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Locuacidad y timidez, extremos opuestos de la urbanidad.
Varias veces los labios de un joven expresan conceptos finos, frutos precoces del talento.
La locuacidad y la timidez.
El hombre no suele vivir aislado. Tiene generalmente necesidad de un amigo confidente de sus satisfacciones y de sus penas, de una sociedad para comunicar a los demás sus ideas y reflexiones, amenizar su vida, y variar los lícitos placeres.
Los jóvenes deben ser modestos, oír mucho y hablar poco. No pretendo con esto prescribir a la edad más interesante de la vida un silencio obstinado y un comedimiento sin límites. Varias veces los labios de un joven expresan conceptos finos, frutos precoces del talento: ponerles un candado sería una pérdida para la sociedad. Mi único deseo es tener prevenidos a los jóvenes contra aquel prurito de hablar, propio de la ligereza de su edad tierna, prurito que si no se reprime con tiempo, pasa a ser un vicio insoportable.
En efecto, ¿ hay cosa más incómoda que oír a un arrapiezo que no se cansa de preguntar, que nos atolondra con sus respuestas contradictorias, que se extrema y afana por pasar plaza de entendido, y en quien se notan a cada paso una multitud de inconsecuencias? Lejos de inspirar el menor interés un ente semejante, solo excita la compasión o el desprecio. Su volubilidad le acarrea amargos disgustos que pudiera evitar, portándose con una moderación prudente. Los chascos, que recibe, son a veces tan bochornosos que no se atreve a presentarse otra vez delante de los testigos de su atolondramiento.
Los parlanchines han sido en todo tiempo justamente despreciados. ¿Queréis, dice Plutarco, un excelente remedio para calmar los vehementes deseos de hablar? Acostumbraros en una reunión a guardar silencio hasta que el fastidio o la taciturnidad se vaya apoderando consecutivamente de todos los que la componen. No sucede en la conversación lo que en los juegos del circo, donde aquel que aventaja a los demás, gana el premio de la carrera... el que se precipita a responder cuando no es preguntado, da muestras de mucha presunción. Es lo mismo que si dijera al que hace la pregunta: "Se dirige usted muy mal, yo solo me hallo en el caso de responder a todo género de cuestiones".
"El que se precipita a responder cuando no es preguntado, da muestras de mucha presunción"
Hay, sin embargo, otro escollo que los jóvenes deben evitar, y es aquella timidez que indica falta de talento en los que no carecen por otra parte de inteligencia y conocimientos. Es grave ademán, ese silencio constante, esa indolencia que choca, y perjudicarían, si fuesen muy duraderos, al individuo en quien se notasen y darían una idea poco ventajosa de su educación. El trato social, la convicción interior de que es necesario, y un ligero esfuerzo bastarán para borrar ese aspecto sombrío que desluce la edad más hermosa de la vida.
El objeto principal de los jóvenes es el de hacerse amables en la sociedad. El más seguro medio de conseguirlo es evitar los dos escollos que se acaban de indicar.
Si estos dos extremos son vituperables en un joven, ¿cuánto más no deberán serlo en una señorita, cuyo sexo reclama mayor amabilidad y modestia?
Las madres deben tomar con tiempo todas las precauciones necesarias para que las hijas, objetos de su ternura, no sean ni habladoras que atolondren, ni tímidas que empalaguen.
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