Relaciones fraternales y sociales.
El Párroco que está al frente de una feligresía algo numerosa suele tener la ayuda de uno o más Coadjutores o Vicarios.
La lección del Maestro.
Los santos Evangelios nos conservan, trazada por mano divina, la norma que han de observar los Sacerdotes en sus relaciones fraternales y sociales.
En la narración de aquellas sublimes escenas acaecidas cuando Jesucristo celebró por última vez la Pascua con sus Apóstoles, vemos cómo el Divino Maestro, afable y majestuoso, se levantó de la mesa y se puso a lavar humildemente los pies a sus Discípulos y a enjugarlos con el lienzo de que estaba ceñido; y después, sentado de nuevo entre ellos, les dijo:
- ¿Sabéis lo que acabo de hacer con vosotros?
Vosotros me llamáis Maestro y Señor y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y Maestro, os he lavado a vosotros los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que como yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros.
En verdad, en verdad os digo: no es el siervo mayor que su señor, ni el apóstol mayor que quien lo envía. Si esto sabéis, si lo hacéis seréis bienaventurados.
Y un poco más tarde, después de haber instituido la sagrada Eucaristía y de haber salido ya el traidor para venderle, quiso expansionarse tiernamente con sus Discípulos fieles y entre otras maravillosas lecciones de amor les dijo:
- Os doy un mandamiento nuevo: que os améis mutuamente; como yo os he amado, así también os amaréis unos a otros. En esto conocerán todos que sois Discípulos míos, si os tenéis amor mutuo.
Es de notar que, si bien reiteradamente Jesucristo había proclamado con grandes encomios el precepto de la caridad, ahora le llama mandamiento nuevo, porque además de esta caridad común y obligatoria a todos los hombres, quería que sus Discípulos se distinguieran y caracterizaran por un amor singularísimo, al que ponía como modelo nada menos que el amor infinito que él les profesaba; por eso parece como que no se sacia de repetirles la misma idea:
- Como me amó a mí el Padre, así yo os he amado a vosotros. Perseverad en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, perseveraréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y persevero en su amor.
Esto os he dicho, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.
Este es mi mandato, que os améis mutuamente, como yo os he amado.
Nadie tiene mayor amor que éste: el de poner su vida por sus amigos...
Bien podía urgir con tanto apremio e insistencia este precepto el que marchaba a ofrecer su Sangre divina para rescate de los hombres.
Ahí tenemos, pues, trazada por el Divino Maestro con ejemplos y palabras la línea de conducta que deben observar sus discípulos, los Sacerdotes, en su trato mutuo. Veamos el modo concreto de aplicar ese gran principio y nuevo mandato del amor a las menudencias externas de la vida eclesiástica en los ministerios del templo.
El Párroco y sus Coadjutores.
En la vida parroquial nos encontramos con que intervienen diversos miembros, formando como una familia, que podrá ser más o menos numerosa según los casos y lugares.
El Párroco que está al frente de una feligresía algo numerosa suele tener la ayuda de uno o más Coadjutores o Vicarios; ahora bien, ¿qué normas ha de seguir para tratarles, tanto en el templo, como fuera de él? Sean cuales fueren los derechos y deberes mutuos que señale la legislación canónica y sinodal, deberá reconocerles y acatarles; pero este engranaje del mecanismo disciplinar no podrá andar suavemente sin el aceite de la caridad y de las buenas formas.
No sólo debe tener el Párroco para con sus Coadjutores ese amor respetuoso que han de guardarse los hermanos en el Sacerdocio, sino un aprecio y cariño singulares por ser los cooperadores que le señaló la Divina Providencia para la grande obra de la santificación de las almas.
Cuanto más se esmere el Párroco en darles visibles muestras de afecto y estimación, más se acrecentará en los feligreses el amor y veneración hacia todos ellos. No tenga reparó en facilitar y procurar la mayor honra de sus subordinados, pues en esa misma medida se agigantará la propia; al modo que tanto más se alza una estatua, cuanto más se eleve el pedestal en que descansa.
En la iglesia procurará facilitarles honores adecuados a su categoría, proponiéndoles armario independiente en la sacristía, sitio fijo y próximo al suyo en el coro, reclinatorio en el presbiterio, confesonario rotulado con su nombre o cargo, etc. Del mismo modo pondrán interés en que alternen con él en las funciones sagradas, aunque se reserve el oficiar en las más solemnes; y no tendrá reparo en cederles el púlpito de vez en cuando, orientándolos al mismo tiempo en materias de predicación, práctica pastoral y catequística. Puede también valerse de ellos para que le ayuden en la dirección de las asociaciones piadosas y hasta confiarles el cuidado de alguna. En una palabra: el repartir la carga pastoral, no es tan sólo de caridad y celo, sino también de delicadeza para con aquellos que estén a las órdenes del Párroco, el cual les forzaría a hacer un desairado papel ante la sociedad si veían todos que no servían para nada, o al menos que nada hacían honroso, si no era en caso de apuro, mientras que tal vez los actos solemnes eran confiados a otros forasteros.
Claro está que en las parroquias de las grandes ciudades, se impone la necesidad de dividir y organizar bien el trabajo, para que puedan ser satisfechas las necesidades espirituales de los feligreses; en tales casos, cuidará bien el Párroco de hacer la distribución de modo que, sin desdoro de nadie, se le asigne a cada cual un campo de acción acomodado a sus fuerzas y gustos, dándoles dentro de él la conveniente libertad de acción, para lo que se necesita no poca táctica en quien haya de acoplar las voluntades y suavizar los inevitables roces (Nota 1).
(Nota 1.) Las principales parroquias de Francia han seguido el método de organización que implantó el célebre y virtuoso Párroco Olier, en la suya de San Sulpicio, de París: dividió la feligresía, que a la sazón contaba con unas 90.000 almas, en ocho distritos, al frente de los cuales puso un Vicario, con diez o doce Sacerdotes adscritos para cada uno; de éstos, unos dirigían los actos ordinarios de culto y otros los extraordinarios; seis estaban encargados de administrar la Comunión y Extrema-Unción; cinco, para los Bautizos y Matrimonios; cuatro, para oir Confesiones; dos, para resolver consultas morales; cuatro, para asistir a los enfermos; uno, para socorrer a los pobres; dos, para la administración; dos para disponer y preparar los cultos; cuatro, para el servicio de sacristía; tres, para asistir a los presos; dos, para los entierros; dos, para la conversión de herejes; varios, para atender las necesidades de los conventos; y más de doce, para suplir en ausencias y enfermedades.
Fácilmente se echa de ver cómo, a pesar de que era una organización amplia y detallada, resulta deficiente para atender a todas las necesidades espirituales de entonces, y mucho más lo sería para nuestros tiempos.
Fuera del templo debe el Párroco guardar también las debidas atenciones a sus Coadjutores. De desear sería, como en algunas partes se hace, que la vida común del Clero fuera un hecho, alojando el Cura propio en su domicilio a los Vicarios; o siquiera que habitasen independientes en la misma casa rectoral; pero al menos será muy cortés ofrecerles hospedaje fraternal, cuando vayan a posesionarse del cargo, hasta que se instalen en el domicilio definitivo y darles toda clase de facilidades para la adquisición de éste. No se desdeñará tampoco el Párroco de visitar a los Coadjutores en su domicilio, por humilde que sea; máxime cuando éstos celebren alguna fiesta o estén enfermos. De igual modo, será muy bien visto por todos que salgan juntos de paseo, al menos de vez en cuando; como también que haga en su compañía algunas visitas de índole pastoral, con lo cual entrambos saldrán dignificados. También será, a veces, un recurso de celo y de cortesía, valerse de los Coadjutores para comisionarles visitas de atención a los feligreses o la gestión de asuntos, que no sean de compromiso.
Si en alguna ocasión fuera menester hacer a los Vicarios algún aviso o reprensión, entonces es cuando habrá de extremarse la delicadeza y la caridad: de ningún modo se dejará traslucir ante los feligreses nada que redunde en desdoro de los Coadjutores; antes bien, ha de procurar el Párroco justificarlos o disculparlos ante los demás; si bien a solas, no en la sacristía u otro lugar público, sino en la casa rectoral o en secreto, les hará notar sus equivocaciones o deslices, de tal modo, que ni les enoje ni les desaliente. En caso extremo, podrá llevarse la cuestión ante la autoridad competente, pero evitando siempre todo escándalo en los fieles. Para impedir que estos disgustos provengan de la parte económica, téngase cuidado de armonizar la justicia con la caridad y cortesía, repartiendo equitativamente derechos y cargas, y haciendo constar por escrito la adjudicación de estipendios en un libro de cuentas, que estará siempre a la disposición de todos y solos los interesados.
"No se desdeñará tampoco el Párroco de visitar a los Coadjutores en su domicilio, por humilde que sea; máxime cuando éstos celebren alguna fiesta o estén enfermos"
La mayor parte de estas dificultades y disgustos se evitarían, si los Párrocos tuvieran interés por conocer desde el primer momento la índole y aptitudes de sus Vicarios, para no ponerlos en situaciones difíciles y facilitarles campo de acción acomodado a sus fuerzas; la compenetración de sentimientos entre ambos es el gran ideal pastoral y lo más conforme con la buena crianza. Así lo entendieron y practicaron el celoso Arcipreste de Tómbolo (Italia), D. Antonio Cosfantini y un joven Coadjutor que le enviaron en el año 1858.
"Apenas se encontraron aquellas dos almas de Dios, se comprendieron perfectamente; no era el superior que debía tratar con el subdito y viceversa, sino el padre amoroso con el hijo querido, el amigo con el amigo sincero. Lo que quería uno, lo quería el otro; lo que no agradaba al Párroco, tampoco al Coadjutor. En todo tenían los dos una noble emulación: por la música, por la oratoria, por el estudio de las ciencias sagradas, por la oración, por la prudencia y por la vida retirada; en ambos, la única aspiración era procurar el bien del prójimo, en especial de sus feligreses, y el nobilísimo fin de aliviar las miserias morales y materiales de los menesterosos, de tal manera que el Sr. Cosfantini escribía a uno de sus amigos: Me han mandado de Coadjutor a un joven Sacerdote con orden de formarlo en los deberes y obligaciones del Párroco; pero aseguro que ocurrirá todo lo contrario. Es tan celoso, tan lleno de buen sentido y de otras dotes preciosas, que yo podré aprender mucho de él; más tarde o más temprano llevará la mitra, de esto estoy seguro, ¿y después?... ¿Quién sabe?... No presentía mal el buen Arcipreste, pues su humilde y cortés Coadjutor llegó a ser el gran Pontífice Pío X, de cuya vida, escrita por el Abad Pierami, están tornados esos datos".
Los coadjutores y el párroco.
Otro modelo no menos atrayente pueden proponerse los Coadjutores para conocer y practicar sus relaciones con los Párrocos; es aquel apóstol contemporáneo del Chamberí (Madrid) que se llamó José María Roquero.
Narrando la vida de este edificante Sacerdote se escribió un libro titulado: "Lo que puede un coadjutor". Quien hojee esta obra y las demás publicaciones que se han escrito sobre sus virtudes, podrá ver ante todo el amor y veneración que tuvo siempre para con sus Párrocos, tanto de Leganés, como de Chamberí; y al mismo tiempo a cuánto puede extenderse la acción de un subalterno, sin desdoro del que lleva el peso sagrado de la cura de almas, pues, como hace notar en la obra "Flores del Clero Secular" el actual Sr. Obispo de Tortosa, en los últimos años de su corta vida dirigía el Catecismo; visitaba semanalmente todas las escuelas de la feligresía (más de veinte); llevaba la Congregación de San Luis, teniendo como ampliación de la misma una Academia de obreros, donde se daban ocho o diez clases diarias, no faltando él nunca a la Academia durante dos horas cada noche. En la Academia funcionaban: una Caja de Ahorros, una Biblioteca, un Coro musical de voces e instrumentos, una revista "El amigo de la Juventud", y organizábanse veladas teatrales y excursiones al campo. Y todo el trabajo de organización, dirección y sostenimiento económico corría por su cuenta.
Paralela a esta acción ejercía otra semejante entre las jóvenes, dirigiendo las Hijas de María, que sostenían también una Escuela dominical, con Caja Dotal y de Ahorro, Biblioteca circulante de unos 2.000 volúmenes y una Conferencia visitadora de pobres, organizando Exposiciones y rifas. Y téngase en cuenta que el número de asociadas era últimamente de más de mil. Únase a este trabajo el de confesonario, al que llegó a dedicar algunos días ocho horas, no bajando ordinariamente de dos a tres. Administraba, además, Sacramentos, cumplía sus guardias, visitaba enfermos y tenía tiempo para acudir puntualmente a Juntas de algunas pocas Asociaciones a que pertenecía. Una obra tan admirable como ésta no la hubiera podido llevar al cabo sin el cumplimiento sumiso y cordial de sus relaciones para con el Párroco y demás Sacerdotes del templo.
Pues todo Coadjutor debe primeramente enterarse de los derechos y deberes que le incumben por serlo, como también de la índole característica y delicada de su misión, que es la de ayudar y suplir, sin estorbar, ni suplantar el gobierno de las almas. Por eso sus relaciones con el Cura propio han de ser cordiales y sumisas, poniendo empeño en que se manifiesten tales afectos en cuantas ocasiones le brinde el trato social. Sean cuales fueren los lazos de amistad y aun parentesco que les ligaren y por muchas libertades que el Párroco le permita, debe el Coadjutor públicamente darle todos los honores y respetos que se merece, aunque en la intimidad le trate con más llaneza.
En el templo nunca osará, ni aun en las largas ausencias, ocupar los sitios honoríficos que tradicionalmente corresponden al Párroco, v. gr.: su asiento en el coro, su confesonario, etc. Cuando le acompañe en algún acto extralitúrgico, cuidará de hacerle los honores que la buena educación prescribe a los inferiores para con sus superiores, y si le supliere o representare lo hará notar bien, excusando la ausencia. Si hubiere de avisarle por cualquiera olvido o equivocación, lo realizará de tal modo, que el interesado no pueda avergonzarse, ni lo llegue a notar el público. Conviene además que, ni con gestos, ni oralmente, manifieste la contrariedad que sienta tal vez en su interior, al verse precisado a cumplir órdenes contrarias a su criterio.
Lejos de entrometerse en los ministerios o asuntos propios del Párroco, cuando los fieles acudan a él para estos fines, puede excusarse con delicadeza y orientarles hacia quién debe satisfacerles, dándoles todas las facilidades para ello, como ofrecerse a tramitarlo él mismo en su nombre, acompañarles y hacer su presentación, etc. Cuando se trate de ministerios gratuitos o penosos estará muy bien visto que se adelante a ofrecerse, galantería en que se hermanan la caridad y la cortesía, que servirá para captarse méritos ante Dios y simpatías entre los hombres. Por el contrario, dejará de ser laudable el entrometerse cuando no le corresponda en funciones o ministerios remunerados, como también toda disputa o regateo por cuestiones de estipendios.
Fuera del templo, aun en los actos de la vida social, ha de seguir guardando todo Vicario la justa consideración que se merece su Párroco. La casa rectoral, si no mora en ella, debe ser la que más frecuente y en la que entre con más respetuosa confianza. Resulta muy edificante para los fieles ver a su Clero parroquial, unido con estrecha amistad, celebrar juntos sus ratos de solaz y acompañarse mutuamente en los paseos. Cuando el Coadjutor reciba alguna invitación de su Párroco para cualquiera de estos actos de fraternal convivencia, no deje desairado al que tiene tal bondad, antes bien acuda puntual a la cita y hágale constar cuan gustoso asiste y lo honrado que se considera. Para con la familia y servidumbre particular del señor Cura guardará asimismo las respetuosas consideraciones, sin llegar a familiaridades ni bromas, que le hagan descender del alto nivel de la dignidad sacerdotal. Ni que decir tiene que habrá de guardarse muy bien de que se trasluzcan ante los feligreses las pequeñas desavenencias, disparidades de criterio y demás miserias humanas que en ocasiones surjan entre los dos; como también que cuanto mejores ausencias haga el Coadjutor del Párroco, otro tanto saldrán siempre ganando ambos en la estimación popular en cambio murmurar del ausente es siempre una descortesía y, cuando se trata de un superior, puede llegar a ser una vileza.
El trato con los demás compañeros debe estar regulado por la humildad y caridad, que darán como fruto esa afabilidad manifestada en las buenas formas sociales, y ese mutuo suplirse y ayudarse, que hace tan grata la vida de los que colaboran en las empresas santas. Del edificante Coadjutor del Chamberí se cuenta que "entre sus virtudes morales se destacó siempre la humildad, tan verdadera que le hacía tenerse por el último de todos, agradeciendo a los demás como un favor que se le concedía la más pequeña cooperación que se le otorgase, aunque fuera en cumplimiento de elementales deberes; así sucedía, por ejemplo, respecto de sus compañeros de la parroquia que confesaban sus niños, o ejercían otros ministerios propios de su cargo".
El clero adscrito.
Otro tanto, en la debida proporción, habrá de repetirse sobre el comportamiento del Clero adscrito. Bien sea que lo esté por razón de algún beneficio o por causa del domicilio, siempre tendrá que observar las normas de conductas vigentes entre superiores y súbditos o entre simples compañeros, inspiradas en las enseñanzas evangélicas; pues, como escribía el P. Juan de Guernica, O. M. C: "La Urbanidad es la gran escuela de respeto y se debe asentar sobre la enseñanza del Evangelio y sobre la eminente dignidad del hombre."
Recordemos la escena del Divino Maestro lavando los pies a sus Discípulos y las palabras antes citadas que pronunció en aquellos solemnes momentos, y en ese mandamiento nuevo hallaremos la fórmula de caridad y mutuo servicio que ha de implantarse entre el Clero de una parroquia, produciendo necesariamente esas manifestaciones exteriores de la cortesía, que las patentiza y fomenta.
Muy lejos han de estar de toda sacristía y del ánimo de todo eclesiástico "los celos, que, como se ha dicho muy bien, son la triste herencia de los que nada tienen que pueda causarlos..."; antes bien, debe cultivarse la mutua emulación para el bien con el buen ejemplo y la prontitud de ánimo para toda empresa de celo. Es preciso que reine una singular puntualidad y diligencia en el cumplimiento de los propios deberes, sin consentir que hayan de soportar la carga propia y ajena los más benignos y sufridos. Se deben respetar, aun en las ausencias, los puestos, armarios, ornamentos particulares y demás cosas propias de cada uno, no propasándose a usarlos sin su permiso. Procúrense también evitar las largas esperas en la sacristía o vestuario, que dan con frecuencia ocasión para que se conviertan estos lugares en mentideros, de donde sale no muy incólume la fama de los mismos contertulios ante los fieles que en el templo oran y preferirían ver en sus Sacerdotes ejemplos de fervor y laboriosidad.
En el trato social, fuera de la casa del Señor, es preciso que se distingan los Sacerdotes adscritos a un templo por el respeto que guarden a los demás miembros del Clero parroquial y de un modo singular al que esté al frente de la feligresía: todas las normas dadas al tratar de los Coadjutores pueden acomodarse a los demás Clérigos, ya que, cuanto más se fomenten y estrechen las relaciones fraternales entre los que trabajan en un común campo por la gloria de Dios y salvación de las almas, tanto más será fructuoso su ministerio, robustecido con la fuerza que da esa verdadera unión apostólica, que tanto agrada a los fieles piadosos cuando la perciben por las muestras externas de la mutua cortesía sacerdotal.
Los sacerdotes forasteros.
Estas atenciones, propias de la buena educación, deben prodigarse de un modo especial con los Sacerdotes forasteros, ya sean llamados para ejercer en el templo algún ministerio, ya se trate de meros excursionistas que se detengan por cualquier asunto particular.
Cuando se invita a un Sacerdote para que tome parte en una solemnidad, celebrando la Misa, predicando, ayudando a confesar, cantando, etc., se les ha de tratar como huéspedes, más o menos distinguidos, según su categoría y servicios que nos presten.
En la mayoría de los casos, al que invita corresponde buscar el alojamiento y atender en todas sus necesidades al forastero; será siempre lo más cortés y conforme al espíritu sacerdotal, que se le prepare hospedaje en casa de algún eclesiástico, mejor que en un domicilio particular o en una fonda, aunque costee los gastos la cofradía o familia que organiza la fiesta. Dejando para otra ocasión las normas sobre el modo de tratar a los huéspedes, ahora sólo nos toca advertir que en el templo se le debe atender con solicitud en todos cuantos ministerios necesite ejercer; conviene dejar a su elección la hora y altar de la Misa, si no viene a celebrar alguna solemne o en hora determinada; para dejar guardada su ropa talar, se le ofrecerá algún armario o cajón limpio y vacío, si lo hay para los demás; los ornamentos que use, serán los mejores entre los de la clase correspondiente al rito del día, y toda la ropa blanca estará limpia, y el amito y purificador sin usar, pudiéndoseles reservar para que los siga utilizando más veces; es lo más propio ofrecerle intención para celebrar, y después el desayuno, sobre todo cuando se trata de Misas de honor o a horas intempestivas; cuídese de asignarle un acólito que ejerza bien su ministerio, advirtiéndole antes los honores que habrá de tributar al celebrante, en el caso de que por cualquier título le correspondan.
Conviene que el Párroco o un Sacerdote por encargo suyo, le atienda cortésmente antes y después de Misa, ofreciéndole reclinatorio en el templo, acompañándole en la sacristía, etc.; si es la primera vez que viene a la iglesia, puede aprovecharse algún momento oportuno para enseñarle el templo y sus joyas, sin consentir que pague derechos o dé propina por ello.
En el caso de que algún Sacerdote forastero, que se encuentre de paso en la localidad, se acerque al templo con deseo de celebrar, si es desconocido, se le pedirán con delicados modos las licencias ministeriales, comprobadas las cuales se le dará toda clase de facilidades, atendiéndole con esmerada delicadeza, pero sin obligación de tributarle los honores propios de aquel a quien se está obligado a distinguir. Cuando se trate de extranjeros, el lenguaje que conviene usar con ellos es el suyo, siempre que se posea con soltura, y en caso contrario, el latín: en tal circunstancia es cuando más hay que esmerarse en el trato fino y atento, para que los Viajeros se lleven buena impresión de nuestra cultura.
El clero secular y el regular.
También en múltiples ocasiones han de darse relaciones entre el Clero secular y regular, que siempre deben regirse a base de caridad.
Un celoso Párroco, que después vistió la sotana y fajín de Jesuíta, el P. Marcelino González, escribía en sus Estudios Pastorales: "En las empresas humanas la afinidad o identidad de intereses crea y alienta simpatías duraderas. El artista goza en la amistad de otro artista, y el comerciante halla gusto en el trato del que se ocupa en asuntos parecidos a los suyos; el soldado ve con buenos ojos al compañero de armas, y complácese el sabio en compartir amigablemente con otro sabio. ¿Por qué, pues, los que entienden en la misma empresa, la salvación de las almas, y trabajan por el triunfo de los mismos ideales, y por su triunfo se imponen iguales sacrificios, han de mirarse con desconfianza y tratarse con recelo?" Verdaderamente, buenas lecciones de caridad fraterna y trato social nos darían los seglares si no nos dejáramos de arrastrar por un celo no santo y exteriorizásemos envidias y rencores por las diferencias que surgieran a causa de los derechos de estola o por el esplendor externo de los cultos.
El establecimiento de una nueva casa religiosa en el término parroquial o de alguna cofradía nueva en sus iglesias, puede dar origen a cuestiones de derecho, que se ha de cuidar que no trasciendan nunca al exterior; la prudencia y tacto diplomático pueden lograr grandes triunfos; y, cuando el caso lo requiera, Autoridades tiene nuestra gran Madre común, la Iglesia, que lo sabrán con equidad resolver. "¡Cuántos disgustos y, sobre todo, cuántos escándalos se evitarían con este recurso confiado y dócil a los Prelados!, dice el citado P. Marcelino González, S. J. Según este principio, que ningún Sacerdote puede dejar de admitir, Párrocos y Religiosos, dejando velar por sus respectivos derechos a los Príncipes de la Iglesia y confiando que ellos sabrán armonizar prudentemente los intereses de unos y otros, si alguna vez, por ventura, parecieron ser encontrados, deben fomentar y sostener entre sí una amistad sincera, prodigándose todas las atenciones posibles". Como estas cuestiones, más que de etiqueta, son de derecho, recomendamos la lectura atenta de lo que dice otro ilustre escritor eclesiástico, que antes fué Jesuíta, Micheletti, en su obra "De pastore animarum" (núm. 198), donde resume muy concretamente lo que está permitido y vedado a los Religiosos.
Una muestra de las atenciones que deben mutuamente guardarse ambos Cleros será el visitarse en días señalados, como por Pascuas, la fiesta del Santo titular o fundador, día onomástico del Párroco y del Superior, etcétera; también debe establecerse intercambio de anuncios murales, y colocarles en los respectivos tablones del cancel.
Estaría muy bien visto que en alguna de las más solemnes funciones se invitara a oficiar al personal de la otra iglesia, o al menos al que quieran designar para que actúe de Preste, y en algunas partes la invitación se extiende también a la mesa. En una palabra, será muy laudable cuanto contribuya a facilitar y estrechar la amistosa unión entre ambos Cleros. Un buen dechado de esto es el insigne aragonés San Vicente de Paúl, que, habiendo aprendido de San Francisco de Sales los grandes miramientos y respetos que merece la dignidad eclesiástica, prodigó por todas partes tanta caridad con los Sacerdotes, que fué tenido como el salvador del Clero en sus difíciles tiempos; por eso, en justa correspondencia, cuando pasó por la provincia de Champaña uno de los primeros Religiosos de su Congregación, al darse a conocer como tal a los Párrocos rurales, era recibido y agasajado en todas las aldeas con grandes pruebas de alegría y gratitud, pues le mostraban no pocos los ornamentos y aun vestiduras talares con que les había socorrido en sus necesidades San Vicente; así es como podemos todos contribuir a que se realice lo que decía San Juan en la primera de sus Epístolas: "Omnium unus debet esse spiritus, cor unum et anima una" (V-8).
Esta es, resumiendo en una palabra todo lo dicho, la clave de las relaciones fraternales entre el Clero de todas clases: la amistad cordial y cortés. ¡Ojalá que todos supiéramos repetir sinceramente aquella hermosa frase que la humildad puso en los labios del Santo Cura de Ars, al ver que otro Sacerdote le tributaba grandes honores: ¡Oh! ¡No merezco vuestro respeto; dadme un poco de amistad, que es lo que yo necesito!
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