Origen de las reuniones y conversaciones. III
Hay hombres que leen para exponer sus ideas en las conversaciones, y otros para no parecer ignorantes de las cosas más triviales
El origen de las reuniones y conversaciones
Aquella urbanidad
En una reunión de personas, que se estimen y amen, crece el sentimiento de la fuerza que se necesita en medio de las vicisitudes sociales, porque conociendo cada una las disposiciones comunes aplica en su entendimiento las fuerzas de todos a sus necesidades particulares. La reunión le asegura que en caso de una calumnia encontrará defensores, y en caso de una desgracia no le faltarán protectores; si es inexperto tendrá consejeros, y si sufre dolores habrá quien compartiéndolos se los disminuya. Esta habitual convicción obra contra los vagos temores que nacen de la imaginación o provienen de la enemiga. Probablemente este es el motivo por el cual los pueblos que dedican mucho tiempo a las reuniones y conversaciones, no suelen tener mucha inquietud para el porvenir, de lo cual podrían encontrarse ejemplos en Venecia y en Paris.
La lectura se convierte en pasión
Hay hombres que leen para exponer sus ideas en las conversaciones, y otros para no parecer ignorantes de las cosas más triviales. La lectura que comienza por vanidad y contínua por costumbre, se transforma en pasión y señorea otros gustos de menos provecho. El que lee para entretenerse inocentemente o para instruirse, roba horas a la corrupción, a la cual quizás le roba también capitales para la compra de los libros que necesita. Los gabinetes de lectura son una consecuencia del espíritu social del pasado siglo, y en ellos se procura a todos un medio de instrucción sin dispendio. No todos pueden leer todos los libros, pues cada uno tiene que limitarse a su esfera; mas en la conversación, los libros leídos por uno se convierten en medios de instrucción para los otros, y en caso de necesidad, en un cuarto de hora proporciona el fruto de la lectura de diez horas.
Si en las disputas que de las conversaciones suelen originarse, los dos contendientes quedan cada uno con su opinión, la influencia de las disputas sobre las opiniones no deja por esto de ser real, porque los oyentes desinteresados forman su juicio acerca de las razones alegadas por cada uno de los disputantes. La voz, el gesto, el tono de los dos hacen más agudos, si así puede decirse, los rasgos de su talento, y se imprimen más profundamente en la memoria de los presentes. El disputador que no tiene razón y que en la cuestión ha cerrado los ojos a la verdad, no conserva su obstinación cuando a sangre fría reflexiona, y muchas veces se arrima al modo de pensar de su adversario.
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En una conversación general, el que habla se ve rodeado de una especie de auditorio que le anima y sostiene, y esta circunstancia da al espíritu mayor actividad, a la memoria más firmeza, más penetración al juicio, y señala a la fantasía límites que no le permiten ir divagando. La necesidad de hablar claramente le obliga a prestar alguna atención al estilo y a exponer con orden las ideas, el deseo de ser benevolamente escuchado le sugiere todos los recursos de elocuencia de que es capaz la conversación familiar; de suerte que por todo lo dicho, la conversación es la primera y la mejor escuela para los hombres que se disponen a fin de hablar en público.
La soledad no estimula la habilidad de la conversación
Al contrario, el hombre que vive solitario en su gabinete, sin estímulo para que sus ideas pasen al ánimo de otros, no viendo al adversario delante de sí, y no teniendo objeciones que combatir, quizás nunca aprenderá aquel delicado arte que sabe convencer sin agriar el amor propio, y que con gracia obliga a la pereza de los demás a dedicarse al examen de una preocupación, hiriéndole con alguna ocurrencia viva. Por otra parte siempre consigo mismo y sin objetos de comparación, dispuesto a considerar cual un descubrimiento cada idea que se le presenta, libre de las luchas de sociedad que tan prontamente dan a cada uno la medida de sus fuerzas, se inclinará a formarse una idea exagerada de su talento y a imponer sus ideas con aire imperioso y ofensivo. El estudio de los libros es un movimiento lánguido que no ejercita, no agita, no inflama el entendimiento como la conversación.
El deseo de agradar a los demás dulcifica la natural rudeza del hombre, y este deseo se desenvuelve y anima en las conversaciones, y el hábito de expresarlo forma el hábito de sentirlo. Finalmente son muchos los que juzgan del mérito de una persona por su manera de conversar, y no se ocupan de avalorar sus buenas o malas cualidades contentándose con juzgarle por las ideas que en la conversación emite, por lo cual es preciso entrar en la sociedad, puesto que los hábitos del buen decir no pueden adquirirse en la soledad de un gabinete.
Cuando los hombres se reúnen para conversar, se forma entre ellos una opinión que condena las acciones nocivas a todos o a alguno de los congregados, y todos se ven forzados a ocultar los afectos irregulares que quizás fermentan en su ánimo. Y como aquel que no tiene virtudes quiere mostrar al menos la apariencia de ellas, si alguno de los reunidos tiene fama de vicioso, la vanidad de los demás no tarda en reunirlos para arrojarlo de su congregación, a fin de que no se derrame la voz de que lo toleran o lo aprueban. De donde resulta, que al paso que crece el deseo de participar de los placeres de la conversación, se aumentan los motivos para despojarse de los vicios que la conversación condena.
Desacreditando los vicios ajenos cada uno se figura dar pruebas de tener la virtud contraria a ellos, y por esto en las conversaciones se zahiere la conducta de los extraños o ausentes; todos se ríen de las humillaciones a que está condenado un adulador; todos hablan con horror de la traición; todos explican las circunstancias que agravan un delito; de las reuniones sale la voz que llama las miradas del público hacia un magistrado corrompido, hacia un juez venal, hacia un administrador infiel, y así de los otros.
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