
Actos que molestan a los demás. IV.
Las oportunas explicaciones disipan aquellos sinsabores o malas inteligencias que entre vecinos suelen degenerar en discordias.
Actos que molestan la memoria, los deseos y el amor propio de los demás.
Si un forastero le pregunta por una calle o un edificio, se detiene un momento y le da todas las señas que pueden convenirle, y quizás aun le acompaña un trecho hasta que encuentra alguno que va hasta el sitio a donde el forastero desea encaminarse. Cuando hay una reunión numerosa no se presenta como en triunfo a la señora de la casa, sino que contentándose con un saludo, se coloca modestamente y sin hacer ruido en el sitio menos distinguido, y a su tiempo sale sin saludar y aprovechando el instante en que entra alguno, ya porque su saludo pondría a los demás en el caso de saludarle y de distraerse de la conversación o del juego, ya porque su partida, digámoslo así, notificada, hace saber a los circunstantes que la reunión pierde una persona.
Con oportunas explicaciones disipa aquellos sinsabores o malas inteligencias que entre vecinos suelen degenerar en discordias, y con esto además dispone a los otros a prestar servicios que algún día pueden convenirle.
Si es mercader pide un mismo precio a todos los compradores, porque el andar subiendo y bajando tiene la apariencia de mala fe, hace perder el tiempo a los compradores y dificulta la venta, (Nota 4) porque los compradores cuando no pueden ir por sí mismos a la tienda no se atreven a enviar a un muchacho u otra persona inexperta, y esto resulta en daño de los vendedores.
(Nota 4). La costumbre moderna de vender a precio fijo ha venido a obviar todos estos inconvenientes, y se ha hecho agradable a los compradores.
El hombre educado os escribe al momento que puede comunicaros una noticia agradable, y contesta al punto vuestras cartas redoblando con esta prontitud el gusto que su contestación proporciona. Tiene todas sus cosas en orden, y con esto nunca habéis de perder tiempo cuando tenéis con él algún negocio o necesitáis una noticia, o un consejo. En la persuasión de que las falsas promesas despiertan deseos que no satisfaciéndose se convierten en quebranto, o hacen perder la eventualidad de otros recursos, no promete sino cuando está seguro de cumplir lo prometido. Generalmente, adivina vuestros deseos y vuestras necesidades y os libra de la vergüenza de manifestarlos, previene vuestros temores y anticipadamente os anuncia con oportunidad las cosas que pueden disiparlos.
Viniendo a tratar de las acciones que molestan el amor propio ajeno, nos ocurre que cuando un muchacho por medio de un espejo envía la luz solar al rostro de una persona distante, esta se resiente al punto, y su resentimiento no es proporcionado al dolor que causa en sus ojos una luz muy viva, sino al desprecio a que se halla expuesto, pues al parecer con esa acción el muchacho manifiesta que no siente por él estimación ninguna. Buscando el origen y siguiendo las ramificaciones de los resentimientos, vendremos a reconocer las diferentes especies de descortesía.
A la vista de nuestras bellas circunstancias o perfecciones corresponde en el ánimo de los demás un placer de la misma manera que a la vista de nuestras feas cualidades o imperfecciones corresponde un disgusto. Al placer sigue inmediatamente la disposición a prestarnos cualquier servicio, al disgusto, la disposición a no hacernos ninguno. Por esto en nuestro entendimiento calculamos la suma de los servicios que podemos esperar, por el número de las perfecciones que los demás ven en nosotros. La suma de los servicios que podemos esperar unida al habitual sentimiento de nuestra debilidad, parece ser el principal motivo por que todos aspiramos a hacernos estimar de los otros y tememos su desprecio. De la misma manera que un semidocto desea que crezca su biblioteca, no tanto por el gusto de leer, como para que los otros juzguen de su saber por el número de sus volúmenes, así todos deseamos un número indefinido de perfecciones, no tanto por las ventajas inmediatas que proporcionan al posesor, cuanto por el deseo de que se engrandezca la idea de nuestra persona en la mente de los demás. Y como el dolor de la pérdida es más fuerte que el de la adquisición, si somos sensibles a la estimación, lo somos mucho más al desprecio. Para el corazón humano es el desprecio una herida insoportable; no puede adquirirse el hábito de él y si la virtud consigue alguna vez templar su dolor, nunca logra borrar su memoria.
Por muchos que sean el poder y la autoridad de los demás relativamente a nosotros, nunca podemos persuadirnos de que tengan el derecho de menospreciarnos.
Perdemos grados de estimación o nos vemos expuestos al desprecio, cuando alguno revela a los demás nuestras imperfecciones; cuando nos atribuyen alguna de que estamos exentos; cuando nos niegan las perfecciones que poseemos; cuándo nos posponen a quien tiene menos que nosotros.
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