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Los encuentros entre personas.

Si alguien le viniere al encuentro en la calle que sea o venerable por su vejez o reverendo por religión o grave por su dignidad o por algún otro modo digno de honras, tenga presente el niño cederle el paso, descubrirse respetuosamente la cabeza, plegando un poco también las corvas.

De la urbanidad en las maneras de los niños. De civilitate morum puerilium
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Los encuentros entre personas.

De los encuentros.

Si alguien le viniere al encuentro en la calle que sea o venerable por su vejez o reverendo por religión o grave por su dignidad o por algún otro modo digno de honras, tenga presente el niño cederle el paso, descubrirse respetuosamente la cabeza, plegando un poco también las corvas. Pero que no piense aquello de "¿A mí qué con un desconocido? ¿Qué tengo que ver con uno a quien nunca le he debido un favor?"; no se tributan esas honras al hombre, no a los merecimientos, sino a Dios: así Dios lo ha mandado por boca de Salomón, que mandó ponerse en pie ante las canas; así por medio de Pablo a los ministros de la Iglesia dispone que se les muestre honor doblado, en suma que se les rindan honras a todos a los que honra se les debe, abarcando también a la autoridad civil; y si el Turco (no lo quiera Dios) llega a mandar sobre nosotros, hemos de pecar si le negamos a esa autoridad el honor debido.

De los padres, a todo esto, nada digo, a los que a seguido de Dios se les debe el honor primero; y no menor a los preceptores, que las mentes de los hombres en cierto modo, según las forman, las engendran.

En fin, entre los iguales debe tener su lugar aquello de San Pablo de "adelantarse uno a otro en rendir honor". El que a un par suyo o a un inferior en hacerle honra se le adelanta, no por ello queda él más bajo, sino más civil, y por ello más honrado.

Con los mayores ha de hablarse respetuosamente y con brevedad; con los iguales, amigable y complacientemente.

Mientras se está hablando, sostenga el gorro con la izquierda, colocada la derecha ligeramente sobre el ombligo, o bien, lo que se tiene por más decoroso, que el gorro, suspendido sobre ambas manos juntas, con los pulgares salientes, cubra el sitio del empeine. El tener un libro o el sombrero bajo el sobaco se tiene por un tanto pueblerino.

Haya vergüenza en el ademán, pero tal que honre, no que le vuelva a uno un pasmarote. Miren los ojos a aquel a quien estás hablando, pero cándidos y apacibles, no mostrando en sí nada atrevido ni maligno. Abajar los ojos por tierra, como hacen las bestias del Nilo que llaman catóblepas, sospecha de mala conciencia trae consigo. Mirar de través parece propio de quien trata con desvío. Volver de acá para allá la cara es prueba de ligereza.

Indecoroso es, a tal propósito, hacer la cara mudarse en diversas trazas, de modo que ahora se frunza la nariz, ahora se contraiga la frente, ahora se levante el sobrecejo, ya se contorsionen los labios, ya se deje abierta la boca, ya se ponga apiñada: tales muecas arguyen de un alma semejante a la de Proteo.

Indecoroso es también aquello de echar al vuelo la cabellera sacudiendo la cabeza, de toser sin motivo, de carraspear, así como también arrascarse la cabeza con la mano, escarbarse los oídos, sonarse la nariz, acariciarse la cara, que es gesto de quien se está limpiando de vergüenza; frotarse el cogote, encogerse de hombros, cosa que vemos en algunos italianos; negar meneando la cabeza o llamar a alguien recogiéndola, y por no ir recorriéndolos todos, hablar por gestos y por muecas, así como a veces está bien en un hombre, menos bien le está a un niño.

No es de bien nacidos hacer aspavientos con los brazos, gesticular con los dedos, oscilar sobre los pies, en una palabra, hablar no con la lengua, sino con el cuerpo entero, lo que se cuenta que es propio de las tórtolas o las pizpitas y no muy alejado de las maneras de las urracas.

La voz sea lene y apacible, no estruendosa, que es propio de campesinos, ni tan apagada que no llegue a los oídos de aquel al que le hablas.

El hablar no sea precipitoso ni tal que corra delante del pensamiento, sino lento y desahogado. Esto además el tartamudeo de nacimiento o premiosidad de habla, si no lo suprime del todo, al menos en buena parte lo mitiga, mientras que un hablar precipitado a muchos les ocasiona un defecto que natura no les había dado.

En el curso de la conversación repetir de vez en cuando el título honorífico de aquel a quien interpelas es de urbanidad. Nada más honorífico, nada más dulce que las palabras de "padre" y "madre"; nada más amable que el nombre de "hermano" y el de "hermana". Si se te escapan los títulos particulares, todos los hombres letrados han de merecerte consideración de preceptores; todos los sacerdotes y monjes, de padres reverendos; todos los iguales, de hermanos y de amigos; en suma, todos los desconocidos, de "Señor"; todas las desconocidas, de "Señora".

De boca de un niño cosa fea de oír es un juramento, ya sea en broma, ya en serio. Pues ¿qué hay más feo que esa usanza según la que en algunos pueblos a cada tres palabras sueltan un juramento hasta las niñas, jurando por el pan, por el vino, por la candela y por qué cosa hay que no?

A los dichos obscenos ni les preste su lengua el niño bien nacido ni sus oídos les acomode. En fin, cualquier cosa que sea deshonestidad desnudarla a los ojos de los hombres, indecencia es metérsela en los oídos. Si la ocasión exige que haya de mencionarse algún miembro pudendo, indique la cosa por verecundo circunloquio; asimismo, si viene a cuento algo que pueda producir náusea al que oye, como es que haya uno de referirse al vómito o a la letrina o a los excrementos, anteponga una fórmula de "con perdón de los oídos".

Si algo que se oye hubiere de refutarse, guárdate de decir "No es verdad lo que cuentas", sobre todo si está uno hablando con alguien de cierta edad, sino, tras haber antepuesto una fórmula de venia, dígale: "A mí me lo ha contado Fulano de otro modo".

El niño bien nacido con nadie se enzarce en disputa, ni aun con sus iguales, sino antes bien cédale al otro la victoria, si la cosa llega al punto de la riña, o remítalo a un árbitro.

No se ensalce a sí mismo sobre nadie; no se glorie de sus cosas; no censure la conducta de ninguno; de nación alguna vitupere el carácter o costumbres; no divulgue nada que en secreto se le haya confiado; no ande esparciendo rumores novedosos; no denigre la fama de nadie; a nadie le eche en cara un defecto que de natura ha recibido, pues esto no es injurioso sólo y poco humano, sino además necio, como si uno a un tuerto lo llama tuerto, o a un patizambo patizambo, o a un bizco bizco, o a un bastardo bastardo.

Sucederá con tales procederes que alcance alabanza sin malquerencia y se gane amigos.

Interrumpir al que está hablando antes de que termine con su cuento es inurbano. Con nadie se trabe en porfías, muestre a todos gentileza, mas a muy pocos, sin embargo, acoja en su trato más íntimo, y aun ésos con discernimiento.

A ninguno, con todo, le confíe lo que quiera que callado quede, pues es ridículo esperar de otro una fidelidad en el silencio que tú mismo no te guardas; y nadie hay tan continente de lengua que no tenga algún otro a quien comunicarle lo secreto. Pero lo más seguro de todo es no dar en ti cabida a nada de lo que te haya de dar vergüenza si sale a luz.

De los asuntos ajenos no seas curioso, y si algo por ventura vieres u oyeres, procura no saber lo que sabes.

Una carta que a ti no se te ha entregado, mirarla de reojo es poco cortés. Si por caso alguien delante de ti abre su escribanía, retírate, pues poco urbano es mirar a nada, menos urbano manosear alguna cosa.

Asimismo, si te apercibieres de que entre algunos está entablándose una conversación algo secreta, quítate de delante con disimulo, y en tal manera de conversación no te metas sin que se te llame a ello.

 

Nota
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