Principios generales de la urbanidad y las buenas maneras. II.
Las reglas de urbanidad son las que fomentan y conservan las sociedades.
Seamos sobre todo atentos en general, y no dejemos de usar una afectuosa cortesía, aun con aquellas personas cuya posición social está muy desnivelada con la nuestra.
La urbanidad es útil a todos, sea cualquiera su edad, su estado y posición social. La virtud agreste y despojada de sus atractivos, no podría brillar en todo su esplendor ni aun en los monasterios, en donde las siervas de Dios están obligadas a guardarse infinitos miramientos entre sí para no alterar la paz y el orden. El hombre lleno de sabiduría, pero tosco y uraño, que ignora los medios de agradar en sociedad, es como esos cuerpos celestes que no brillan a nuestra vista ni embellecen las serenas noches del estío, por girar en lo más encumbrado del espacio. Ninguna cualidad, por eminente que sea, nos dispensa de ser afables y corteses en el trato de nuestros semejantes.
La virtud que más necesitamos ejercitar para conseguirlo es la paciencia; pero ocultando siempre cuidadosamente, cuando condescendemos a las exigencias de los demás, el disgusto que nos causa renunciar a nuestras comodidades. El que nos echa en cara una molestia o un sacrificio, nos dispensa de estarle agradecidos.
La mujer encierra en su corazón cuanto hay de más bello, dulce e interesante en la naturaleza. Tierna, inocente y compasiva, inclinada siempre al bien, sintiéndose siempre arrastrada por su sensibilidad a hacer traición a sus afectos, es la que más necesita de una fina urbanidad para realzar sus encantos, y es la que, precisamente, encuentra en su práctica uno de sus mayores escollos.
¡Ah cuán difícil es con un corazón que rebosa de ternura, con una imaginación que se deja arrastrar por todo lo que es noble y grande, revestirse siempre de esa prudente reserva, que no nos deja traspasar los límites de la modestia ni descender a la baja gazmoñería!
En ella, como la más leve mancha en el cristal, resaltan hasta aquellos leves defectos que en el hombre pasarían desapercibidos.
La urbanidad en la mujer ha de estar tan hermanada con el decoro, que se identifique con él y formen una sola virtud, que así puede llamarse, porque ¡cuántas privaciones, sacrificios y gravísimos compromisos le cuesta a la mujer el unir esas dos cualidades, que por la naturaleza de sus sentimientos casi son incompatibles entre sí! ¡Cuán delicado debe ser en ella ese tacto social que traza su conducta, cuánta prudencia y dignidad debe presidir a todos sus actos!
¡Pobres mujeres! ¡pobres mártires! ¡pues aun donde los hombres hallan una senda de flores, ellas huellan punzantes espinas! Pero no hay lauro sin combate, y es más esplendente el que adorna las sienes del vencedor después de una encarnizada lucha. ¡La mujer que reuna una suave urbanidad al más severo decoro, redobla sus atractivos y se adorna de ese hechizo irresistible que sobrevive a la acción del tiempo y la hace ser amada y respetada aun después que ha desaparecido el brillo de la juventud y la hermosura! Para conseguirlo la mujer debe tener presente que la virtud ha de ser siempre su norte, y la honestidad y el recato sus mas poderosos escudos. Penosa y delicada misión para la que ha sido formada de amor, para aquella a quien Dios ha confiado sus tesoros de consuelo; pero un fino tacto social la salvará de estos escollos, y será tierna y bondadosa sin dejar de, ser modesta y recatada.
A veces los malos se presentan en la sociedad con cierta apariencia de bondad y buenas maneras; pero solo pueden fascinar por un momento, porque los vicios son como el pedazo de corcho, que siempre sobrenada sobre el agua cristalina.
Procuremos distinguir lo ficticio de lo verdadero, para no tomar por modelos a personas indignas de la consideración general.
Abstengámonos, no obstante, de desairar a aquellos que no gocen de un buen concepto público, o que no merezcan nuestras simpatías, pues siempre debemos dar pruebas de indulgencia y tolerancia. Basta con que nos apartemos de su trato.
Hay algunas personas que se envanecen de las prendas que no poseen, y cuando nuestra posición no nos llama a reprender o aconsejar, dejemos que cada uno se complazca con la idea que de sí mismo tenga formada.
No olvidemos que la figura de censor es una figura muy grave, muy austera y muy poco grata para la sociedad. Procuremos practicar las buenas costumbres; pero no nos erijamos en eternos fiscales de Ias costumbres ajenas, pues sobre dar una idea de un carácter poco tolerante y generoso, nos conciliaremos la animadversión general.
A nadie le gusta recibir consejos, porque cada uno en su amor propio cree raciocinar con bastante exactitud para no necesitarlos.
Guardémonos, pues, de darlos sin que nos los pidan, y no imitemos jamás a aquellas personas fastidiosas que se meten a gobernar las casas ajenas, y pretenden dirigir los asuntos de los demás a su capricho. Apenas se les habla de cualquier asunto, cuando se meten a consejeras, trazando una línea de conducta al que les cuenta sus cuitas, sin tener presente que nadie puede dirigir mejor un asunto que el propio interesado, porque nadie mejor que él conoce todos los escollos que se ofrecen para tomar una determinación cualquiera.
Demos nuestro parecer si nos lo piden; pero aun esto con la mayor parsimonia posible, para no herir la susceptibilidad del que nos lo pregunta.
Jamás nos detengamos a encarecer las ventajas o los goces que la naturaleza o la fortuna nos hayan proporcionado, delante de aquellas personas que se hallen en la imposibilidad de disfrutarlas también, porque esto sería mortificarlas, y al mismo tiempo tengamos consideraciones al amor propio de los demás, tomando parte en el placer que cada cual experimenta por sus riquezas, su talento o por su posición social.
No destruyamos nunca la fe y las ilusiones de los corazones crédulos y sencillos; si el desengaño o la desgracia nos las han arrebatado, no levantemos el velo que cubre sus ojos inexpertos, a menos de que no estemos intimamente convencidos de que sus ilusiones puedan perjudicarlos.
Al que esté agitado por un temor cualquiera, no se le debe alarmar con nuestras propias apreciaciones, por más que nuestra razón las justifique, y lejos de esto procuraremos tranquilizarle y mantenerle en la esperanza.
Hay algunas personas tan malévolas que andan a caza de noticias desagradables, para ser las primeras en comunicarlas a los interesados, como si se recreasen en las escenas de luto y desconsuelo.
Por tarde que venga el mal siempre viene demasiado pronto, y es una crueldad el anticiparlo.
Como no nos veamos precisados a ello, procuremos no dar nunca una mala noticia, y si lo hacemos, que sea con todas las precauciones que nos dicten nuestra sensibilidad y delicadeza.
Hay también algunos que tienen la fea costumbre de personalizar todas las cuestiones y sacar siempre su propio ejemplo para acriminar la conducta de los otros.
Esto es muy impropio de una persona bien educada, en cuyos discursos ha de estar casi siempre abolido el yo personal y egoísta.
Todas las comparaciones son odiosas, y mucho más las que hacemos con nosotros mismos, porque el paralelo nunca puede ser justo ni exacto, y aunque lo fuese, no podría menos de revelar nuestro orgullo y resentir a los que nos escuchan.
Es falta de tacto, hacer detenidos elogios de un profesor delante de sus comprofesores y lo mismo que de una persona cualquiera, delante de otra que sabemos le es desafecta.
Evitemos, cuidadosamente, el decir algo de nosotros mismos que pueda ceder en nuestro elogio; si nos vemos precisados a hacerlo hagámoslo con tal modestia y naturalidad, y sobre todo tan de paso, que parezca que deseamos evitar que se fije en ello la atención de los que nos escuchan.
- Principios generales de la urbanidad y las buenas maneras. I.
- Principios generales de la urbanidad y las buenas maneras. II.
- Principios generales de la urbanidad y las buenas maneras. III.
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