Deberes en reuniones y conversaciones. III.
Como los jóvenes no conocen aun por experiencia cuantas son las pasiones que procuran conservar los errores, creen que todas las verdades pueden decirse en presencia de cualquiera.
Los deberes en reuniones y conversaciones.
¿Y qué diremos de los que escriben su propia vida? El severo Tácito no se ha atrevido a vituperar a muchos famosos ingenios de la antigüedad que publicaron hechos, no por ostentación y orgullo, sino a impulsos de la confianza que la probidad inspira. Alfieri que escribió la suya, confiesa cándidamente que el hablar, y más el escribir de sí mismo nace del mucho amor propio, y después de esta ingenua confesión justifica su conducta diciendo, que habiendo escrito mucho y tal vez más de lo que debía, es natural que algunos datos pocos a quienes no hayan desagradado sus obras tengan curiosidad de saber quien es.
Persuadido Alfieri de que su nombre sería grande mientras se conservase en el mundo una chispa de buen gusto, escribió su vida para que la necia adulación no la presentase a los venideros bajo un aspecto falso. Esta defensa es modesta y sagaz al mismo tiempo, más a ella debió haber añadido, que si bien el espíritu de partido escribe con frecuencia vidas y romances, suele ser pródigo de censuras y de alabanzas tan contrarias a la verdad estas como aquellas.
Exceptuados los casos de defensa como los antedichos, me parece que el juicio de Cesarotti es falso, porque quien encomia sus propios méritos, en vez de dar que hablar en favor suyo a los demás, los hace callar; en vez de granjearse admiradores, se crea enemigos, por lo cual siempre será preferible el dignitoso silencio de la modestia. Si fuese preciso confirmar con alguna autoridad la idea popular de que el mérito más grande es el más modesto, escogería entre los antiguos a Catón, el cual, según nos dice Salustio, hacía grandes cosas sin meter ruido, y hubiera podido decir, cedo a todos en la palabra, mas a ninguno en los hechos. Entre los modernos indicaría a Despreaux, quien rogado por un grabador a fin de que compusiese algún verso para su retrato, contestó: "no soy tan torpe que diga bien de mí mismo, ni tan necio que diga mal".
Como los jóvenes no conocen aun por experiencia cuantas son las pasiones que procuran conservar los errores, e ignorando que entre estos errores hay un vínculo tan fuerte que sacudiendo uno los otros se resienten y acuden en su auxilio, creen que todas las verdades pueden decirse en presencia de cualquiera y se maravillan si se opone a ello algún obstáculo. Pretender que todas las inteligencias admitan desde luego las mismas verdades, es empeñarse en que todos los estómagos digieran igualmente los mismos manjares. La cortesía, pues, exige que se conozcan los caracteres particulares y las posiciones sociales de las personas que suelen concurrir a una reunión, para que vuestras ideas y afecciones no choquen con las de los demás y sean rechazadas con sentimiento de unos, y otros.
El desprecio de que es digna la vil adulación ha obligado a elogiar muy encarecidamente la franqueza y a recomendarla como virtud absoluta. La máxima de ocultar las antipatías propias, y la de respetar las preocupaciones ajenas, ha sido considerada por algunos escritores como un vínculo inventado por el capricho y por la moda. Se dice que es dar una prueba de integridad, cuando estando de acuerdo el corazón y la lengua, las palabras representan los afectos. Todos comprendemos además, o a lo menos sentimos confusamente, que si merece desprecio un cortesano que nos hace protestas de estimación, afecto y amistad, mientras en su interior se ríe de nosotros, merece más desprecio todavía el cínico que sin necesidad os dice: "os abomino y detesto".
Entre la embustera adulación, pues, y la franqueza excesiva debe haber un medio, cuya necesidad se ve al considerar que el amor propio de cada uno, constantemente ávido de hacerse amigos y aduladores, se lisonjea a poca costa de encontrarlos en todas partes, y siente aumentar o disminuir su complacencia en razón de las personas por las cuales se ve despreciado. El desagrado que resulta del desprecio es abundante origen de antipatías, animosidades, odios, y de gravísimos males sociales. Muchas veces nos equivocamos en la opinión que de los otros concebimos, y con frecuencia nos vemos obligados a rectificarla, sin que por esto consigamos siempre juzgar con mayor acierto. Por lo cual, cuando alguno según un sentimiento interior dice a otro que le desprecia, está seguro de que le ocasiona un dolor, pero no lo está de haber dado en el blanco. Excluido, pues, el caso de necesidad, es preciso ser cruel o loco para causar a otro un dolor que pueda ser injusto , y hacerse un enemigo que puede sernos funesto.
Algunos dicen que por un lado hay siempre un placer en expresar los sentimientos de la manera que nacen en nuestro ánimo, al paso que se experimenta pesar en reprimirlos. La primera parte siempre es verdadera, pero la segunda siempre es falsa, al menos mientras vivamos en la sociedad. Tú no necesitas de Pedro, y quizás sin daño presente ni futuro puedes decirle que le desprecias; pero no te sucede lo mismo con los demás. Entra en una conversación con aquella franqueza encomiada por algunos escritores, y presentándote a todos diles uno a uno que pretende agradar a todos y que todos se ríen de él, o que es un necio y causa lástima a todos, o que sientes aversión por él. Si obras de este modo creo que todos se levantarán para arrojarte de la reunión a bofetones, y te sucederá lo mismo en todas partes.
La franqueza no consiste en ofender inútilmente el amor propio, sino en defender con valor los derechos de la humanidad contra el orgullo que los huella, y en convenir en los defectos propios y corregirse. En lugar, pues, de decir al joven: "levanta el velo que cubre tu ánimo y muestra a todos el odio, el desprecio, el fastidio, el desagrado que te causan sus debilidades y defectos", le diré: "sé pronto para compadecer sus debilidades y no te creas infalible en tus juicios". El hombre franco puede conservar sus sentimientos sin ofender el amor propio de los demás, a no mediar una ventaja mayor, del propio modo que no se amputa una pierna sino para salvar la vida.
El abate S. Real compara la conducta de los hombres en el mundo a la de los ciegos en una casa vasta e irregular; los más alborotados caminan al acaso, los más sensatos van a tientas. Esta irregularidad en la conducta no depende de falta de reglas directrices, sino de yerro en la aplicación de ellas. No saliendo de los límites del asunto en que me ocupo, diré que en medio de tantos caracteres diferentes, entre las varias exigencias de las pasiones, en el continuo vaivén de gustos y pareceres, no se corre ningún peligro de equivocarse cuando ateniéndose al objeto de la conversación, que es divertirse, se tiene consideración a la vanidad de los demás, cuya vanidad es, tal vez, el obstáculo de mayor monta. En efecto, si en las tiendas domina el interés, en las reuniones prevalece la vanidad, y las necesidades de la vanidad son más apremiantes que la necesidad de divertirse.
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