Deberes en reuniones y conversaciones. II.
Aunque el hombre debe ser bondadoso, es menester que no degenere en imprudente, acordándose de que la bondad inclina a juzgar a los hombres.
Los deberes en reuniones y conversaciones.
La severidad es una extranjera en el rostro del hombre bondadoso, mientras que es muy frecuente en sus labios una dignitosa y agradable sonrisa. El hombre bondadoso no se ofende por una descortesía, sino que disimula la falta de obsequio y de respeto que no pueda achacarse a intención dañada. No se desdeña de ocuparse de frivolidades si son agradables a los demás, y en el juego, en las reuniones, en una conversación consulta el gusto ajeno más que el propio. No huye de escuchar a los imbéciles que nada le dicen, y los tolera, lejos de burlarse de los defectos y disparates en que incurren. Cuando oye atribuir un vicio a alguno se inclina a ponerlo en duda, y si el vicio es cierto, recuerda que el arrepentimiento puede borrarlo. Por esto suele tomar la defensa de los ausentes, y cuando puede concluye de una manera análoga a la que le ocurrió a Bolingroke, cuando al oír como atacaban la reputación de Malbourougle dijo: "tenía tantas virtudes, que he olvidado sus vicios".
Excusa los defectos ajenos aun a costa de la verdad mientras que de ello no resulte daño a nadie; es el primero en suscribirse para un objeto de beneficencia, y casi no repara en importunar para conseguir un beneficio en pro de un necesitado. A los favores que dispensa procura darles la apariencia de una obligación y el hacer bien es para él el placer más grande. Es inútil añadir que se abstiene de los ofrecimientos que lo son únicamente de palabra, sin ánimo de que lleguen a cumplirse, y que en rigor pueden llamarse verdaderos engaños.
Aunque el hombre debe ser bondadoso, es menester que no degenere en imprudente, acordándose de que la bondad inclina a juzgar a los hombres, no cuales son, sino cuales deberían ser; ilusión agradable que nos libra de las espinas de la desconfianza, pero que es origen de muchos y gravísimos errores.
Entiéndese por modestia aquella virtud que se abstiene de valerse del talento propio y de la propia habilidad de un modo desagradable para aquellos con quienes vivimos. Es verdaderamente una virtud, puesto que consigue reprimir la natural inclinación que nos impulsa a exagerar los méritos propios y a hacerlos sentir a los otros. La inmodestia crece a medida de la ignorancia o del falso saber. Un juicio de nosotros mismos demasiado favorable ofende a nuestros semejantes los cuales queriendo juzgar libremente nuestras acciones, ven con disgusto que nos coloquemos en un rango que ellos no nos hubieran señalado. El hombre modesto se parece a las flores que cualquier hoja oculta a nuestra vista, y que únicamente nos las da a conocer su perfume. La modestia da al talento, a las virtudes, a los conocimientos aquel encanto que el pudor añade a la hermosura.
Atendidos los principios expuestos, el uso ha introducido en la conversación social ciertos modos de decir, que lejos de manifestar excesiva confianza en nuestro juicio, deja traslucir dudas y desconfianza. Franklin nos dice que siempre tuvo la costumbre de no emplear jamás en las conversaciones y controversias las palabras ciertamente, seguramente, indudablemente, y otras que manifestasen estar aferrado en su opinión, sino que decía, yo creo, yo supongo, me parece, si no me engaño, y otras por el mismo estilo. Pues que el objeto de las conversaciones es instruirse e instruir a los otros, persuadir o agradar, de desear es que los hombres inteligentes y bien intencionados no disminuyan el poder que tienen de ser útiles afectando explicarse de una manera presuntuosa que ofende a los demás, y no sirve sino para suscitar oposición y prevenir los efectos para los cuales les fue concedido al hombre el don de la palabra.
La razón nunca ejerce mayor imperio que cuando se presenta, no como ley que debe seguirse, sino cual opinión que debe ser examinada; por eso en las reuniones de Filadelfia se pagaba una multa cada vez que se soltaba una proposición decisiva y dogmática. Los hombres más seguros de la certeza de lo que pensaban habían de emplear las fórmulas de la duda, y adquirir en su lenguage el hábito de la modestia, el cual, por más que se limitase a las palabras, tenía la ventaja de no ofender el amor propio ajeno, y que por la influencia de las palabras en las ideas debe finalmente trascender a las opiniones. Las personas finas sabedoras de que la vanidad sufre cuando se ve convencida, suelen terminar las cuestiones con un chiste, para manifestar que la oposición no las irritó, que no se propusieron ofender a su antagonista, y que no se vanaglorian de la victoria.
Por la razón de que la sombra no más de presunción ofende el amor propio, muchas veces se dan sin motivo los dictados de vano, soberbio, arrogante, y sin motivo se declaran ofensivas las justas razones con las cuales la inocencia y el mérito sostienen sus derechos. Obligado con frecuencia el hombre grande a imponer silencio al orgullo, hade conocer lo que es, se levanta con todo su poder, y se encumbra ante la impertinente medianía, que quisiera envilecerlo.
La verdadera modestia es como el valor verdadero, que no ultraja nunca pero sabe rechazar los ultrajes, a no ser que quien los dirija sea tan vil que no merezca sino el desprecio. ¿Quién hubiera podido tachar de arrogante a Cicerón cuando vuelto del destierro se gloriaba de haber salvado los dioses del Capitolio, al senado de la venganza de Catalina, y al pueblo del yugo de la servidumbre? ¿No era justo que presentase a sus enemigos su nombre borrado, sus monumentos destruídos, su casa demolida, y que los oprimiese con el peso de su gloria? Dejando a un lado el caso bastante raro de Cicerón, y consultando la cotidiana experiencia, veremos que el manifestar justo desprecio de los demás es una justa estimación de sí mismo y un justificativo de la ajena inocencia.
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