La vestimenta del niño.
De la urbanidad en las maneras de los niños.
La vestimenta del niño.
Resumidamente se ha hablado del cuerpo; ahora, de la indumentaria en pocas palabras, por aquello de que el vestido es en cierto modo cuerpo del cuerpo, y también por él es dado deducir la traza del espíritu. Aunque ello es que en estas cuestiones no puede prescribirse una manera y medida fija, por el hecho de que no es igual para todos o la fortuna o la dignidad, ni entre todas las gentes son unas mismas las cosas que se tienen por decorosas o indecentes; en fin, tampoco a todos los siglos les placen o desplacen unas mismas cosas. Por lo cual, lo mismo que en otras muchas cuestiones, así también aquí hay que conceder un tanto, según el proverbio, "nómoi kaì chorai", "a la usanza y al sitio", y aun también "kairói", "a la ocasión", a la cual mandan servir los sabios.
Hay, sin embargo, en medio de esas diversidades, cosas que por sí pueden ser honestas, o lo contrario, como aquellas que no tienen nada de la utilidad para la que se fabrica la vestimenta.
Arrastrar largas colas es cosa que en las mujeres se toma a risa, en los hombres se censura; si a cardenales y obispos les está bien, a otros les dejo el determinarlo.
Las telas finas y traslúcidas no ha habido tiempo en que no se hayan censurado, así en hombres como en mujeres, ya que es ésta la segunda utilidad del vestido, que recubra aquellas cosas que es impudor mostrar a los ojos de los hombres.
Antaño se tenía por poco viril el andar desceñido; hoy eso mismo a nadie se le toma a mal, por aquello de que, una vez inventadas camisolas, ropillas y calzas altas, se cubren las partes pudendas, aun cuando el vestido vuele suelto.
Por lo demás, una vestimenta más corta que para recubrir, al inclinarse uno, las partes a las que se debe respeto, no hay lugar en que no sea deshonesta.
Acuchillar el vestido es de dementes; ponérselos pintados con figuras o cambiantes de color es de payasos y de simios.
Así pues, según sea la medida de los posibles y de la dignidad, y de acuerdo con el país y la usanza, rija en la vestimenta un tal aseo que ni se haga notar por suciedades ni de en sí muestra de lascivia o de frivolidad o de soberbia.
Una vestimenta un tanto descuidada les sienta bien a los muchachos, pero dentro de los limites de la inmundicia: contra decoro, algunos colorean los ribetes de ropillas o camisas con tintura de orina, o delantera y mangas recaman con indecente enjalbegue, no con yeso, sino con moco de narices o de boca.
Los hay a quienes la ropa les cae colgando sobre un costado, a otros, sobre la espalda hasta la altura de los riñones; y no faltan algunos a quienes tales cosas les parezcan elegantes.
Así como la traza toda del cuerpo es bien que esté limpia y bien compuesta, así es bien que el hábito condiga con el cuerpo.
Si los padres te han proporcionado algo más elegante de lo común en vestimenta, no te contemples volviendo los ojos sobre ti mismo, ni vayas haciendo ademanes con el gozo y dándoselo a ver a los demás; pues lo uno es de monas, lo otro, de pavos reales. Que admiren otros: tú mismo no sepas que vas bien vestido.
Cuanto es mayor la fortuna, tanto es más agradable la modestia: a los de medios más humildes ha de concedérseles, para consuelo de su condición, que moderadamente se complazcan en sí mismos; pero el rico que va ostentando el esplendor de su ropaje, a los demás echa en cara su miseria y para sí se granjea malquerencia.
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