La elegancia, algo más que buenas maneras. El pudor III
El pudor. El pudor es el gesto y la reacción espontánea de protección de lo íntimo que precede a la vergüenza y le da a ésta un sentido positivo de preservación
El pudor: evitar u ocultar sentimientos, pensamientos o actos
Las pocas reflexiones que anteceden bastan para confirmar que la vergüenza se suscita por la presencia en nosotros de algo que consideramos indecoroso, y en definitiva malo.
Sin embargo, aparece ya en este sentimiento un elemento más positivo: "sentir vergüenza es sentirse visto de un modo dolorosamente disminuido. La vergüenza revela el yo interior, y lo expone a la vista". Este "sentirse visto" produce una reacción espontánea por "la elevada visibilidad del yo": la "urgencia de esconderse, de desaparecer". "La experiencia de parecer transparente se crea precisamente por la sensación de estar expuesto que es inherente a la vergüenza", continúa Kaufman.
Cuando uno se siente desposeído sin su permiso de algo íntimo que pasa a ser públicamente enseñado, siente vergüenza, e incluso rabia. Sin embargo, en el sentirnos sin quererlo indebidamente "transparentes" ante los demás está operando ya ese segundo sentimiento que insinuábamos: el pudor, la inclinación a poner la intimidad a cubierto de miradas extrañas.
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El pudor es el gesto y la reacción espontánea de protección de lo íntimo que precede a la vergüenza y le da a ésta un sentido positivo de preservación. Tiene por eso una fuerte relación con la dignidad, pues acentúa la reserva de la intimidad, nos hace poseerla más intensamente, ser más dueños de nosotros mismos.
El pudor es una manifestación de la libertad humana aplicada al propio cuerpo. Autodominio significa dignidad porque implica libertad, y ésta significa ante todo ser dueño de uno mismo.
El pudor es algo así como la expresión corporal espontánea del conocido derecho jurídico a la intimidad y a la propia dignidad.
Por todo ello, la manera quizá más grave de desposeer a las personas de su dignidad intrínseca es violar su intimidad, es decir, horadarla y forzarles a manifestarla contra su voluntad, aún por medio de la coacción física o psicológica: exponerlas a la vergüenza pública y privarlas de seguir siendo dueñas y señoras de aquello que es sólo suyo: lo íntimo. Una persona violada queda reducida a la esclavitud y a una gravísima vergüenza ante sí misma: tiene dentro de sí la presencia invasora y violenta de lo extraño.
El pudor, al proteger y mantener latente nuestra intimidad (éste es su objeto), aumenta el carácter libre de la manifestación hacia fuera de lo que somos y tenemos. Lo íntimo es libremente donado porque es previamente poseído. El pudoroso es más dueño de sí, valora más el don posible de su interioridad. Incluso más la cela cuanto más rica es.
El pudor es entonces el amor a la propia intimidad, la inclinación a mantener latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser dicho, a reservar a su verdadero dueño el don y el secreto que no deben ser comunicados más que a aquel a quien uno ama. Amar, no se olvide, es donar la propia intimidad. Por eso ante el amado somos, deberíamos ser, transparentes y auténticos siempre.
Es bien sabido que la intimidad define radicalmente a la persona y que ésta es una peculiarísima y fascinante dualidad de habla y silencio, de opacidad y transparencia, de interioridad y exterioridad. La transparencia pública y total significaría, en este caso, perder toda interioridad. Esto no sólo es ofensivo para la persona, sino también imposible. La interioridad es tal porque en ella algo queda latente y silenciado para la exterioridad. El ser íntimo e irrepetible de la persona puede iluminar con su presencia unos ojos o un rostro que se vuelven transparentes y dejan ver ese fondo interior y único que a ellos se asoma. Pero ese ser siempre queda más allá, nunca es del todo exteriorizable, siempre se reserva a sí mismo para seguir iluminando ese rostro, para seguir amando a través de la mirada.
El pudor es el cerrojo que abre y cierra desde dentro el umbral por el que accedemos a la persona: no somos dueños del abrir y del cerrar del otro. Es algo que se nos da, si está justificado que se nos dé, y no podemos forzarlo; si lo hacemos estamos horadando un territorio que no nos pertenece. Si él nos invita desde el umbral, hemos de suponer que es una llamada verdadera, y que su salir pudoroso a buscarnos franquea verdaderamente la entrada a esa intimidad en la que somos invitados a habitar por vez primera.
Sin embargo, cabe preguntar: ¿hasta dónde llegan las puertas de lo íntimo? El pudor se extiende tanto como se extienden éstas. Apenas es preciso decir que el pudor incluye no sólo la interioridad espiritual o psíquica, sino también el cuerpo, pues él y cuanto a él se refiere forma parte de nuestra intimidad: el vestido, las acciones, los gestos y movimientos corporales (comer, limpiarse, etcétera). El pudor se extiende también a la casa y en general al lenguaje manifestativo, pues ambos son ámbitos de expresión de lo íntimo, siendo éste el lugar donde la persona habita consigo misma.
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Por ser el cuerpo parte de la intimidad, el pudor se muestra entonces como resistencia a la desnudez, como una invitación a buscar a la persona más allá de su cuerpo (Campanini). Mediante el acto y el gesto pudoroso, tan cercano aquí a la vergüenza, la persona expresa una negativa a que su cuerpo sea tomado, por así decir, sin la persona que lo posee, como una simple cosa, como un instrumento u objeto de deseo para el que mira impúdica o curiosamente. El acto de pudor es, en el fondo, una petición de reconocimiento, como si quien es así mirado o deseado dijera: "No me tomes por lo que de mí ves descubierto; tómame a mí, como persona".
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