
El hombre de ciudad en viaje.
Llegados al término del viaje nada se deben los unos a los otros sino un saludo urbano, y algunos deseos lisonjeros.
El hombre de ciudad en viaje.
No habléis jamás de política.
No afectéis el hablar de vuestra persona. Un hombre prudente y discreto, no se franquea delante de los extraños; alterna en la conversación cuando es indiferente, y calla cuando toma un giro demasiado grave o demasiado libre. La opinión propia es debida a los amigos y conocidos; pero solo se merecen una política reservada aquellos de quienes no se sabe ni la situación ni las cualidades.
Las comidas en las posadas merecen la atención de los viajeros. Por lo regular se baja del coche con un apetito extremado, y solo se tiene una media hora para satisfacerle. Conviene no olvidarse tampoco entonces de la urbanidad, y pensar en servir a las señoras cuando esté cerca de ellas; aunque no está prohibido el pensar en sí mismo.
En una diligencia en que está el viajero condenado a pasar tres o cuatro días y otras tantas noches, pronto se establece la intimidad, la reserva individual va disminuyendo, y por lo común se introduce la franqueza a la octava posta. No nos engañemos: esta confianza tiene su origen en solo el instinto; se quiere uno libertar del fastidio del viaje y pasar el tiempo agradablemente. Así, pues, llegados al término del viaje nada se deben los unos a los otros sino un saludo urbano, y algunos deseos lisonjeros; he aquí el mundo; he aquí la vida. Los viajeros mueren así el uno para el otro, del mismo modo como dejamos a nuestros amigos y nuestros padres para hacer lugar a nuestros hijos y a nuestros nietos; morimos, ocupan nuestros asientos; dejamos la diligencia, se muda caballos, llegan otros viajeros, y el postillón chasquea.
Es un arte difícil el de viajar; y sobre todo en carruajes públicos se puede apostar ciento contra uno a que entre los compañeros de viaje que se encuentren habrá menos gente bien que mal educadas. Conviene, pues, aplicarse a combinar la urbanidad y el egoísmo de tal manera, que en las relaciones con los compañeros de viaje no sea uno ni poco urbano, ni víctima de su amor propio.
"La finura quiere que se ceda el mejor sitio a una señora que ocupa uno menos cómodo"
Desde que se entra en el carruaje se debe echar una ojeada indagadora sobre cada uno de los compañeros. La finura quiere que se ceda el mejor sitio a una señora que ocupa uno menos cómodo.
Los carruajes públicos son una especie de república, en la que la severa etiqueta pierde algunas veces sus derechos; pero la decencia debe mantener siempre los suyos. Hecho ya conocimiento entre los que la casualidad ha reunido, la conversación gira regularmente sobre algunas materias alegres. La anécdota del día, o algún cuento referido con sal y jocosidad, excita en el viajero una risa franca como su apetito. Basta para hacerse amable en un viaje ponerse al nivel de las gentes con quien se va; no hacerse aguardar a las horas de montar, dormir lo menos que se pueda sobre el hombro del que va al lado, dar la mano a las señoras cada vez que suban o bajen al carruaje, y ofrecerlas el brazo cuando se trata de subir alguna cuesta.
El escollo en este punto está en la mesa. Se sabe muy bien que las sirvientas de los posaderos, listas a los chasquidos del postillón, ponen de antemano la mesa, y apenas se está en el estribo cuando ya está la sopa pronta. El hombre diestro se anticipa a los viajeros, se sienta a la izquierda de la persona a quien sirve, y al mismo tiempo que hace circular las piezas trinchadas tiene también mucho cuidado de proveer su plato. En mesas de parador y de viaje, así como en el teatro, tiene muy pocas excepciones el "cada uno para sí". Se permite a cualquiera beber el buen vino que paga para sí solo, y solamente exige la urbanidad hacer de manera que lo traigan de oculto.
Es indispensable una gran precaución en el viaje, pues es tan imprudente el responder a preguntas indiscretas, como incivil el hacerlas.
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