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La urbanidad de la frente, de las cejas y de las mejillas.
Al comer hay que hacerlo de tal modo que los carrillos no se inflen, y es totalmente contrario a la educación tener al mismo tiempo los dos carrillos llenos.
La urbanidad de la frente, de las cejas y de las mejillas.
Es muy indecoroso arrugar la frente; de ordinario es señal de espíritu inquieto y melancólico, y hay que tener cuidado de que en ella no se manifieste rudeza, sino cierto aire de cordura, dulzura y benevolencia.
El respeto que se debe tener hacia los demás no permite, cuando se habla de alguien, darse unos golpecitos en la frente con la punta del dedo, para indicar que es persona de ideas fijas y testaruda; ni golpear con el dedo encorvado la frente de otro, para dar a entender que se tiene ese mismo sentimiento acerca de él.
Es familiaridad indecorosa que dos personas se froten la frente o se den golpecitos en la frente, una con otra, incluso por juego. Eso no es propio, en ningún modo, de personas sensatas.
Es descortés enarcar las cejas; es señal de orgullo. Hay que tenerlas siempre distendidas. Elevarlas es signo de desprecio, y hacerlas descender sobre los ojos denota melancolía.
No es conveniente cortarlas demasiado al ras, pues es propio de la urbanidad que cubran toda la carne, y que se noten suficientemente.
El más bello ornato de las mejillas es el pudor, que debe hacer que se sonrojen, en la persona bien nacida, cuando se dice en su presencia alguna palabra deshonesta, alguna mentira o alguna maledicencia. Sólo los insolentes y desvergonzados pueden mentir con osadía, o decir o hacer algo indecente sin sonrojarse.
Es poco educado remover demasiado las mejillas o llevarlas demasiado caídas. Mucho más aún, inflarlas, lo que es efecto de arrogancia o de algún movimiento de ira muy violento.
Al comer hay que hacerlo de tal modo que los carrillos no se inflen, y es totalmente contrario a la educación tener al mismo tiempo los dos carrillos llenos, de un lado y del otro. Esto es señal de que se come con extremada avidez, lo cual sólo puede ser efecto de glotonería de todo punto extrema.
Nunca hay que tocar ni las propias mejillas ni las de otro, como para halagarlo; hay que guardarse mucho de pellizcarlo en ellas a quienquiera que sea, incluso si se trata de un niño; es una gracia desafortunada.
Tampoco hay que tomarse la libertad de tocar la mejilla de otro, ni siquiera por chanza o por juego. Todos esos modos de actuar son familiaridades que nunca se permiten.
Dar una bofetada en la mejilla es infligir a un hombre injuria muy grande; eso ocurre en el mundo por motivo de una afrenta insoportable. El Evangelio aconseja soportarlo, y quiere que los cristianos que tratan de imitar a Jesucristo en su paciencia, estén dispuestos, e incluso prontos, después de recibir una bofetada, a presentar la otra mejilla, para recibir de nuevo otra; pero prohíbe darla, y sólo, tal vez, la cólera desenfrenada o el sentimiento de venganza pueden impulsar a darla.
Un hombre sensato nunca debe levantar la mano para pegar en la mejilla; la urbanidad y la educación no lo permiten, ni siquiera a un sirviente.
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