
La urbanidad de las damas remilgadas.
Las adulaciones y lisonjas son propias de cameladores que no buscan el bien ajeno sino el propio.
La urbanidad de las damas remilgadas.
Hay ciertas señoritas que tienen una urbanidad muy peculiar, y cualquiera que falte a la más mínima de las reglas que ellas se han prescrito, ya no es en su concepto sino un grosero y mal criado, indigno de ser admitido a sus conversaciones. Y, ¿de dónde nace esta urbanidad tan fina? De que ciertos petimetres han aprendido de memoria un ceremonial de tratamientos, los más propios para lisonjearlas; y el que tiene la desgracia de no saber bien este ceremonial, no puede presentarse ya con dignidad delante de tan remilgadas señoritas.
Pero estas señoritas, verdaderamente dignas de lástima, no conocen que los tales petimetres, como si fueran loros de corte, repiten en todas partes la misma retahila de cumplimientos y lisonjas, y las prodigan a cualquiera que se les presente, sea hermosa o fea; blanca o morena; alta o baja; discreta o tonta; y ora tenga los ojos negros, ora los tenga azules; porque estos señoritos aman únicamenta al sexo.
D. G.G., con su cabeza erizada, con un bosque de pelo a cada carrillo, por entre cuya espesura se han extraviado más de dos corazones, con su casaquin hasta las caderas, y con su pantalón y botas y herraduras; después de cruzar con mucho tiento un piso sembrado de azulejos por no resbalar y caer y estropearse, como ha sucedido a más de uno, se presenta a Doña N.N., cuyo rostro no pasa más allá de no ser desagradable. Hechas dos cortesías a la francesa se sienta junto a ella, y después de algunas miradas elocuentes, y otras tantas sonrisas parlantes, le dice: " Jefa de las hermosas, no puede usted persuadirse las inquietudes que esos ojos garzos causan en mi corazón, y las conmociones que toda esa bella estampa siempre fija en mi alma... Vaya, no son lisonjas; pero la finura de ese pelo, el despejo de esa frente, el ébano de esas cejas, las rosas nevadas de sus mejillas, el carmín de esos labios, ese cuello tornatil y de alabastro, esos dos apretados pomos de azucenas... ¿Cómo lo diré? Ese seno elevado y palpitante... ¡Ay vida mia! No puede usted pensar qué impresiones tan indelebles han hecho en mi sensible corazón. Feliz el hombre que en lazo eterno, formado por la mano de himeneo, viva unido a tan hermosa... ¿Se ríe usted alma mia?... etc., etc.".
¿Quién es capaz de creer que Don G.G. hable verdad y ame de verdad a Doña N.N., cuando yo que vengo de acompañarle de casa de Doña C.C., cuyo rostro no solo no es desagradable, sino verdaderamente ingrato, sé que acaba de decirle las mismas estudiadas expresiones? Hasta Doña P.P.; cuyas clines en vez de cabellos, cuya estrecha frente, cejas despobladas, ojos aceitunados, mejilias elevadas, bigotes de hombre, labios de berenjena y tez verdinegra forman un bicho despreciable, suele recibir también de D. G.G. las mismas extravagantes lisonjas.
Preséntase a estas mismas señoritas D. P.P., y como sus modales son serios y graves como su vestido, su hablar moderado y circunspecto, y sus expresiooes ingenuas, es mirado con desdén. ¡Qué hombre tan extraordinario! dice Doña C.C., ¡qué pelmazo! no tiene política; ¿por qué viene a tratar con una señorita de mi rango? Que se vaya a vérselas con otras tan ramplonas como él.
Jovencitas incautas, no seáis tan ligeras; creed que no os ama el que os lisonjea, ni mira a vuestro gusto, sino al suyo, y solo busca seduciros. La sana urbanidad no consiste en lisonjear vuestro gusto, sino en trataros con el respeto que merece vuestro sexo y vuestra calidad; pero cuidad de no desmerecerlo con vuestra indecente conducta.
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