Ceremonial y Etiqueta en el extranjero. I.
Antiguamente la menor cuestión de etiqueta, era el tema preferente que absorbía por completo la atención y la negociación de los Embajadores
Ceremonial y Etiqueta en el extranjero.
"Il faut mêttre dans les vertus une certaine noblesse; dans les moeurs une certaine franchise; dans les maniêres une certaine politesse". (Montesquieu, "De l'espiit des lois". Liv. IV, cap. II).
Antiguamente la menor cuestión de etiqueta, era el tema preferente que absorbía por completo la atención y la negociación de los Embajadores; cualquier diferencia del Ceremonial, el rango del Soberano, las preeminencias adquiridas o usurpadas, el paso de preferencia o los puestos a la derecha o a la izquierda, eran motivos suficientes para interrumpir el curso de la gestión de los más graves asuntos, para consagrarse exclusivamente a discutir y dilucidar, si el coche del Embajador de Francia se debía parar en la calle y dejar pasar al del Representante de España, o si las sillas de los Embajadores del Emperador debían ser más altas que las de todos los demás, o si después de incensar en una ceremonia religiosa a un Embajador, no debía incensarse también a los otros Embajadores que estaban presentes, etc., etc.
Hoy afortunadamente, determinados ya en el Congreso de Viena y en la Conferencia de Aix-la-Chapelle el rango y la etiqueta de las categorías diplomáticas; adoptado el alternado para la redacción de documentos públicos, y fijadas por las Cortes, en general, las reglas para el Ceremonial de las recepciones diplomáticas, las cuestiones de etiqueta son siempre de otra índole y se suscitan muy de tarde en tarde.
Wicquefort, dice que la etiqueta dependía del respeto que se profesaba a la Corte del Enviado que se recibía; citando en apoyo de su teoría, el hecho ocurrido en la de Roma, que siendo la más avara de sus honores, concedió, sin embargo, una recepción extraordinaria, que no le correspondía, al Conde de Olivares, Embajador ordinario de España; y aunque el Papa Gregorio XIII, al contestar al Mensaje que envió aquél, pidiendo se le permitiese alojarse en la viña de Julio III (que está en la Vía Flaminia, poco distante de las puertas de Roma), con objeto de descansar allí y hacer luego su entrada oficial en la ciudad como la hacían los Embajadores extraordinarios, le hizo presente que los honores que solicitaba eran superiores a su cargo; pero como quiera que el Embajador insistiera en su pretensión, y como en aquellos tiempos España se hacía respetar muchísimo, la Corte romana cedió, concediéndole una parte del ceremonial de Embajador extraordinario, porque se trataba de un país que sabía, entonces, imponerse a todo el mundo. ("L'Ambassadeur et ses fonctions", libro I, pág. 256).
Este ejemplo basta para probar lo que hemos dicho, demostrando la necesidad de adoptar, como se han adoptado en todas las Cortes, reglas fijas de etiqueta, en relación con las categorías de los Enviados, y no con las de sus países, suprimiendo así el carácter de odiosidad que revisten las preferencias en las cuestiones de ceremonial.
Estos ceremoniales se han inspirado en cierta idea de reciprocidad, que pudiera aún ser más severa; pero no desconfiamos en ver realizarse, muy pronto, una reforma general, que establezca un ceremonial único, así como se ha establecido una categoría uniforme en los cargos diplomáticos; tanto para las recepciones y audiencias, como para todo cuanto se relacione con el trato y consideración del Cuerpo Diplomático.
La preponderancia del elemento militar, sobre todo en las Cortes del Norte de Europa, ha establecido ciertas preferencias que no es posible combatir más que adoptando el sistema alemán de conferir categorías militares honorarias que, generalizándose, hagan desaparecer el antagonismo que hoy se crea entre el elemento civil y el militar; y ya que los Jefes de las Misiones diplomáticas extranjeras acreditadas en esas Cortes, no han querido o no han sabido sostener los privilegios de los Diplomáticos, consintiendo que se considere y prefiera una graduación militar cualquiera a las categorías diplomáticas, bien puede devolverse a éstas su antiguo prestigio, apoyándolas con la concesión de determinados honores militares.
Por lo demás, los Jefes de Misión tienen el deber de velar por la conservación de las franquicias y de los privilegios del Cuerpo Diplomático, y evitar, por medio de amistosas y discretas observaciones, que los Gobiernos, cediendo a la presión de las corrientes democráticas, que tal vez les llevaron al poder; o al empuje de la preponderancia militar, desconozcan y cercenen sus tradicionales inmunidades, porque no es posible que sin ellas puedan subsistir, como han subsistido hasta el día; y porque su alta representación, al exigir estos privilegios, les quita cuanto puedan tener de odiosos y de irritantes al establecer la estricta reciprocidad de los mismos.
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