Inmunidades de la familia y la comitiva de los agentes diplomáticos. II.
Inmunidades de las personas que componen la familia y la comitiva de los agentes diplomáticos. Jurisdicción que sobre ellos ejerce el Ministro. En lo civil. En lo lo criminal. Sus restricciones...
Para obviar a las dudas que, a cada momento, pueden surgir respecto de las personas que componen la familia y la comitiva oficial de un ministro público, creemos que nunca puede recomendarse bastante la generalización de una práctica, adoptada en el día en muchas cortes Europeas, de la que ya hemos hablado antes, y que consiste en exigir que se remita al ministerio de Relaciones Exteriores, una razón nominal de las expresadas personas, con especificación de los cargos u oficios que desempeñan en la Legación.
Respecto de la jurisdicción voluntaria que sobre las personas de su comitiva ejerce el agente diplomático, si es que para ello tiene una delegación expresa de su gobierno, es bien entendido que esos actos jurisdiccionales, ya sea que se tra-duzcan bajo la forma de testamentos, donaciones, contratos etc., no tienen, para las autoridades judiciales del país, sino un carácter facultativo de validez, que no puede ser apreciada sino con arreglo a los principios de la legislación nacional.
Algunos agentes públicos, dando una tan lata como absurda interpretación a esa prerogativa jurisdiccional de la que venimos hablando, han pretendido, a veces, particularmente en nuestras Repúblicas Americanas, hacerla extensiva a sus nacionales, sustrayéndolos, con este procedimiento, a la acción de las leyes y de los tribunales del país, a que están tácitamente sometidos por el simple hecho de haber ingresado en el territorio. No hay términos bastante enérgicos para censurar y condenar esta clase de abusos, que importan una ostensible usurpación de autoridad y pueden dar margen a gravísimos conflictos.
La misión del agente público, respecto de sus nacionales, es esencial y exclusivamente protectora, los límites dentro de los cuales puede ejercerse ya los hemos demarcado, ella presupone que han sido agotados todos los medios que las leyes franquean para alcanzar justicia u obtener la reparación de un agravio. Pero no le es dado salir de allí para avanzarse hasta juzgar, ya sea que la cuestión se verse entre sus nacionales o bien entre alguno de ellos y un súbdito del país en el que está acreditado.
Para completar el tratado de inmunidades de los miembros del cuerpo diplomático tenemos todavía que ocuparnos de las inmunidades religiosas.
Desde la época de la Reforma, esa portentosa revolución que separó de la Iglesia Romana una gran parte de la Europa, fue concedida a los agentes diplomáticos la prerogativa del libre ejercicio de su culto en el interior de sus casas. Este derecho lo han hecho derivarse unas veces de la costumbre, fundándolo en el principio convencional del ex-territorio, y otras veces ha sido el objeto de tratados especiales entre las diversas potencias. Por virtud de él ha gozado, el ministro público residente en el extranjero, del privilegio de celebrar en su morada, o en su capilla privada, las ceremonias de su religión nacional, aun cuando no haya sido esta tolerada por la Constitución, por las leyes o por los reglamentos del país de su residencia.
"El creciente espíritu de independencia religiosa y de liberalismo, dice el publicista Wheaton (Wheaton, "Elementos de Derecho internacional", tomo 1.º, pág, 223 - 21), ha extendido gradualmente este privilegio hasta permitir, en casi todos los países, el establecimiento de capillas públicas anexas a las diferentes embajadas extranjeras, en las que no solo los extranjeros de la misma nación, pero aun los naturales del país que profesan la misma religión, son admitidos al libre ejercicio de su culto particular. Esto no se hace extensivo sin embargo, a las procesiones públicas, al uso de las campanas u a otros ritos externos celebrados fuera del recinto de la capilla".
El libre ejercicio del culto, en las casas o capillas de las legaciones, supone el derecho de tener capellanes rentados y con el goce de todas las inmunidades personales y jurisdiccionales, pues se les considera como formando parte integrante de la familia del ministro. Supone igualmente el derecho de tener los empleados subalternos necesarios para esta clase de servicio, aun cuando el gobierno, por su parte, según el sentir de algunos tratadistas, parece autorizado para limitar el número de ellos, y aun para prohibir el desempeño de esos encargos a los naturales del país.
En lo concerniente a registros parroquiales, que puedan llevarse en la capilla de la Legación por el eclesiástico encargado del culto, y que tengan por objeto fijar, en determinados casos, el estado de las personas, extendiéndose en ellos, por ejemplo, actas de nacimiento, de matrimonio, de defunción etc. etc., parece fuera de toda duda que esta clase de documentos debe surtir todos sus efectos legales en favor de los individuos que pertenecen al personal de la embajada, o más bien el mismo efecto que produjeran si hubiesen sido extendidos en el territorio del país a que pertenece el agente diplomático; pero serían completamente irritos y sin valor para las personas que no formasen parte de la misión, o para los naturales del país cerca del cual la misión está acreditada (Ch. Vergé, "Comentarios al Derecho de Gentes", de Martens).
¿Puede continuar celebrándose el culto en la capilla de una Legación, cuando el agente diplomático ha cesado en sus funciones, y ha abandonado el lugar de su residencia oficial? Nos hacemos cargo de esta duda porque ha sido algunas veces propuesta, aunque en su proposición misma lleva imbíbitos los términos racionales de su solución. Cuando un agente diplomático ha cesado en sus funciones y ha abandonado el lugar de su residencia, es evidente que deja de tener allí domicilio oficial y por consiguiente, cesando de hecho la ficción legal de ex-territorio, la capilla que fue de la legación ya no se reputa como radicada fuera del país, sino como situada real y verdaderamente en él y sujeta necesariamente a las leyes y reglamentos nacionales. La continuación del culto en ella, no sería pues el ejercicio de un derecho legítimo y conforme a las prácticas internacionales, sino el resultado de una permisión condescendiente o de una tácita tolerancia de parte de las autoridades locales.
"El poder social, ha dicho, al hablar del libre culto, uno de nuestros más eminentes publicistas Americanos (M.A. Fuentes, "Compendio de Derecho Administrativo", pág. 178), es del todo incompetente para estatuir sobre el dogma y sobre las prácticas de una religión. De aquí se sigue que la libertad religiosa es un derecho absoluto. El derecho de intervención del Estado no debe aparecer sino cuando los sectarios de una religión, en vez de limitarse a practicarla, cometen infracciones de la ley común y atacan la tranquilidad de los individuos o del cuerpo social; se reduce pues a reprimir esas infracciones cuando se cometen y a ejercer una eficaz vigilancia para hacer efectiva esa represión".
A pesar de estas tan juiciosas y tan exactas apreciaciones, cada vez que de lo alto de la tribuna parlamentaria ha caído en nuestras Repúblicas Americanas, la palabra: libertad de cultos, una borroscosa tempestad ha surgido del seno de las masas agitadas por el fanatismo para protestar contra este sagrado principio, que es una de las más importantes garantías de toda asociación.
La conquista de las ideas es indudablemente más difícil y más lenta que la de los territorios. Sin embargo los infatigables obreros de la civilización no pierden la esperanza de que, en un porvenir no muy remoto, podamos agregar al catálogo de nuestras libertades, la libertad de conciencia, públicamente manifestada por la libertad de cultos, y no pueden dejar de ver un encaminamiento hacia la realización de ese plausible propósito en la extensión, mayor cada día, de las franquicias otorgadas a los agentes diplomáticos y a sus nacionales para el libre ejercicio de sus prácticas religiosas.
Cuando las capillas de las diversas comuniones estén abiertas al extranjero en el inviolable recinto de las Legaciones, habrá desaparecido uno de los obstáculos que detiene las favorables corrientes de la inmigración Europea, tan necesaria para el progreso de nuestra industria y de nuestras artes, y cuando nuestros pueblos se hayan acostumbrado a ver al extranjero entregarse libremente a sus prácticas religiosas, la tolerancia de cultos, elevada sin tropiezo a la categoría de un hecho consumado se convertirá muy fácilmente después en un principio, sin herir susceptibilidades de conciencia, sin causar perturbaciones sociales, y podremos inscribirla francamente y con orgullo en el frontispicio de nuestras Constituciones al lado de las garantías que ya poseemos.
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