
Los cuidados y los descuidos. El arte de agradar
Con relativa frecuencia se ven casos de matrimonios que, poseyendo, al parecer, todos los elementos indispensables para ser dichosos, viven en constante discordia ...
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Quehaceres domésticos y dar un buen ejemplo en casa
Aquella urbanidad
Seguramente que, para algunas personas, resultarán frases sin valor o insignificantes las que van al frente de estos renglones.
Para los que así piensan, los quehaceres domésticos son verdaderas pequeñeces, apenas acreedoras a la consideración.
Mas es el caso que esas pequeñeces que, aisladas, parecen estar desprovistas de importancia, la tienen muy considerable cuando se agrupan, constituyendo una serie de actos que ejercen poderoso influjo en la vida familiar, y que, según los casos, pueden engendrar buenas cualidades o anularlas, convirtiéndolas en defectos que exigen correctivo.
Uno de los principales deberes de la madre de familia es el cuidar de sus hijos, de sí propia y de su casa.
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Las señoras que disfrutan de gran posición pueden permitirse el lujo de pagar a sirvientes para que atiendan a sus hijos, arreglen la casa y suplan, hasta donde sea posible, el cuidado a que están obligadas.
Pero la inmensa mayoría de las señoras no cuenta con medios suficientes para comprar de otros el celo que está obligada a sentir por cuanto les rodea y constituye necesidades de la familia y exigencias del hogar.
Con relativa frecuencia se ven casos de matrimonios que, poseyendo, al parecer, todos los elementos indispensables para ser dichosos, viven en constante discordia y en no interrumpido disgusto. Las quejas del marido ante negligencias habituales, las lamentaciones de los hijos y las actitudes violentas adoptadas por la dueña de la casa para contestar a censuras y reclamaciones, forman un conjunto inarmónico, desagradable y molesto para todos.
Lo asombroso es que la esposa y madre no sólo reunía excelentes prendas de carácter, sino que era modelo acabado de prudencia, de abnegación, de bondad, de economía y de afecto para con los suyos. ¿Cómo, siendo así, no goza de la consideración cariñosa del marido y del respeto amoroso de sus hijos?... Sencillamente por una pequeñez: por ser descuidada.
Esa madre, llegada la hora del almuerzo, toma asiento ante la mesa, despeinada, mal calzada y cubierta con viejísimo y estropeado vestido. Por falta de tiempo, por comodidad o por lo que fuere, no se ocupa en el arreglo de su persona y está siempre "de trapillo", que es, a menudo, sinónimo de abandono y de ridiculez.
Junto a la madre almuerza la hija mayor, recién casada y mal avenida con el esposo. Educada por el ejemplo maternal, la joven, a imitación de lo que vio desde niña, no da importancia al hecho de presentarse desaliñada casi siempre, y en ocasiones llena de polvo o con la ropa manchada.
El marido, molesto con la molestia del hogar desarreglado y de la esposa descuidada, poco a poco fue cansándose de hacer cargos y de dar consejos nunca atendidos, y poco a poco fue acortando el tiempo de su estancia en casa y evitando en cierto modo la vista de su mujer.
Sin querer, hace comparaciones entre las comodidades que el Casino le brinda y las contrariedades y deficiencias que ha de sufrir en su casa, y estas comparaciones se traducen en un comienzo de divorcio moral y material; pues, en tales condiciones, a la ausencia del cuerpo sigue fatalmente la del alma.
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Las señoras que descuidan el arreglo de su persona y de su casa proceden generalmente por dejadez, por debilidad para luchar contra esa incuria y también por razones de economía exagerada, que fácilmente raya en la avaricia o en la mezquindad.
Cuando se les llama la atención acerca del mal estado de los muebles y acerca de la fealdad de la cabeza despeinada, o de las manos, uñas o dientes, que reclaman limpieza, se encogen de hombros y reciben las observaciones con sonrisa burlona.
¡Valientes pequeñeces! ¿Que las ropas exigen el auxilio de cepillo?... ¿Que el calzado se halla menesteroso de inmediata reposición?... ¿Que los guantes están agujereados?... ¡Qué importa! Lo que importa es no hacer gastos superfluos; lo que importa es no perder el tiempo en nimiedades y atender sola y exclusivamente a lo indispensable y necesario. Las que de este modo discurren se engañan de modo lastimoso.
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¿Acaso no importa herir los sentimientos afectivos del esposo, de los hijos y de los parientes inmediatos?...
¿Por ventura no importa imponerles el espectáculo depresivo de su persona, no ya falta de elegancia, sino también de compostura y aseo?...
¿Es que importa poco aparecer en un aspecto ridículo a los ojos de los seres más queridos, y aun a los de los mismos criados y dependientes?...
¿Es lícito presentarse, aun cuando sea en el interior del hogar, con descuido que no se le toleraría a un sirviente, mostrando rotos y descosidos y llevando alfileres en lugar de botones?...
En una palabra, ¿no significa nada quebrantar el respeto y el cariño, por sólo una desidia fácilmente corregible?...
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La desidia, con el tiempo, acarrea menosprecio para el desidioso, y ese menosprecio, rebajando la dignidad y lastimando el amor propio de la familia, supone la pérdida de respeto.
Esto por lo que al presente se refiere. En lo que respecta al futuro, hay también algo que señalar.
Pensemos en la perniciosa influencia del ejemplo sobre los hijos, y muy señaladamente sobre las hijas. Pensemos en que el descuido materno puede transmitirse como herencia funesta o por contagio a las personas que nos rodean. Pensemos en que ellas, una vez contagiadas, han de sufrir y han de hacer sufrir los mismos disgustos que nosotras padecimos e hicimos padecer. Y pensemos en que las responsabilidades de todos esos trastornos domésticos son nuestras y sólo nuestras.
Cuando el respeto desaparece, cuando la antipatía se trueca en desdén, por grandes que sean las virtudes que adornen a una señora, se verá obligada a soportar, directa o indirectamente, menosprecios y burlas.
Sin despilfarrar, sin pasarse el día ante el espejo, sin atender sólo a hermosearse, una señora puede y debe aparecer siempre pulcra y correctamente ataviada.
Y el hacerlo así no será vanidad femenil, ni coquetería extemporánea; será legítimo deseo de agradar a los que bien la quieren y que, por quererla, gustan de admirarla respetable y respetada, aun en la modesta sencillez de la vida íntima.
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