
El valor de los amigos.
No hay mayor tesoro en este mundo que tener amigos con los que poder compartir las experiencias de la vida.
El valor de los amigos.
¡Infeliz el hombre que vive sin tener amigos! Y muy más infeliz aun el que presume tanto de sí, que llega a decirse a sí mismo: "yo de nadie necesito". ¡Qué soberbia! Ni el tener mucho, ni el poder mucho, ni el saber mucho, ni el valer mucho pueden excusar al hombre de la necesidad de tener amigos fieles.
En efecto, los amigos son necesarios para el trato y conversación; porque conforme a los sucesos de esta vida siempre expuesta a sobresaltos, ¿qué tiempo puede haber que más dulcemente se gaste que el que se gasta en conversar con un amigo? ¿Y a quién podemos descubrir nuestros más íntimos pensamientos me jor, ni con más libertad que a un amigo? ¡Qué aliviono es para un corazón oprmido de tristeza, y angustiado el contar a su amigo la causa de su angustia, y ver que el amigo toma parte en ella, y le consuela y le enjuga sus lágrimas! El que así no se porta es un falso amigo; puesto que el verdadero, consuela, comparte y ayuda.
En efecto, el hombre que se atreve a desamparar al amigo en sus adversidades, es un malvado. ¿Quién viendo al amigo por el suelo olvida la amistad? Además, los amigos sirven para que no solo nos defiendan y cuiden de nuestro bien, sino para que censuren y corrijan nuestros defectos; porque así debe librarme de los enemigos que me persiguen, como de los vicios que pueden dañarme y servirme de infamia. En suma, el fiel amigo, como no ama por interés, sino por puro afecto, y con todo el corazón y con toda el alma, ni se olvida de su amigo en la ausencia, ni en la presencia se descuida; ni se allega más a él en la prosperidad, ni lo deja y abandona en la adversidad; todos sus acontecimientos, sean prósperos o sean adversos, los mira como propios.
A la vista, pues, de estos caracteres que constituyen la amistad, le dijo D. C.C. a un amigo suyo: ¿estaría bien que yo lo abandonara a usted cuando si le veo al borde del precipicio? Si yo que, gracias a Dios, abundo en bienes de fortuna viera a uno de mis prójimos que gime bajo el peso de la necesidad, y le cerrara mis entrañas, ¿podria yo decir que tengo amor? Pues, amigo, yo creo que tengo amor al prójimo; ¿y dejaría de tenerlo a usted que es mi amigo, y de quien me precio también serlo? No; yo debo pues cumplir con las obligaciones de la amistad. Usted tiene por amigos a unos hombres muy malos, y yo no puedo permitir que usted se acompañe con ellos. Una de dos, o renuncia a su amistad, o renuncia a la mía. ¿Qué es lo que usted observa en ellos? ¿Qué conversaciones tienen? ¿Qué libros leen?
Usted, lo sabe tan bien como yo, que los conozco a fondo. Su conducta es disoluta; sus conversaciones libres y sin respeto a las autoridades, murmurando siempre de sus acciones, de sus providencias y de su gobierno; y esto es falta de política. El hombre verdaderamente sabio, que para el caso es lo mismo que un hombre verdaderamente urbano, respeta las Autoridades no solo por temor sino por obligación. De los libros que leen no quiero hablarle. Esto es cuanto debo decirle a usted como verdadero amigo: ahora usted haga lo que quiera.
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