Las visitas y el arte de agradar
En una visita el tiempo se nos antoja más breve o más prolongado, según que nos cautive o nos enoje la conversación de la persona que nos recibe o a la que hemos recibido
Las visitas cortas y las visitas largas. Saber cómo tratar a la visitas de forma apropiada
Aquella urbanidad
Las visitas. Estas son una de las muchas piedras de toque en que se aquilata la finura verdadera. Nada menos cierto que la manoseada frase de que "todas las personas resultan agradables en visita".
Repasemos la lista de nuestras amistades y conocimientos, y reconozcamos ingenuamente que no todos ellos son ni resultan gratos.
¿Por qué hablamos con frecuencia de visitas cortas y de visitas largas?
Sencillamente porque el tiempo se nos antoja más breve o más prolongado, según que nos cautive o nos enoje la conversación de la persona que nos recibe o a la que hemos recibido.
Señoras hay notables por su cultura, por la agudeza de su ingenio, por su donaire en el decir y por su elegancia exterior, y que con todo esto no nos seducen en el trato social.
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En cambio, hay otras, no dotadas con tan brillantes cualidades, que nos atraen con su exquisita dulzura y nos retienen con la delicadeza encantadora de su conversación. Las vemos llegar con gusto, las despedimos con pena y lamentamos no estar en casa cuando alguna vez van a saludarnos.
El secreto de su seducción, la causa determinante de su atractivo, ya hemos dicho que está en la finura.
Las cualidades de una persona fina y agradable
La señora fina sabe escoger con rara oportunidad el día y la hora más apropiados para hacernos un rato compañía.
Casi nunca la vemos cuando la felicidad nos sonríe y nos rodea de aduladores o de amigos interesados.
Entonces apenas si asoma por nuestra casa para significarnos, con un cordial apretón de manos, la parte que en nuestra dicha toma.
En los instantes amarguísimos en que el infortunio nubla nuestras pupilas y el dolor se entroniza en nuestros corazones, esa amiga es la compañera fiel, la asistenta que no falta, la hermana cariñosa que hace suyas nuestras penas y se interesa por nuestros dolores, y, sin entremetimientos, sabe darnos esperanzas con su palabra, resignación con su ejemplo y norte con sus sanos consejos.
En la vida normal y corriente vemos a la amiga modelo, siempre afable y siempre igual en sus conversaciones.
Por rara excepción la oímos hablar de sus asuntos; cuando se refiere a ellos es por no incurrir en la desatención de dejar sin respuesta nuestras preguntas.
Jamás nos entristece con relatos tristes. Nunca nos hace sentir envidias con descripciones que puedan despertar codicia o mover a emulación. De sus labios jamás brota la censura mortificante.
Si elogia, sus elogios van a lo ajeno, singularmente a lo que respecta a las personas que la escuchan.
Su conversación se endereza siempre a temas que estén al alcance de todos y que satisfagan a todos, en especial a los que la reciben en visita o a los que le dispensan la merced de visitarla.
Si es pobre, en presencia de los pudientes no hablará de la pobreza, para que no puedan creer los acaudalados que hay en sus frases despecho o anatema para los ricos.
Si posee fortuna, en presencia de los que no gozan de holgura, se guarda de alardear de las "comodidades" y satisfacciones que la opulencia proporciona, para no humillar a los que la oyen ni excitar en ellos apetitos de lujo.
Por sistema vemos que esquiva las discusiones. A lo sumo, cuando ve que alguien incurre en un error grande -sobre todo si el error puede ser ocasión de perjuicio para otros-, notamos que con sencillez, como sin darle importancia, apunta una observación discreta y razonada, rectificando el error manifiesto. ¿A qué obedece tal proceder? Al noble afán de no poner de relieve la ignorancia ajena ni permitir que por su silencio se origine daño para el prójimo.
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No se da el caso de que, al mostrarle un vestido nuevo, un mueble recién adquirido u otro objeto cualquiera, haga crítica de ello. ¿Por qué? Porque no ignora que semejante crítica vale tanto como acusar de mal gusto a quien efectuó la compra.
Esa amiga sabe a maravilla que las visitas no han de ser ni tan largas que puedan hacerse enojosas a la familia que las recibe, ni tan cortas que parezca que sólo se trata de cumplir un deber de cortesía.
Así vemos que ese fénix de la amistad, cuando está en Madrid o en otra gran población, o cuando va a casa de familia llena de ocupaciones, jamás prolonga su estancia más allá de quince minutos. En cambio, en pequeñas localidades su visita se dilata hasta llegar a una hora.
Ni por casualidad se despide después de usar un rato de la palabra; al contrario, escoge el momento en que, por haber terminado de hablar la persona visitada, resulta concluida por modo natural la conversación. Si la campanilla o el timbre anuncia una visita, vemos que nuestra amiga se despide. Si la visita ha entrado ya, vemos que permanece nuestra amiga quieta. ¿Por qué? Porque marcharse sin saber quién llega es muestra de cortesía, que aconseja dejar en libertad a los dueños de la casa. Y es descortesía no atender, cuando ha entrado, a la nueva visita, esquivándola con despedida brusca.
Si en la conversación nuestra amiga se entera de que tenemos un enfermo en casa, observamos que vuelve pronto a visitarnos y que envía frecuentes recados para informarse del curso de la enfermedad.
Es parca en ofrecer y puntual en cumplir lo prometido. Conoce que dar al olvido la espontánea oferta de un libro o de un servicio es de pésimo efecto y ocasionado a juicios nada favorables sobre la formalidad de quien así procede.
En fin, la vemos pasar por alto, y sin queja, cualquier falta que cometan nuestros hijos o sirvientes, disimulándola si puede, quitándole importancia y guardando en todo caso discreta reserva.
¿Habrá quien dude de que una amiga así es maestra en el arte de agradar?
¿Habrá quien no experimente el deseo de imitarla?
Las que tan loable afán sientan, tengan presente que a este ideal se llega por un solo camino: el del olvido de la propia personalidad, sacrificada en las aras de la abnegación.
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