Defectos en la reuniones y conversaciones. II.
La alegría moderada en las conversaciones pasa fácilmente de uno a otro ánimo y es acogida con favor por todos.
Los defectos en la reuniones y conversaciones.
Cuando muchas personas hablan a un tiempo, se cansan los pulmones y los esófagos de todos ellos; hay necesidad de repetir muchas veces una cosa misma, se comprenden mal las ideas y se gasta tiempo y trabajo en combatir cosas de poca monta. Como el hablar tiene por objeto agradar o instruir, y no hacer gala de conocimientos, cuando la impaciencia de otro nos interrumpe, es mejor dejar el campo libre callando, que machacar eternamente el oído de quien no quiere escucharnos.
Un regular grado de sal hace los manjares agradables a todos los paladares; pero más grados de sal que son gratos a poquísimos matan el apetito de los otros. La alegría moderada en las conversaciones pasa fácilmente de uno a otro ánimo y es acogida con favor por todos; pero la alegría bulliciosa se comunica a pocos, y con frecuencia muere en los labios de quien ha querido provocarla. Las causas de este fenómeno son tres. Los caracteres fríos no son susceptibles de alegría bulliciosa, y se arman contra ella y le oponen la reacción de la resistencia. Como la alegría bulliciosa depende de un modo particular y algo extraño de ver las cosas, y muchas veces de pequeñez de espíritu, los caracteres racionales y sensatos no pueden aprobarla. La alegría moderada se comunica a los presentes con más facilidad que la bulliciosa, porque dista menos del estado habitual de los ánimos.
Cualesquiera que sean las causas del fenómeno indicado, está fuera de duda que si la alegría moderada fomenta la conversación, la bulliciosa tiende a extinguirla, y no puede ser de otro modo, porque durante el estallido de las risas inmoderadas, no pudiendo comunicarse a los ánimos los movimientos de una alegría más suave, todos los que no participan de las primeras se ven defraudados por las segundas. De donde resulta, que mientras los unos se ríen a carcajada tendida, los otros se quedan bostezando o muy tentados a manifestar desprecío, y experimentan la ingrata sensación de quien atento al dulce sonar de una arpa es de repente ensordecido por el clamoreo de las campanas.
A la risa inmoderada sucede siempre una seriedad glacial; como después de los fuegos artificiales la oscuridad parece más profunda. La alegría bulliciosa nos saca improvisamente de nuevos quicios, y nos lanza, si cabe decirlo así, a una eminencia a la cual ignoramos como hemos subido, ni a donde hemos de ir desde ella; y de aquí provienen la seriedad, el silencio, alguna exclamación y la dificultad de coger de nuevo el hilo de una conversación amena. Como la alegría bulliciosa no se comunica a los otros, y como son muy pocos los capaces de reanimarla, aquel que la provoca se encuentra en la necesidad de hacer toda la costa de ella, y si quiere continuar en la escena, se ve obligado a desempeñar el papel de bufón. La alegría moderada, hija de una buena conciencia, animada por una imaginación risueña, encuentra con facilidad motivos de diversión inocente y de dignitosa sonrisa. La alegría bulliciosa, hija de una imaginación irregular, y muchas veces de sensibilidad obtusa y pequeñez de ánimo, y casi siempre acompañada de poca gracia, encuentra alimento en la derrisión de los presentes o ausentes, y en la representación de actos plebeyos, villanos o de mal género en cualquier otro sentido.
La conversación es como un negocio mercantil; cada uno debe llevar a ella su capital y participar de sus beneficios. El hombre que en una conversación calla siempre y quiere tener parte en los beneficios sin traer capital alguno, y el que habla siempre quiere llevarse todos los productos de la sociedad. Por lo general en las conversaciones cada uno más bien desea despachar su propia mercadería que adquirir la ajena; y en vez de forjarse una justa idea de los demás, aspira a darla buena de sí mismo. Estimulados los habladores por la manía de hablar desean siempre ocupar la tribuna sin nunca querer bajar de ella, y por esto hablan de todo, de un libro nuevo después de haber leído tres o cuatro páginas salteadas, de una máquina de que solo han visto alguna pieza, de un cuadro del cual solo han admirado la guarnición, y deciden y fallan sin cesar como el juez de Aristófanes, que encerrado en la casa de los padres quiere por lo menos sentenciar entre dos perros.
Los inconvenientes que encuentra quien habla demasiado son, que fatiga sus pulmones, que muchas veces ha de repetir las cosas mismas, lo cual fastidia, y señala sus cortos alcances, se expone a decir disparates queriendo hablar de cosas que no le son familiares y demuestra que no conoce ninguna, porque quien sabe bien una cosa, se abstiene de hablar de lo que ignora. Ofende a los que quisieran hablar cuando él habla; hace que los demás lo juzguen muy severamente; impide la difusión de ideas mejores que las suyas, quizás para dar pávulo al discurso descubre secretos ajenos, con lo cual se muestra indigno de confianza, y la pierde; olvida, frecuentemente, la conveniencia, no tiene consideración al carácter de las personas con quienes habla, ni al lugar donde se encuentra, ni a la situación de los ánimos. Para concentrar en sí las miradas de los demás se pone en pie, hace gestos con las manos y con la cabeza, y si alguno se atreve, no a poner en duda su infalibilidad, lo cual sería una impertinencia sin igual, sino tan solo a presentarle alguna objeción, le vuelve repentinamente la espalda, sonriéndose de la sencillez del otro, o le contesta como la Pitia que se mostraba furiosa cuando no sabía sustraerse a una pregunta inoportuna.
Estos habladores eternos, que por lo común son gente superficial, y no pocas veces de sentido común muy menguado, afectan saber lo que ignoran, entender lo que es superior a sus conocimientos, y poseer la que en realidad les falta. Así, si se trata de una noticia, ya la sabían; si de una ciencia, la han estudiado; si de un hecho extraordinario, lo han visto; si de un juego, ellos lo enseñaron, y a puro de presentarse como instruídos, alejan de ellos la instrucción.
La locuacidad presuntuosa de los jóvenes es una consecuencia necesaria de la vanidad, común a todos los hombres, y de la educación particular que ellos creen completa. De la misma manera que cada uno procura mostrar riqueza haciendo alarde de vestidos, así muchos procuran demostrar talento con el alarde de los conocimientos. Creerían haber perdido tiempo si abriesen la boca sin haber soltado alguna gracia o rasgo de talento. Con el empeño de presentar ocurrencias ingeniosas y pasmar a los demás, hacen esfuerzos que atormentan a los presentes y los ponen a ellos en ridículo.
Deseoso Pitágoras de reprimir la excesiva locuacidad de los jóvenes exigía de los discípulos un silencio absoluto en los cinco primeros años de sus lecciones, lo cual era llevar las cosas a un extremo, y romper la rama en lugar de enderezarla. La antigua caballería más sabia decía a sus secuaces. Sed siempre el último en hablar en medio de los hombres que os exceden en edad, y los primeros en batiros en la guerra. No te arrogues nunca el derecho de hablador sempiterno, y no olvides que quien se finge dotado de conocimientos que no tiene, pierde el derecho de ser creído en los negocios sociales.
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