Tarde once. De la urbanidad en general.
Lo que voy a enseñaros es el arte de haceros agradables a todos. Para esto es preciso observar una conducta relativa a la edad de cada uno, a la condición y rango que se tiene en la sociedad, y según las personas con quienes se trata.
El Padre. - Ya estáis enterados de los deberes que prescriben al hombre la moral y la virtud; resta hablaros de las reglas de urbanidad, para saber conduciros en la sociedad conforme al uso establecido. Lo que voy a enseñaros es el arte de haceros agradables a todos. Para esto es preciso observar una conducta relativa a la edad de cada uno, a la condición y rango que se tiene en la sociedad, y según las personas con quienes se trata.
Jacobito. - Y ¿es difícil aprender todo eso que V. dice?
El Padre. - No, lo que requiere de parte de los jóvenes es una continua atención al modo de obrar de las personas mayores en la sociedad; y luego con el uso y trato de gentes bien educadas se adquieren insensiblemente los buenos modales. En muy pocas tardes os instruiré de modo que podáis presentaros en cualquiera parte, y si observáis estrictamente lo que os digo, pasaréis por muchachos bien educados. El tiempo será igualmente un buen maestro que os enseñará ciertas ligeras modificaciones que tendréis que hacer a las reglas generales; modificaciones dictadas por las circunstancias y sancionadas por el uso de personas que hacen autoridad.
Emilio. - Papá, ¿no sería mejor que cada uno hiciera lo que le pareciese, que no andar en cumplimientos?
El Padre. - No, hijo mío; una concurrencia donde todo el mundo hiciera lo que le diese la gana, no ofrecería mucho atractivo, y pronto los hombres parecerían salvajes. Esta pequeña sujeción que nos hemos recíprocamente impuesto, no es como se figuran algunos, que no se toman el trabajo de reflexionar un poco las cosas, no es, digo, una simple convención, una etiqueta inútil; es una ley que la necesidad ha creado, un vástago que procede de aquel gran principio de la naturaleza: "Haz a otra lo que quieras que te hagan a ti".
En efecto, si me gusta que me saluden con agrado, ¿porqué no he de saludar a los demás del mismo modo? Cuando me abstengo de hacer alguna cosa que pueda chocar a aquellos con quienes me hallo, ¿no es para que los tales tengan conmigo los mismos miramientos? Tal es la base sobre que se funda la urbanidad.
Emilio. - Pero papá, ¿qué resultaría a uno que fuese hombre de bien, tomase interés por los demás, y faltase a las reglas de la urbanidad?
El Padre. - Pasaría por un hombre ridiculo, o por un grosero, según la clase de faltas que cometiese. Supongamos, si llevando todos sombrero redondo, saliese con uno de tres picos, sin ser militar, o tener que vestirse de etiqueta; o si se diferenciase en el modo de vestir, de andar, o de saludar, etc., de un modo notable del usado generalmente, seria mirado como un extravagante y tenido por un ridículo, exponiéndose a los sarcasmos y a la befa de los imprudentes. Pero si el mismo hombre entrase en una visita sin saludar, tomase el primer asiento que hallase, no se quitase el sombrero, empezase a registrar todos los rincones, no diese las gracias por algún servicio que le hiciesen, le llamarían hombre grosero y mal criado, huirían de él y le tratarían con mal modo.
¡Cuánto más sencillo y mejor es acomodarse a los usos del tiempo y del pais en que se vive!
Jacobito. - ¿Porqué dice V., papá, según los usos del tiempo y del pais en que se vive?
El Padre. - Yo te lo diré; aunque nunca varía la obligación de ser urbanos, atentos o corteses con los demás, varía, sí, con el tiempo el modo de expresar nuestra urbanidad, y este no es el mismo en todos los países.
Por ejemplo, ofrecer un vaso de vino en el mismo vaso en que se acaba de beber sin haberlo limpiado antes, seria en nuestro pais una falta de atención; pues bien mirado, es una cosa sucia; con todo hay algunos cantones en Holanda, en los que se mira como una cortesía que hace el dueño de la casa a los convidados, el presentarles la bebida en el mismo vaso en que él acaba de beber. No conformarse con este uso en tal caso, seria faltar a personas que están persuadidas de dispensar un pequeño honor. En todas estas cosas lo que hay que observar es la intención, no el modo. Un indio que desea dar a entender a su huésped que le cuenta ya en el número de sus amigos, le presenta la pipa, después de haber fumado él y otros varios en ella. Un Europeo delicado rehusaría llevar a la boca una pipa que había pasado por los labios sucios de una porción de salvajes; pero ¿no vale más hacer un esfuerzo para vencer una pequeña repugnancia, que afligir a un hombre de bien que me dice a su modo: "Yo soy amigo tuyo". Cuando el hombre puede excusarse de hacer una cosa sin mortificar a nadie, hace bien; mas si no hay arbitrio, es preciso sujetarse al uso vigente; pues al fin la urbanidad no consiste en hacer ceremonias que nos agradan, sino en hacer las que agradan a otros.
No creáis por esto que trato de haceros esclavos de la urbanidad que os recomiendo; todo lo contrario, os exhorto a que no imitéis a ciertas gentes que siempre andan a la caza de ceremonias para fastidiar con ellas al primero que encuentran, a quien iinportunan y obligan a responder a cada minuto con una reverencia o viva V. mil años. Tales gentes, que se pagan mucho de superficialidades, se hacen ridiculas pensando darse con esto alguna importancia.
Hijos mios, con tal que seáis buenos y benéficos, fácilmente sabréis hasta qué punto debéis ser corteses. Por lo demás, cuanto os diga sobre este punto, es más bien para lo venidero, para cuando los años os pongan al nivel de los hombres, que no para la actualidad. Ahora dependéis, en cierto modo, de todo el mundo; quiero decir que toca a vosotros tener todas las atenciones posibles con los demás; y al paso que en este punto no se debe nada a vuestra edad, vosotros debéis todo a los que os rodean. Lo que podrá conveniros cuando tengáis treinta años, no os conviene hoy; por lo tanto tened cuidado en distinguir en mis instrucciones aquello que es para lo presente de lo que es para lo venidero.
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