De la sociedad de las mujeres. Parte II.
No hay cosa más delicada que el honor de una mujer; un soplo le altera, una palabra le marchita.
De la sociedad de las mujeres.
Caballero, le decía la mujer fea: Vd. tiene la felicidad que embriaga en las pasiones, es pues muy justo que tenga Vd. también sus tormentos. Si Vd. viviese en la calma filosófica de la sabiduría, tendría menos agitaciones, pero también menos placeres; en todo hay su compensación, y pues que Vd. es amado, esto le basta y lo excusa todo. Señora, respondía el joven enamorado: ¿Llama Vd. amar el hacer pasar a uno la vida dolorosa y atormentada que yo llevo? Con que, sin duda, hay mujeres que nos aman para afligirnos.
Así se quejaba el joven, y la señora ya excusaba y coloreaba la conducta de una mujer a quien tenía, sin duda, sus razones para aborrecer; o ya con los encantos de una conversación igual y agradable inspiraba la calma en el alma agitada de su joven amigo; el tiempo se pasaba en estas conversaciones; sucedía que los primeros rayos de la aurora les sorprendiese aún hablando de las facultades flexibles del alma que los sentidos conducen a amar, o no amar. Poco a poco, el joven se iba desprendiendo de una amante caprichosa, y comparaba el desvelo de su amiga para consolarle con los antojos de una mujer exigente que parecía no tener otro estudio que el de desagradarle. Insensiblemente su belleza se fue borrando de su imaginación, y cuando ya hubo roto los lazos de esta pasión, no pudo menos de quedar asombrado de hallarse enredado en los de una mujer fea, pero muy amable y buena.
No hay cosa más delicada que el honor de una mujer; un soplo le altera, una palabra le marchita. Un hombre bien educado evita cuidadosamente cuanto pueda comprometerle, y este es el deber de la honradez que entra también en las reglas de urbanidad que nos enseñan a ser dueño de nosotros mismos, a no abandonarnos jamás a la violencia de nuestras pasiones, impidiéndonos así el cometer faltas en que el más honrado puede incurrir en un momento de enfado. Los equívocos, las proposiciones atrevidas deben desterrarse severamente de la sociedad de las mujeres; y la falta más grosera de un hombre que admitan en su intimidad es la de ofender su oído delicado o sacarlas los colores al rostro. Es verdad que hay mujeres cuya conducta ligera parece que autoriza a los ojos de muchos una conversación un poco libre; pero con éstas cabalmente es con quienes debe haber más cautela; porque si creemos que una mujer semejante piensa que su secreto se halla en nuestras manos, hablar delante de ella sin respeto, es una bajeza y una traición. En el caso contrario, nuestro propio juicio debe enseñarnos que si ha cometido una falta, ella debe ser más severa que nadie, y para alejar toda sospecha, exigirá más deferencia.
"Una mujer tiene deberes que cumplir con los suyos, con sus criados, y con los individuos de su casa"
Ninguna cosa se opone más al buen tono que afectar para con una mujer una intimidad o franqueza particular que puede comprometerla. El principal deber cuando se ama a una mujer, es el ocultar su pasión, si se quiere su felicidad; y sería una perfidia pretender aparentar una estrechez que no exista. Tal vez en este siglo somos tan viciosos como en otro tiempo; pero no tenemos la insolencia del vicio que tan tristemente distinguía a nuestros antepasados. No se tienen virtudes; pero al menos se procura cubrirnos con la apariencia, porque siempre es necesario ser virtuoso para ser estimado.
Por estrechez que se tenga con una mujer, hay momentos del día en que no conviene presentarse en su casa; debiendo siempre considerarse que hay cosas que el mundo no perdona, sino porque las ignora. Una mujer tiene deberes que cumplir con los suyos, con sus criados, y con los individuos de su casa; y si nos ha confiado su honra y reputación, debemos portarnos con ella caballerosamente y evitar todo cuanto pueda hacer creer que abusamos de su bondad y del ascendiente que logramos.
Sucede también que los hombres llevan a la sociedad la tintura de sus estudios y conocimientos, o de sus tareas habituales, sintiéndose muy inclinados a hacer de ellos el texto ordinario de su conversación. Este es un defecto que debe evitarse particularmente en la sociedad de las mujeres, porque ¿qué gusto puede encontrar en oír hablar de ecuación, de física o de química? Solamente conviene una conversación ligera y adecuada a sus circunstancias, sin exponerlas al fastidio de escuchar cosas que no entienden; y el secreto está en dejarlas que ellas mismas emprendan la conversación, y no llevarlas a un terreno que las es desconocido. Cada día se van desmintiendo las reconvenciones que se hacen a las mujeres de no hablar sino de fruslerías. Se va viendo que ya no les es desconocido ningún ramo de la literatura, y que conocen las artes y las cultivan con acierto; cosas que proporcionan medios ciertos de reanimar una conversación tibia, y de darla agrado y encantos.
- De la sociedad de las mujeres. Parte I.
- De la sociedad de las mujeres. Parte II.
- De la sociedad de las mujeres. Parte III.
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