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Artesanía de la amabilidad.

Hay gente malencarada y arisca que debió de perderse la clase el día que enseñaban cortesía.

El Correo Digital
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Los buenos modales empiezan a parecer habilidades sofisticadas que no están al alcance del común de las gentes.

Hay gente malencarada y arisca que debió de perderse la clase el día que enseñaban cortesía. La encontramos por todas partes, tan pronto en forma de vecino que no saluda al cruzarse con nosotros en el portal, como con el uniforme de un avinagrado conserje o de un agente de policía grosero. La brusquedad en el trato no es privativa de nadie en particular: se extiende por todas partes como una epidemia, y más en la medida que aumentan los encuentros de todo tipo propiciados por el modo de vida urbano. Se diría que cuanto mayor es el número de esas relaciones, más superficiales, fugaces y banales se vuelven. Tanto da que tengan lugar en una oficina o en un hospital, en el ámbito laboral o en el familiar. Nos vemos y nos hablamos casi sólo por fines prácticos, en situaciones donde lo que se persigue es tramitar un asunto y no relacionarse con el otro, conocerle y confraternizar con él. La eficacia destierra la amabilidad. ¿Para qué preocuparse por decir una palabra agradable si con un simple ademán brusco ya conseguimos lo que interesa?

Por suerte, todavía a nuestro alrededor quedan personas cordiales dispuestas a hacernos la vida más llevadera en los pequeños detalles. Perduran en el habla expresiones del tipo 'gracias', 'perdón' o 'por favor' que deberían estar esculpidas en piedra como mandamientos indeclinables de la convivencia. Recibimos sonrisas de simpatía y gestos acogedores que nos hacen sentir bien. ¿Qué hace que unas personas se expresen con cordialidad mientras que otras parecen incapaces de emitir un solo signo de afecto, de aprobación o de reconocimiento? ¿Será simplemente que unos han nacido simpáticos y los otros son unos cernícalos sin arreglo?

Sin duda las malas formas dependen más de la formación que del carácter. Pero hay también algo de innato en la conducta de esos individuos especialmente dotados para resultar desagradables ya a las primeras de cambio. Al igual que existen discapacidades físicas o psíquicas, se podría hablar de «minusvalías comunicativas»: son las que aquejan a quienes por alguna razón ajena a su control son incapaces de tender puentes de afecto y comunicación positiva hacia los otros. A veces su comportamiento es consecuencia de una timidez enquistada; a veces sus reacciones obedecen a un problema de fobia social. Las malas formas no siempre indican arrogancia, desprecio altivo o mal carácter, sino que surgen como síntomas de otra dolencia de raíz más honda.

Reglas 'abolidas'.

En sus muy recomendables 'Cartas a su hijo' definía Lord Chesterfield la urbanidad como «el resultado de mucho buen sentido, cierta dosis de buen natural, y algo de abdicación de sí en beneficio de los demás». Es decir, una mezcla de talento («buen sentido»), de virtud social («abdicación de sí») y de forma del carácter («buen natural»). A falta de este último, los que sufren de minusvalías comunicativas pueden recurrir a los otros factores. Pero eso no es fácil en una época donde inexplicablemente han quedado postergadas, cuando no abolidas, las reglas de la buena educación. Hoy no es nada extraño encontrarse con gente culta que no sabe cómo dirigirse a los familiares de un difunto para transmitirle su pesar. Podemos topar con personas instruidas que olvidan dar las gracias cuando reciben un regalo, o a las que resulta embarazoso decir a otro unas palabras de elogio, o que cuando tratan de mostrarse cercanos sólo consiguen parecer ordinarios.

Nuestros mayores lo tenían más fácil. Uno podía carecer de dones naturales para la comunicación, pero el sistema social le facilitaba unas pautas de comportamiento que suplían esa deficiencia. Bastaba con recurrir a cualquier manual de cortesía para encontrar las palabras adecuadas en cada caso. Los maestros tal vez no educaban para la ciudadanía con mayúscula, pero sí para esa manifestación cotidiana del respeto que son las buenas maneras. Las fórmulas de cortesía, por estereotipadas que resultasen, se convertían gracias a la educación en actos reflejos mediante los cuales uno tenía la certeza de no parecer ni antipático ni arisco.

Falso igualitarismo.

Hemos infravalorado la importancia de la cortesía, de la amabilidad y de los buenos modales. En parte se debe a una interpretación absurda del igualitarismo, según la cual la buena educación va asociada con un signo de clase que es preciso desterrar sustituyéndolo por la llaneza en las palabras y en las formas. En parte tiene que ver también con otra idea no alejada de la realidad: la cortesía, el protocolo y la etiqueta son muchas veces el camuflaje de los hipócritas.

Como en todos los órdenes de la vida, las habilidades pueden ser empleadas con fines rectos o con fines inconfesables. Quizá las competencias comunicativas sirvan a algunos para embaucar a los otros o para aparentar unos sentimientos falsos. Pero, con todo y con eso, siempre es preferible encontrar a nuestro paso gestos amables que oír bufidos y ver malas caras. A veces da la impresión de que saber pedir perdón, acordarse de un cumpleaños, ceder el paso al entrar en un local, interesarse por la familia de nuestro interlocutor, sonreír al cliente, decir gracias al tendero, pedir las cosas por favor, hacer un cumplido o dar los buenos días empiezan a parecer habilidades sofisticadas que no están al alcance del común de las gentes. Si efectivamente es así, habrá que volver a enseñarlas en la escuela para que de ella no salgan bobos emocionales incompetentes para comunicarse con los demás con un mínimo de cordialidad.

 

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