Inmunidades personales. Estatuto personal de los Ministros públicos. II.
Inmunidades personales. Estatuto personal de los Ministros públicos. Exterritorialidad. Apreciación de ese principio. Sus abusos. Del asilo. Juicio de la mayor parte de los tratadistas modernos respecto del derecho de asilo...
El curso de las ideas nos ha conducido involuntariamente a tratar del asilo diplomático, íntimamente conexo con la ficción del exterritorio.
La cuestión del asilo parece ser en el día una cuestión generalmente y en idéntico sentido resuelta.
Klüber, Martens, Foelix, Pradier-Foderé e infinitos publicistas más (Klüber y Martens. "Derecho de Gentes moderno de la Europa", Foelix, "Tratado de Derecho internacional privado". Pradier Foderé. "Comentarios al Derecho de Gentes" de Vattel.), cuya opinión se considera como una irrefragable autoridad, convienen a una voz que si la inviolabilidad del ministro público se extiende a su morada, esta última no puede, sin embargo, como antes acontecía, servir de abrigo protector a individuos acusados de crímenes o delitos, para sustraerlos a la jurisdicción de sus jueces naturales y libertarlos de las penas de las que se han hecho merecedores.
"El tiempo y el buen sentido público, dice Pinheiro Ferreira (Pinheiro Ferreira, comentario del -220 del "Derecho de Gentes" de Martens), han hecho justicia de esas extravagantes pretensiones de los diplomáticos. Sin embargo, apoyados en la ficción de la exterritorialidad, de la que han sido imbuidos por el espíritu romanesco de sus publicistas, no por esto dejan de insistir en ese pretendido derecho de asilo de sus moradas, toda vez que, representando una corte poderosa cerca de un gobierno débil, creen posible hacer valer lo que llaman con ostentación las prorogativas del cuerpo diplomático.
Si el ministro extranjero tratase de arrogarse la absurda prerogativa de asegurar a los malhechores la impunidad en su morada, abriéndoles un asilo; si después de requerido se negase a expulsarlos, faltaría esencialmente al respeto que es debido a las autoridades constituidas; y si el caso en cuestión fuese bastante grave para que las autoridades no se limitasen a tomar medidas para evitar la evasión del criminal, no les quedaría otra cosa que hacer que prevenir al enviado por miramientos a su misión, de guardar convenientemente sus papeles y de tomar todas las demás medidas que estimase a propósito, para que la visita de su morada pueda, en todas sus partes, realizarse, sin que sus archivos, su persona o la de los miembros de su comitiva corran absolutamente el menor riesgo.
Si el enviado, oponiendo una nueva negativa a ese requerimiento, obligase a las autoridades a recurrir al empleo de la fuerza, se pondría a sí mismo por este hecho, en el caso de no poder continuar permaneciendo en el país. Debería, en tal caso, ser despedido ceta todas las consideraciones debidas a su carácter público; pero con todas las precauciones necesarias para que el criminal pudiese ser aprehendido. La morada del ministro desde el momento en que haya sido abandonada por la Legación, prestándole todas las indispensables facilidades para que de ella se extraigan todos los objetos que puedan interesar a la misión, no goza de ninguna clase de inmunidad".
Hemos reproducido textualmente esta apreciación de Pinheiro Ferreira, porque la doctrina que contiene, compendia con bastante exactitud, los principios usuales y casi universalmente admitidos en el día por la mayor parte de los pueblos cultos en los casos de asilo, en materia criminal.
Con muchísima mayor razón debe estimarse como desnudo en lo absoluto de fundamento racional, el asilo inconsideradamente franqueado en materia civil a los individuos perseguidos por deudas pendientes, o responsabilidades de cualquier manera contraidas que puedan dar mérito a la expedición de medidas coactivas de parte de la jurisdicción local. El ministro público que, en casos semejantes, abriese a los enjuiciados el asilo de su casa se constituiría en ostensible lucha con las instituciones del país; irrogaría a los demandantes perjuicios irreparables, incurriría en una gravísima responsabilidad, y prestaría sobrado mérito a la expedición de órdenes formales para el allanamiento y registro de su domicilio, previa la adopción de las medidas precautorias que de antemano hemos dejado reseñadas. Su inexplicable conducta, reflejando, sobre su persona los odiosos visos de una fraudulenta complicidad, no podría dejar de merecer la reprobación de su gobierno.
En nuestras Repúblicas Sud-Americanas con harta frecuencia, desgraciadamente, trabajadas por las disensiones intestinas, en las que el mandatado de la víspera y sus adictos, suelen ser las víctimas perseguidas del día siguiente, el asilo en materia política, cuando no median atentados que caen bajo el dominio de las leyes comunes y que hacen del asilado un criminal vulgar, suele ser cuando no autorizado, a lo menos tolerado. La bandera extranjera bajo de la cual se acoje acostumbra ser respetada.
Pero si las personas asiladas, por su carácter, por su prestigio político, por las influencias que pueden aun ejercer, son capaces de inspirar al gobierno serios temores y de comprometer, con su prolongada presencia en el país, la tranquilidad y el orden público, también está admitido que el agente diplomático, a cuya morada se han acogido, está en el deber de disipar ese justificado azareo, en observancia de las leyes de la neutralidad. Entonces, bajo la palabra recíprocamente empeñada del gobierno y del agente público, se debe otorgar a esos asilados las franquicias necesarias para salir del país dentro de un plazo equitativa y prudencialmente fijado. Incumbe en esta coyuntura al agente extranjero cuidar religiosamente del cumplimiento de ese compromiso deferido a su lealtad y a su buena fe.
Razones de alta filantropía son las que, hasta ahora, han legitimado en Sud-América la tolerancia del asilo en materia política; pero de día en día va sintiéndose menos la necesidad de esta protección, desde que empieza a robustecerse el respeto a las instituciones, el acatamiento al principio de autoridad y sobre todo desde que, con la abolición de la pena de muerte por delitos políticos, han desaparecido esas tremendas represalias que, en daño de los vencidos, podían ejercer los vencedores, ensangrentando trofeos tan luctuosos para los unos como para los otros.
Antes de que el buen juicio de las naciones hubiese restringido dentro de sus límites racionales las prerogativas del asilo, eran inauditos los abusos que a la sombra de él se perpetraban. La casa del agente público, real y verdaderamente considerada como parte integrante del territorio de su nación, era un inviolable sagrado al que, en busca de la impunidad, se acogian aun los más vulgares malhechores. La ficción exterritorial había salvado sin pudor todas las barreras, y no contenta ya con limitarse a la morada del agente público, se habia extendido a barrios enteros de la ciudad que se hallaban al rededor de esa casa dentro de un radio antojadizo. Donde quiera que flameaba la bandera y que se ostentaba el escudo de armas de un soberano extranjero, escollaban impotentes, al pie de esas inviolables insignias, la jurisdicción y los fueros del país.
Se cita todavía, como modelo de esas antiguas prácticas abusivas de otros tiempos, lo que acontecía en Venecia, y antes de Inocencio XI, en la Roma de los papas y sus suburbios.
El sentido común y la conveniencia recíproca de los Estados han hecho justicia de esas absurdas corruptelas que, so pretexto de acatar a los representantes de las potencias extranjeras, socababan el orden público, desprestigiaba las más sagradas instituciones y daban rienda suelta al crimen y a la mala fe.
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