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Protocolo Diplomático. Su historia y su misión. Segunda parte

No falta quien supone que un pueblo puede vivir completamente encerrado dentro de sus fronteras, alejado por completo de todo comercio político exterior, fiando su seguridad e independencia en las ventajas que le conceda su posición geográfica

Guía de Protocolo Diplomático
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Manos y mundo. Los vaivenes de la diplomacia a lo largo de la historia
Protocolo Diplomático. Manos y mundo. Los vaivenes de la diplomacia a lo largo de la historia

Los vaivenes de la diplomacia a lo largo de la historia

La Diplomacia, que desaparece con los bárbaros y renace después preparando y acompañando los períodos más brillantes de todos los pueblos; que ayuda en Francia a Luis XI a fundar la Monarquía francesa, aniquilando al feudalismo, y que ha hecho reconocer la igualdad de los Estados y su independencia, no se acerca a su fin, como pretenden muchos, sino que por el contrario, adaptándose al espíritu democrático de los tiempos presentes, responde más que nunca a su misión de paz y de civilización.

Y si se ha glosado hasta lo infinito la célebre frase de Chateaubriand, "Les diplomates s'en vont, c'est le temps des Consuls", ha sido por el culto exagerado de la retórica, que tantos errores ha sancionado; pues es sabido que, por decir o escribir una frase de efecto, se ha sacrificado muchas veces la exactitud de un concepto. Esta frase, hija de la amargura y el despecho que produjo en el ilustre escritor el desgraciado éxito de sus gestiones diplomáticas, que le obligó a dejar su cartera de Ministro de Negocios extranjeros de S. M. Cristianísima, no tiene una explicación muy fácil; porque, no pudiendo demostrar que las funciones encomendadas hoy a los Cónsules sean suficientes para mantener las relaciones internacionales, a las que no bastan la gestión comercial y notarial de estos funcionarios, habría que confiarles también la de los asuntos políticos y darles un carácter diferente, del que hoy tienen, y en este caso ya no serían Cónsules, serían diplomáticos.

¿Creía, al decir esto, que los Cónsules, tal como se consideran hoy, con las mismas atribuciones y el mismo carácter, llegarán a ser los únicos agentes que los Gobiernos envíen al extranjero? Entonces hay que suponer que el Vizconde de Chateaubriand se figuraba que su retirada del Gabinete sería tan fatal a la política del mundo entero, que herida de muerte desde aquel día, todas las Naciones establecerían el Tribunal Supremo para juzgar sus reclamaciones, o que, renunciando completamente al deseo justísimo de que todo extranjero sea considerado como nacional en el país donde resida, y dejando subsistir las leyes que en muchos Estados no le conceden ninguna ventaja ni le dispensan de ninguna carga, restablezcan el famoso "Adversus liostem aeterna auctoritas esto".

Pero lo repetimos, la célebre frase no es más que un grito de despecho; la diplomacia tiene que trabajar mucho todavía en favor de la justicia, tiene una difícil y delicada misión que cumplir, como es el franquear las fronteras al ciudadano y hacerlas insuperables al soldado; la Diplomacia que, según Jules Grenier, ha creado la igualdad entre las naciones, dándoles el sentimiento del Derecho por medio de las Misiones permanentes, sigue la vía del progreso, marchando con el siglo y sus ideas; y así como llevando a las Cámaras electivas el resultado de sus trabajos, haciendo revisar por los elegidos del pueblo sus tratados, conferencias y cuanto negocia y discute, ha suprimido las tenebrosas intrigas de la antigua Diplomacia y ha asociado al pueblo a sus proyectos, seguirá haciendo esfuerzos para imponer el culto del Derecho, base del sistema europeo y camino que debe conducir a los grandes ideales: la unión de los hombres por los intereses mutuos, unión que cimentará la paz universal, que es el gran ideal de la civilización, y por eso la diplomacia llegará a ser el baluarte de ésta y el símbolo de la paz.

Y si no falta quien supone que un pueblo puede vivir completamente encerrado dentro de sus fronteras, alejado por completo de todo comercio político exterior, fiando su seguridad e independencia en las ventajas que le conceda su posición geográfica y sin más horizontes políticos que las luchas que fomenten en su seno las discordias y ambiciones de los partidos, bastaría dar una ojeada a la historia de cada nación para convencerse de cuan absurda es esta idea, que no puede apoyarse más que en el error, algo general por desgracia, de creer que los Estados no mueren, cuando precisamente todos los que, por el orgullo y la loca vanidad que les había infundido una ciega confianza en sí propios, fueron aislándose de los demás, o han desaparecido por completo o han perdido totalmente su antiguo prestigio y preponderancia.

La decadencia y ruina del Imperio Romano, la desaparición de Grecia y del Imperio bizantino, la división de los Estados de Flandes y de Polonia, y hasta el peligro que en 1871 ha amenazado a Bélgica, demuestran bien claramente que los Estados se aniquilan y mueren, y cuando no desaparece totalmente la nacionalidad y logra reconstituirse, como en Italia, no reconquista nunca, ni la fuerza, ni el rango que ocupó en el pasado.

España, que ha marchado siempre a la cabeza de los pueblos emancipados; siendo la primera que reunió Cortes, donde tomaron por primera vez asiento diputados del estado llano (León 1188); siendo la que inauguró los grandes descubrimientos allende los mares; de las primeras que adoptaron el sistema constitucional; España, que ha sido fatal a los conquistadores; que ha visto a César pelear para defender su vida, y a José Bonaparte escaparse a caballo como un correo cualquiera, después de la derrota de Vitoria, no tiene ni ha tenido más aspiración ni más ideal que la independencia, a la que ha consagrado un culto fanático; por la independencia ha peleado ocho siglos y por la independencia lo ha sacrificado todo, pues como dice, con razón, Chateaubriand en su obra "El Congreso de Verona", en España la independencia ahoga siempre a la libertad, añadiendo que los españoles no han desplegado sus admirables cualidades más que cuando han estado unidos a los extranjeros, a pesar de que los detestan, y que si algún día formaran un solo pueblo con la Borgoñay los Países Bajos, llegarían a imponer el yugo de su dominación a Europa entera.

Después de su brillante historia de preponderancia universal, después de haber ofrecido a sus reyes unos dominios en los que no se ponía el sol jamás, España se ha dormido sobre sus laureles, sin ocuparse de las variaciones que el tiempo imprime a la vida de los pueblos, y arrullada por sus glorias pasadas, no se ha dedicado más que al estudio de la Teología, en la que siempre sobresalieron sus hijos; así que mientras los franceses se dedicaban al estudio de las leyes, los ingleses y alemanes a la filosofía y los italianos a las ciencias y artes, estudios que abren más amplios horizontes, los españoles han descuidado cuanto no se relacionaba directamente con su independencia y su religión, que han constituido siempre sus únicos ideales.

Por esta razón, y gracias a este aislamiento, que nos ha hecho incurrir en muchísimos errores y que nos ha proporcionado mil desgracias, hemos llegado solos, sin el menor apoyo ni defensa, a los momentos críticos de la decadencia.

Los cambios a partir del Congreso de Verona

Por eso, cuando en el Congreso de Verona se discutió el reconocimiento de la emancipación de nuestras colonias americanas y se reconoció su independencia en contra de nuestros derechos, tal vez porque Inglaterra había obtenido ventajosísimos tratados de comercio estipulados con aquellos gobiernos, a la sazón rebeldes, por lo que se apresuró a adoptar en su favor la doctrina de Monroe (que era realmente en este caso una intervención) reconociendo los Gobiernos de hecho, nosotros hubiéramos podido muy bien, con algún auxilio, volver en nuestro favor esta teoría, toda vez que allí lo que se discutía eran nuestros derechos; y si las ventajas comerciales concedidas a la Gran Bretaña las hubiéramos concedido nosotros, es seguro que no se habría desconocido nuestra autoridad.

En el mismo Congreso tampoco supimos impedir que la Restauración francesa quisiera adquirir fuerza y prestigio (a nuestras expensas) con la expedición del Duque de Angulema, y aceptada ésta, no pudimos sacar ningún partido de ella ni supimos aprovecharla en lo más mínimo, por encontrarnos completamente solos en el mundo.

Sin embargo, no son pocos los autores españoles que han tratado las cuestiones internacionales en obras que han sido y son aún reputadas de texto, ni han sido tampoco de los últimos; porque después de Machiavelli, Francisco Suárez con su libro "De legibus et Deo legislatore", Francisco Victoria con sus "Praelectiones teologicae", y Baltasar de Avala con su "De jure et officiis belli", en el siglo XVI, fueron los primeros que se ocuparon de estas complicadas cuestiones; D. Cristóbal Benavente y Benavides, con sus "Advertencias a Principes y Embajadores" (1643); D. Antonio de Vera, con su obra "El Perfecto Embajador", traducida al francés por Lancelot (1709), y Abreu, en 1746, con su "Tratado juridico-político sobre las presas marítimas" y su Colección de tratados de paz, no menos completa que la publicada en 1740 por Bertodano. y D. José de Olmeda con sus "Elementos del Derecho público de la paz y de la guerra" (1771), abrieron el camino por donde les han seguido en 1800; Marín, con su "Derecho natural y de gentes", en 1802; R. L. de Don y de Bassols, con "Las Instituciones del Derecho público general", en 1849; Antonio Riquelme con los "Elementos de Derecho político internacional", etc., hasta nuestros días, en que D. Pedro López Sánchez, D. Ignacio Negrín y D. Nicasio de Landa, han publicado respectivamente "Elementos de Derecho internacional público", "Estudios sobre el Derecho internacional marítimo" y "El Derecho de guerra conforme a la moral". Pero siempre dedicados a los estudios teológicos, siempre preocupados de nuestra independencia, aborreciendo instintivamente cuanto podía venir de fuera, hemos tomado una parte bastante limitada en los grandes debates de Derecho internacional, en que las doctrinas de los alemanes y de los ingleses han ido echando las bases para la gran codificación del Derecho de gentes.

En Francia, Domat (1625) inauguró la serie de obras de Derecho internacional con su "Derecho público", siguiéndole después Barbeyrac, Durnont, Rousset de Missy, Montesquieu, Mably, Valin, Emerigon, Pothier, Real, Koch, Savigny, Rayneval, Jouffroy, Donay, Flassans, Brentano, Sorel, Pardessus, Boulay-Paty, Hautefeuille, Cauchy, de Cussy, Clercq, Vallat, Frank, Ortolan, Renauld, Cogordan, Billot, Pistoye et Duverdy, Massé y otros; pero ya los holandeses habían lanzado las teorías principales del Derecho, siendo el primero Grocio (1583), con su "Mare liberum", combatido por el inglés Selden (1584), en su libro titulado "Mare clausum"; a Grocio siguieron Wicquefort. Kuricke, Bynkershoek y Spinosa; un discípulo de Grocio, Puffendorf (natural de Chemnitz, Sajonia), en 1692, publicó su obra "De jure naturae et gentium", y los alemanes Zentgrof, Leibniz, Rachel, Breslau, Heinecke, J. J. Moser, F. C. Moser, Jorge Federico Martens, Kant, Hegel, Klüber, Carlos Martens, Heffter y Bluntschli, continuaron discutiendo la ciencia del Derecho, combatidos y refutados a veces por los ingleses J. Selden, Hobbes, Zouch, Cumberland, Bentham, Mackintosh, Horne, Hall, Ward, Creasy, Phillirnore, Twiss. Duer, Wildam y Dicey.

Los Estados Unidos de América, apenas constituidos, tomaron parte en este certamen, y desde Wheaton y Warden; Kent, Story, Wharton, Woolsey, Field y Halleck, publicaron después obras notabilísimas; Italia misma, que desde 1527, época en que murió Machiavelli, hasta Lanfredi, Galiani y Domenico Albert Azuni (1760 a 1785), estuvo retraída de esta discusión, en los tiempos presentes ha reconquistado todo lo perdido durante su largo silencio, con las obras famosas de su gran hombre de Estado el Sr. Pascual Estanislao Mancini, quien con su libro "Sulla vocazione del nostro secólo per la riforma e la codificazione del Diritto delle genti" y sus conferencias sobre el Derecho internacional, ha seguido al Sr. Rocco, que en 1858 publicó un "Tratado de Derecho" con arreglo a las leyes de las Dos Sicilias.

A Mancini han seguido los profesores Carnazza Amari, Esperson, Casanova, Fiore, Palli y Pierantoni, el profesor ruso F. Martens, y finalmente, el portugués Pinheiro-Ferreira, con sus comentarios a Martens y a Wattel, y su Curso de Derecho público; los americanos Bello y José María de Pando; el belga García de la Vega, y otros insignes escritores, todos han procurado ilustrar las leyes que deben regir las relaciones internacionales de los pueblos civilizados.

 

 

Nota
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