Calidades esenciales del hombre urbano.
El amigo puede solicitar del poderoso, aunque sea con instancia y empeño, un empleo o una gracia para el amigo.
Calidades esenciales del hombre urbano.
Una de las primeras calidades del hombre urbano es el interesarse por la suerte de sus semejantes. Se apresura a prodigar los socorros cuando conoce que los necesitan, pero no por esto se entromete curiosamente en los negocios de sus protegidos; se limita a los ofrecimientos generales que cumple con placer, si lo exigen las circunstancias.
El amigo puede solicitar del poderoso, aunque sea con instancia y empeño, un empleo o una gracia para el amigo. Hay sin embargo personas indiscretas que piden cosas imposibles o injustas y se ofenden de la negativa. La historia cita en esta a un cierto Rutilio, a quien dijo su amigo con resentimiento: ¿De qué me sirve tu amistad, si no haces lo que te pido? El romano le respondió con el mismo tono: ¿Y qué me importa la tuya, si para conservarla debo obrar contra las leyes de la virtud?
El hombre urbano, aun cuando no pueda acceder a lo que se le pide, se muestra afable y complaciente. No omite razón alguna que sea capaz de probar la buena voluntad; procura con la mayor atención y delicadeza suavizar la negativa y hacer ver que se halla obligado a proceder contra sus propios deseos. Su contestación, por fin, deja casi tan satisfecho al desairado y como si obtuviera el beneficio.
La Urbanidad no hace aguardar mucho tiempo los favores. El benéfico con agrado merece doble gratitud. ¿Se necesita algún consejo? No se encuentra en el hombre urbano aquella afectación de una gravedad imponente que confunde y desconcierta; antes al contrario, escucha, medita, y en su respuesta hace ver que se interesa en todo por nosotros, porque la benevolencia es la base de la urbanidad. Esta virtud que emanan de un alma noble, nos inclina a hacer felices a cuantos nos rodean; infunde en nuestros modales, en nuestras expresiones un tono afectuoso, y proscribe todo lo que puede suscitar en los demás, recuerdos penosos y aflictivos. Por ella toleramos las opiniones que no son las nuestras, y nos guardamos bien de humillar a los que se creen hombres de mérito.
"Las personas urbanas, cuando en su casa se comete alguna falta, aparentan no observarla o la advierten con finura al que la ha cometido"
Si logramos alguna dicha inesperada, todos corren a darnos el parabien, nadie se acerca a nosotros si no es con semblante risueño, y este gozo exterior aumenta nuestra satisfacción. Sabemos, por el contrario, que a un amigo le ha sucedido alguna desgracia o se halla en brazos de la aflicción: nos reunimos con él, tomamos parte en su infortunio, nos esforzamos por consolarle, y no hay cosa que le disponga tanto a ello como las señales de dolor y de tristeza que percibe en los amigos que le rodean; le enternece la amargura de que los ve penetrados, y este sentimiento logra aligerarle un tanto el peso de su corazón.
Las personas urbanas, cuando en su casa se comete alguna falta, aparentan no observarla o la advierten con finura al que la ha cometido, para evitarle el rubor y la confusión que podría resultar de la publicidad. En estas casas se está siempre seguro de encontrar criados corteses, porque el amo ordena que sus amigos sean recibidos con la misma distinción que se dispensa a su propia persona. La Urbanidad exige que, en cuanto pueda conciliarse con la razón, todo sea común entre los amigos, y que cada cual se esfuerce por conformarse con el gusto de las personas, en cuya reunión se encuentra. La Urbanidad, en fin, no está satisfecha, si todo en torno suyo no respira comodidad, gracia y nobleza.
Cuando el hombre urbano se halla en compañía de algún superior, no se abandona a un pueril orgullo para eximirse de las atenciones que el uso ha establecido. Muy circunspecto entonces guarda un ademán más grave, pero acompañado de aquella serenidad propia de un alma virtuosa, que nunca se desmiente y siempre se complace en donde se encuentre. Esta virtud, pues, tan recomendable, al paso que aleja de nosotros toda exterioridad exagerada o postiza, siempre incómoda a los superiores; y excita nuestra vigilancia para cuanto pudieren apetecer de nosotros.
Cuando viene el caso de obedecerles, se hace con el mayor celo; cuando nos dan consejos, se reciben con la expresión más atenta, y si sucede que no seamos de su dictamen, nos valemos de razones tan bien apoyadas, las expresamos en términos tan comedidos, acompañándolas de gestos y de movimientos tan respetuosos, que logramos, por fin, que nos atiendan, haciendo triunfar la justicia y la razón.
Pero, al mismo tiempo que el hombre urbano emplea el arte para manifestar sus sentimientos, es incapaz de faltar a la verdad. Conservando siempre su dignidad en medio de sus demostraciones de benevolencia, nunca se envilece con la adulación. Absteniéndose así de alabanzas insulsas como de críticas indiscretas, conserva un medio laudable entre la falsedad propia de un alma baja y la bronca franqueza que siempre ofende. Argúyese de esto que el hombre verdaderamente urbano debe ser a la vez, hombre de bien, fino y caballero.
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