La conversación de los habladores.
Muy bien se puede huir de un hablador en una tertulia, pero no hallo medio para sustraerse de él cuando se le encuentra en la calle.

De los habladores.
Es media noche y vuelvo de una tertulia en la que, fuera de lo acostumbrado, el dueño de la casa no ha puesto mesa de juego. Entro, pues, en mi casa con los duros que llevaba ya sacrificados de antemano para lo que exige una moderada partida, y que casi tengo pesadumbre de no haberlos perdido. Es verdad que la reunión se componía de hombres de gusto, de artistas y de algunas señoras hermosas. Cuando yo llegué giraba la conversación sobre la literatura; se hablaba de ella sin pasión, y cada uno daba de buena fe su parecer sobre las materias que ocurrían; advertí inmediatamente que no se encontraba en la sala un solo literato, y me alegré pensando que iba a encontrar placer y variedad en donde había ya contado pagar con mi bolsa algunas horas de fastidio.
Poco tiempo hacía, después de mi llegada, cuando vinieron a anunciar un tertuliante. Me asombré al observar el que un nombre pronunciado en alta voz por el lacayo excitó un gesto en el dueño de la casa y en sus más íntimos tertuliantes. Desde luego conoció que no se le aguardaba; ¿pero qué importa si venía sin ceremonia a tomar parte de un pavo o de una buena trucha? No era difícil acertar en qué consistía el descontento que se manifestaba en algunas fisonomías; mas me hacía cargo de que habiendo conversación bastante, y en donde quiera para toda clase de gentes, poniendo por su parte lo que se le exigiese, el recién venido no podría contribuir sino a la variedad y el interés.
Pronto mudé de opinión. Antes que se le hubiese presentado una silla, nuestro importuno había ya dirigido la palabra a cada uno, pero con tal volubilidad que se me figuraba el redoble de los tambores de la retreta. En un instante supimos los nombres y aventuras de todas las personas a quienes había visto en todo el día; supimos desde el primer pedimento hasta la apelación todas las circunstancias de un pleito puesto al primo de la sobrina de su sastre. Ya nos había dicho diez veces que toda la mañana había llovido, pero que el barómetro subía, y que sin duda ninguna a la mañana siguiente haría el más hermoso día del mundo. Era preciso escucharle por fuerza. Si había alguno que empezase alguna conversación con su vecino, se levantaba y apoderándose de él por el cuello de la casaca, con un "iba a decir Vd.", le obliga a no perder una palabra de su inagotable charla.
Muy bien se puede huir de un hablador en una tertulia, pero no hallo medio para sustraerse de él cuando se le encuentra en la calle. Es en vano el fingir no haberle visto, porque si él los ha visto, se acerca y os tiene por espacio de una hora debajo de una gotera para hablaros o del gobierno de la China o del nuevo traje del señor Mahamut II. ¿Qué partido se ha de tomar en tal caso? Armarse de paciencia, porque la fuga es imposible; a menos de querer dejar por despojo a vuestro hablador el cuello de la capa, o una vuelta, o un botón de vuestro frac.
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