demandaban que las costumbres se cultivarán en los renglones más altos de la moralidad, la cultura y la civilidad.

La importancia de estos manuales también se advierte en las nuevas necesidades culturales de la sociedad meridana decimonónica. Desde el último tercio del siglo xix comenzó a experimentarse un extraordinario desarrollo económico gracias a la producción, comercialización y exportación de la fibra del henequén. El desarrollo económico contribuyó al afianzamiento social y económico de una parte de la sociedad; una élite que asumió el papel de portadora de los valores de la sociedad que pretendía emular los comportamientos y prácticas compartidas en los países considerados modernos. De ahí que los manuales se convirtieran en estandartes de la civilidad o representación del mecanismo que determinaba las rupturas de las prácticas consuetudinarias para favorecer un culto a lo bello, a las formas y al ciudadano modelo, arrogado en el correcto vestir, comer, conversar y, en general, exhibir una vida progresista según los cánones de la urbanidad. La presencia de los manuales incidió, por lo tanto, en la alteración de las costumbres de aquéllos que estimaran involucrarse en un determinado nivel de aceptación social.

La intención de los manuales era la modificación del basamento ideológico impregnado en las mentalidades gracias al ejercicio de ciertas prácticas, sustituyéndolo por una representación social de acuerdo a los ideales de la civilidad. Éste es un modelo instrumentado desde la instrucción y, por supuesto, secularizado. El cambio comenzó a matizarse con los rudimentos escolares, pues el potencial de la escuela como formadora de conciencias constituía una parte fundamental del discurso civilizatorio. A través de la instrucción elemental se materializaría que los niños y los jóvenes lograran apropiarse de los valores morales y sociales, inculcándoles el gusto por el trabajo. Asimismo, por este medio también se normalizarían los gestos, actitudes y valores sociales de un nuevo modelo, ampliamente divulgado en las cartillas, catecismos políticos y manuales de urbanidad. (María Guadalupe García Alcaraz, "La distinción entre educación pública y privada", en La Tarea. Revista de Educación y cultura, núm. 16-17, 2002.).

Sin embargo, es importante apuntar que la educación, por lo general, era exclusiva de los jóvenes de los grupos sociales más acomodados; es necesario señalar que aunque hubo escuelas para el pueblo, las instituciones de enseñanza solían ser escasas, además de que el interés de estas familias se concentraba en responsabilidades de distinta naturaleza.

Los cambios sociales se representan fielmente en la imposición de los nuevos cánones de urbanidad y de comportamiento. Ante la modernización de la vida y la aparición de una moralidad social fue necesaria la aprehensión de los nuevos consumos. Los cambios en los utensilios de mesa y cocina, modas, atuendo, muebles, elementos decorativos y hasta el sentido del gusto, alteraron profundamente modales y hábitos de vida. Por este motivo, hubo traducciones de varios manuales de urbanidad de Francia, considerada cuna referencial obligada del mundo civilizado. En otros casos, algunos autores locales se dieron a la tarea de redactar sus manuales inspirándose en los de origen europeo. (Patricia Londoño Vega, "Cartillas y manuales de urbanidad y del buen tono. Catecismos cívicos y prácticos para un amable vivir", en Revista Credencial historia, núm. 85, 1997.).

Los recetarios de modales expresan una visión acerca de los intereses por materializar e instrumentar los valores de la civilidad. Por encima del origen social, el buen tono era una marca de la gente decente. La proliferación de los manuales, cartillas, catecismos y códigos de urbanidad, economía doméstica, puericultura, higiene y temperancia, tuvo una amplia divulgación. Su propósito era instruir a los lectores en materia de cultura, pues se asumía que el perfeccionamiento de las costumbres contribuía a estimular la felicidad y la educación en beneficio de la civilidad. En este sentido, no existía la necesidad, insistían los manuales, de poseer una fortuna para ser educado y tener comportamientos correctos. Los principios de la urbanidad destacaban la importancia en el arreglo de la casa, en el manejo de los criados, la mesa, la disposición de las comidas, el aseo, los bailes, las visitas, las cabalgatas, el juego, el cortejo y la boda, los restaurantes y cafés, el teatro, los viajes a caballo y en tren, en hoteles y restaurantes, el uso del tabaco, del chicle y el teléfono, las visitas a enfermos, los regalos, los maestros, las cartas, el templo y los niños. Incluso se presentaban observaciones especiales para las mujeres, más obligadas que los hombres a ser cultas, discretas y modestas. (Idem.).

 

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