Las tertulias y las reuniones en sociedad.
Hablándose de literatura o de alguna ciencia, no aventuréis vuestra opinión, sino tenéis algún conocimiento del objeto de que se trate

De las tertulias y reuniones.
Se empezará por saludar a los dueños de la casa y a las personas reunidas en el salón. Luego nos sentaremos, pero sin apoderarnos del puesto principal o del de alguna persona que se hubiese levantado a nuestra llegada. Un caballero no debe sentarse nunca en silla de brazos, cuando las señoras están sentadas en sillas comunes. Si no hay sillas comunes, la delicadeza exige que presente la silla de brazos a una de las señoras, rogándole que le ceda la suya.
Si se empeña la conversación, tomad parte en ella moderadamente, no pronunciéis una palabra fuera del caso, ni os esmeréis en sobresalir para hacer brillar vuestro talento. Ponderar el propio mérito y elogiarse a si mismo denota falta de educación y una presunción ridícula. Hablándose de literatura o de alguna ciencia, no aventuréis vuestra opinión, sino tenéis algún conocimiento del objeto de que se trate. Si contáis alguna anécdota graciosa, evitad las demostraciones exageradas y aquella risa preventiva, enfadosa y molesta que quita las ganas de reír a los que os escuchan.
Si es otro el que refiere una historia o una anécdota de que tengáis noticia, no distraigáis por ningún estilo la atención de sus oyentes. Si se os pregunta vuestra opinión, responded ingeniosamente sin dar a entender que estáis tan bien informados como el mismo narrador.
Nunca se debe privar al que ha tenido la idea de divertir o instruir, del gusto de creer que la ha conseguido. Hay jóvenes que interrumpen el discurso para hacerse explicar alguna circunstancia que no han comprendido bien, o repetir el nombre de algún personaje. Esto es contrario a la civilidad. Cuando la explicación sea necesaria para vosotros o para los demás, podréis provocarla; pero con mucho miramiento y aprovechando el momento oportuno.
Si alguno de la compañía presentase algún objeto suponiéndole muy curioso, no le pongáis a las nubes, exagerando su rareza, su perfección o valor; no le despreciéis tampoco, aun cuando lo tuvieseis por cosa muy común y ordinaria. En este último caso es más decoroso guardar silencio. Si a alguno se le escapa alguna mentira que os importare contradecir, no se la echéis en rostro, valeos solamente de algún rodeo para dar a entender que se ha padecido equivocación.
No hay cosa más indecente que la disputa en sitios de reunión. El hombre sensato no quiere servir de espectáculo a los demás, prefiere hacerse estimar por su prudencia y discreción. ¡Es tan fácil desarmar la cólera de un adversario, o calmarla por medio de la moderación! Respondiendo con civilidad, nadie será acusado de bajeza.
"Delante de señoritas, medid las palabras para no ofender de modo alguno su pudor"
Macrobio decía que iba mucho de la ira a la iracundia, porque la ira nacía de la ocasión, y la iracundia de mala condición. Por desgracia abundan mucho los iracundos. En medio de la ceguera que nos causa la pasión dominante, estamos tan lejos de conocer el partido que debemos tomar, que más querernos, exponernos a perder nuestra fortuna y aun quizá nuestros mejores amigos, que privarnos del placer cruel de escoger las expresiones más ofensivas. Esta misma ceguera, que efecto de la ira, no debiera durar más que el tiempo que nos agita la pasión, es tan pertinaz como hija de la iracundia, que subsiste mucho tiempo después de pasados los primeros impulsos. Nos aplaudimos de las injurias más viles, y sentimos no haber encontrado medio de apretar más la mano, que es lo mismo que decir que nos lastimamos de no haber podido ser más groseros. Refrenar la ira es virtud heroica, porque no hay más alto género de triunfo que el del corazón propio. Para desterrar la iracundia no hay remedio más oportuno, que la persuasión de que este vicio no solo nos presenta como locos, sino que nos hace aborrecer de todos.
Es ridícula aquella exageración que se emplea muchas veces tanto en la alabanza como en el vituperio. El verdadero decoro de la producción consiste en la prudente medida de las expresiones. Vale más dar pie para que se piense más de lo que se dice, que excederse en los términos y arriesgarse a traspasar los límites de lo que se debe decir. Los que tienen el genio demasiado vivo, suelen adolecer de este defecto.
Delante de señoritas, medid las palabras para no ofender de modo alguno su pudor, tomar parte en la diversión general, y procurad por vuestra parte fomentar el placer de los demás.
Hay algunos que tienen la manía de distinguirse con dichos agudos o picantes. Para que una respuesta sea verdaderamente agradable, es preciso que el que la de, tenga derecho de darla y que se pueda citar sin causarle perjuicio. De otra suerte se reirían de la respuesta y se despreciaría a su autor. Respuestas hay preciosas en boca de un militar, que serían ridículas en la de un magistrado. Una tierna joven puede decir ingenuamente con mucho agrado lo que sería insoportable vertido por una vieja, al paso que a una señora de alguna edad le es permitido responder lo que no sería tolerable en una señorita delicada. Esto prueba que los dichos agudos no se hallan siempre autorizados por el decoro, y que si el juicio no intervine, corremos gran riesgo de aguzar inútilmente nuestro ingenio.
Se tendría por curioso e indiscreto al que se divirtiese leyendo papeles, cartas abiertas y aun los libros que se hallasen en las mesas o bufetes de algún gabinete particular. Cuando queráis retiraros, saludad generalmente a los concurrentes, y despedíos del dueño o dueña de la casa. En Francia es estilo no despedirse de nadie, por esto solemos decir: "Fulano se marchó a la francesa", para dar a entender que se fue sin que nadie lo observase.
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