Diferentes aplicaciones de la urbanidad. De los deberes respectivos.
Las personas entre quienes existen relaciones especiales, ya sean accidentales o permanentes, se deben respectivamente ciertas consideraciones también especiales.
Manual de Buenas Costumbres y Modales. Urbanidad y Buenas Maneras.
1. Las personas entre quienes existen relaciones especiales, ya sean accidentales o permanentes, se deben respectivamente ciertas consideraciones también especiales; y aunque sobre este punto se encuentren nociones suficientes en los principios generales de moral, civilidad y etiqueta contenidos en esta obra, no hemos creído superfluo el presentar aquí algunas reglas particulares que fijen de una manera más determinada y concreta el carácter de estas consideraciones.
2. Deberes entre padres e hijos. La afabilidad y franqueza del padre, y el respeto y la sumisión del hijo, forman un sublime concierto que hace de sus relaciones el encanto de la vida doméstica. Ni el padre hace sentir innecesariamente al hijo la fuerza de su autoridad, ni el hijo abusa jamás de los derechos que le concede la amistad y el obsequioso cariño del padre.
Unidos y entrelazados ambos por el vínculo más dulce y más sagrado que existe en la naturaleza, sus relaciones están siempre sustentadas por un afecto inextinguible, y amenizadas por las demostraciones de la más exquisita civilidad, que son las que nacen naturalmente de un sentimiento profundo de amistad y benevolencia.
3. Entre esposos. Las relaciones conyugales son las que exigen mayor suma de prudencia, delicadeza y decoro; así porque la conducta recíproca de los esposos ejerce una directa y poderosa influencia en el orden y la felicidad de las familias, como porque la indisolubilidad del vínculo que los une no les deja otro arbitrio que el escándalo, una vez perdida entre ellos la consideración que se deben, a la cual se sustituye siempre la discordia con todos sus abominables caracteres.
4. El hombre de buenos principios se manifiesta siempre atento, afable y condescendiente con la compañera de su suerte, con aquella que abandonando las delicias y contemplaciones del hogar paterno, le ha entregado su corazón y le ha consagrado su existencia entera; y sean cuales fueren las contrariedades que experimente en la vida doméstica, sean cuales fueren los disgustos que conturben su ánimo, jamás se permite ninguna acción, ninguna palabra que pueda ofender su dignidad y su amor propio.
Colmándola por su parte de consideración y respeto, le atraerá indudablemente la consideración y el respeto de hijos y domésticos y de todas las demás personas que la rodean; y apareciendo en todas ocasiones discreto, delicado y decoroso le dará ejemplos de discreción, delicadeza y decoro que influirán ventajosamente en su conducta para con él mismo, y en el desempeño de los importantes deberes que están especialmente a su cargo, como la primera educación de los hijos, el gobierno de la familia, y la inmediata dirección de los asuntos domésticos.
5. La mujer, por su parte, respira en todos sus actos aquella dulzura, aquella prudencia, aquella exquisita sensibilidad de que la naturaleza ha dotado a su sexo; y corresponde al. amor exclusivo que en ella ha puesto el hombre que la ha considerado como el centro de su más pura felicidad, haciendo que él encuentre siempre a su lado satisfacción y contento en medio de la prosperidad, consuelos en los rigores de la desgracia, estimación y respeto en todas las situaciones de la vida.
6. Entre sacerdotes y seculares. El ministerio del sacerdote es tan sublime, son tan puras y tan eminentemente sociales las doctrinas contenidas en la ley evangélica, que es la ley suprema de todas sus acciones; y su alto carácter exige tal dignidad y decoro en sus maneras, que naturalmente debe aparecer en él en todas ocasiones comportamiento fino, delicado y atento.
7. Cuando el sacerdote suba a la cátedra del Espíritu Santo a explicar el Evangelio, a predicar las sublimes doctrinas del Divino Maestro, a censurar los vicios y las malas costumbres, a encaminar, en fin, a los fieles por el sendero de la religión y la moral, no puede salir de sus labios ninguna palabra que no sea culta y decorosa, ninguna palabra que de alguna manera pueda alarmar el pudor y la inocencia, y vaya a producir efectos contrarios a los que él mismo se propone.
8. El tribunal de la penitencia es el asiento de la discreción, de la delicadeza y de la decencia. Allí se postra frecuentemente la inexperta joven, que no se ha acercado ni con el pensamiento al intrincado laberinto de las debilidades humanas, a implorar la remisión de aquellas ligeras culpas que son propias de su edad, y a pedir consejos saludables a la paternal solicitud del sacerdote; y toca a la ilustrada prudencia de éste el contemplar los fueros de inocencia, omitiendo, en sus preguntas y en sus advertencias, todo aquello que pueda ir a estar de más en las impresiones de un alma tierna y candorosa.
En general, el lenguaje del confesor será siempre dulce, consolador y caritativo, atrayendo las almas al camino de la bienaventuranza por medio de la persuasiva elocuencia de la virtud, sin emplear jamás la acritud y la dureza, de que por cierto nos dió ejemplo el mismo Hijo de Dios con los pecadores arrepentidos.
9. Una de las más augustas funciones del sacerdote es la de prestar al moribundo los últimos auxilios espirituales, en los cuales encuentra éste la mayor de las felicidades, que es la prenda de la salvación eterna. ¿Y cuánta no debe ser la prontitud y la eficacia del sacerdote en prestar estos auxilios?.
¿Cuál no debe ser el espíritu de caridad y de sacrificio de que se revista para desempeñar esta obligación en cualquiera oportunidad, en cualquier hora del día o de la no che, y aún cuando para ello tenga que sufrir privaciones, incomodidades y fatigas?. El sacerdote que, por no interrumpir el sueño, o por ahorrarse una penalidad cualquiera a que no le fuese imposible someterse, desoyese la voz del moribundo, hollaría el más sagrado de los deberes de la caridad evangélica, derramaría el desconsuelo y el escándalo en las almas piadosas, y se haría indigno de representar sobre la tierra a Aquel en quien todo fue amor a los hombres, abnegación profunda, sacrificios sin reserva.
10. Las consideraciones que los seculares deben a los sacerdotes, quedaron suficientemente indicados en la parte moral de esta obra, pero debe aquí advertirse que en los actos puramente sociales, es de muy fina educación el considerarlos siempre como superiores, y tributarles todas las atenciones que como a tales les son debidas.
Sucederá muchas veces que un sacerdote, en su calidad de hombre, no reúna todas las circunstancias que en general determinan la superioridad intrínseca, y que, bajo este respecto, sea él inferior a las personas con quienes se encuentre en sociedad; más como la preeminencia absoluta que la urbanidad concede al sacerdote está fundada en el sagrado carácter de que se halla investido, éste suple en tales casos en él los fueros de la edad, de la categoría y de la representación social.
11. Entre magistrados y particulares. Los magistrados, así como no tienen otro norte que la conciencia y la ley para el ejercicio de su ministerio, tampoco pueden apartarse, en su trato con los particulares, de las reglas de la moral y de la urbanidad, de cuya observancia no los releva en manera alguna la posición que ocupan.
12. El magistrado que, prevaliéndose de la autoridad que ejerce, atropella los fueros de la decencia y de alguna manera ofende la dignidad de las personas que ante él se presentan, abusa vil y torpemente de su posición, hace injuria a su propio ministerio, y manifiesta además una educación vulgar y grosera.
Aún el desgraciado que con sus crímenes ha horrorizado a la sociedad, tiene el más perfecto derecho a ser respetado en su carácter de hombre; y el magistrado que le hace experimentar los rigores del desprecio, o le niega las consideraciones que la humanidad y la ley no le han negado,. no sólo falta a sus deberes legales y sociales, sino que viola los más sublimes principios de la caridad cristiana, la cual cubre con su generosa égida la miserable condición del infeliz cuyos excesos le han entregado al brazo de la justicia.
13. En cuanto a los particulares, en todos los casos en que hayan de ventilar y sostener sus derechos, y aún en aquellos en que se vean desposeídos de la justicia, ellos deben circunscribirse a los límites de la moderación y la decencia, sin faltar jamás al respeto debido a los magistrados, y sin usar de otro lenguaje ni valerse de otros medios, que los que están autorizados para las leyes civiles y sociales.
14. Entre superiores e inferiores. El hombre de sentimientos nobles y elevados, es siempre modesto, generoso y afable con sus inferiores, y jamás deja de manifestarse agradecido a los homenajes de consideración y respeto que éstos le tributan. Lejos de incurrir en la vileza de mortificarlos haciéndoles sentir su inferioridad, él estrecha la distancia que de ellos le separa, por medio de un trato franco y amistoso, que su prudencia sabe contener dentro de los límites, de su propia dignidad, pero que un fino tacto despoja de aquel aire de favor y protección de que se reviste el necio orgullo, cuando a su vez pretende obsequiar la inferioridad.
15. El inferior tratará siempre al superior con suma atención y respeto; pero téngase presente que todo acto de sumisión o lisonja, que traspase los limites de la dignidad y el decoro, es enteramente ajeno del hombre bien educado y de buenos sentimientos, por cuanto la adulación es la más grosera y ridícula de todas las bajezas, y, como hija de la hipocresía, revela siempre un corazón poco noble y mal inclinado.
16. Nada hay más indigno entre superiores e inferiores que un acto cualquiera de indebida o excesiva confianza; en los primeros, esto aparecerá siempre como una muestra de poca dignidad, y a veces de menosprecio; en los segundos, como una falta de consideración y respeto, y al mismo tiempo como un signo de la más necia vulgaridad.
Cuando el superior usa de una oportuna y delicada confianza con el inferior, le manifiesta por este medio una estimación especial, a que debe corresponder el inferior con aquella cordialidad y franqueza que el hombre discreto sabe siempre hermanar con la moderación y el respeto.
17. Entre los preceptores y los padres de sus alumnos. La persona que recibe de un padre el grave y delicado encargo de la educación de sus hijos, debe tener presente que éste no ha podido depositar en él tan alta confianza, sin haberle considerado capaz por su moralidad, la pureza de sus costumbres, la dignidad de su carácter, su finas maneras y la cultura de su entendimiento, de ejercer dignamente esta honrosa delegación por medio de la doctrina y el ejemplo, sembrando en el corazón de sus hijos la preciosa semilla de la virtud, y preparándolos a ser útiles a sí mismos, a su familia y a su patria.
Y como las almas nobles prescinden siempre de los propios merecimientos y de la material retribución del trabajo, cuando el encargo que reciben encierra un homenaje de consideración, el maestro no podrá menos que añadir al estricto cumplimiento de sus deberes todas las particulares demostraciones de especial atención y aprecio, con que pueda manifestarse agradecido a los padres de sus alumnos por el elevado concepto que les ha merecido.
18. Pero los padres de los alumnos deben hacer a su vez una completa abstracción del mérito que el preceptor haya podido reconocer en su elección; considerando tan sólo que los afanes y desvelos que éste consagra a sus hijos son de orden tan elevado, y tan sublime, que un corazón paternal no los ve jamás recompensados con una simple retribución pecuniaria, le colmarán de honor y consideración, y no omitirán medio alguno para manifestarle el agradecimiento que merece siempre de un padre todo el que trabaja por el bien y la felicidad de sus hijos.
19. Un padre no tiene ningún derecho para reconvenir al preceptor de sus hijos por actos que estén autorizados por los estatutos, la disciplina y las prácticas generales que éste haya establecido, todo lo cual ha debido consultar antes de confiarle un encargo que supone siempre el completo sometimiento a las reglas comunes. En un establecimiento de enseñanza no puede haber otras distinciones que aquellas que estén fundadas en la virtud y el mérito, y es exclusivamente su director el que se halla en capacidad de descubrir en sus alumnos estas dotes, así como de conceder los premios y aplicar las penas que la posesión o la carencia de ellas exijan.
Toda injerencia, pues, de un padre en estos asuntos, toda reclamación, toda advertencia que se permita, es un acto del todo extraño a sus derechos y evidentemente contrario a los verdaderos intereses de sus mismos hijos, cuya educación estará viciada desde que, en las pequeñas contrariedades que experimenten, puedan contar con una segura apelación a la autoridad paterna.
20. Según esto, la mediación de los padres para librar a sus hijos de las prudentes y provechosas correcciones que se les impongan, la pretensión de que se les exonere de alguna obligación, o se les alce alguna prohibición, y en general toda exigencia que tienda a relajar la disciplina de los establecimientos de enseñanza son otros tantos semilleros de disgustos entre padres y maestros, que la civilización condena, y que traen funestas consecuencias a la educación, a la moral y al porvenir de los jóvenes.
21. No quiere esto decir que a un padre le esté vedado velar sobre el trato que un preceptor dé a sus hijos; más desde el momento en que éste incurre en un grave abuso de autoridad, desaparece la confianza en que está basado el pacto que entre ambos existe, y el disolver este pacto será siempre preferible a toda reconvención, a toda discusión que no pueda dar por resultado sino mayores disgustos.
22. Los padres, y sobre todo las madres, cuya indefinible ternura nubla a veces su razón y las hace demasiado exigentes, deben medirse mucho en calificar de abuso de autoridad un acto cualquiera del preceptor de sus hijos, que haya producido en ellos una impresión demasiado desagradable; y en todos los casos tendrán como una regla importante el abstenerse de dirigir a aquél ninguna expresión ofensiva a su carácter y a su dignidad, pues en esto se harían ellos mismos una grave ofensa, apareciendo como descorteses y groseros, y quizá como ingratos.
El ministerio del preceptor ejerce una grande influencia en los destinos de la sociedad; y para que pueda ser desempeñado siempre en bien de los intereses generales de la educación, es indispensable rodearlo de aquella consideración, de aquel respeto, que da autoridad y eficacia a la enseñanza, y que haciendo de él una profesión honrosa, estimula a abrazarla al verdadero mérito, a la virtud y al talento.
23. Entre la persona que exige un servido y aquella a quien se exige. Una persona delicada, cuando necesite con urgencia alguna cosa que no puede absolutamente proporcionarse por sí misma, y se ve por lo tanto obligada a solicitarla entre sus amigos, se dirige siempre a los de su mayor intimidad, y no ocurre a aquellos con quienes no tiene confianza, sino en casos extremos y en que la fuerza de la necesidad justifique plenamente su exigencia.
24. Las exigencias indiscretas son del todo ajenas de la gente bien educada y así, jamás debe pedirse un servicio a una persona que, para prestarlo, haya de hacer un sacrificio de cualquiera especie, cuando pueda ocurrirse a otra que se encuentre en diferente caso, o bien prescindirse enteramente de aquello que se desea.
25. Según la naturaleza y entidad del servicio, el grado de amistad que medie con la persona a quien se exige, y el mayor o menor esfuerzo que ésta haya de hacer para prestarlo, así serán más o menos vehementes las expresiones de excusas que acompañen la súplica, y aquella con que haya de manifestarse el agradecimiento que debe inspirar la prestación del servicio.
26. La gratitud es uno de los sentimientos más nobles del corazón humano, y por desgracia el que se ve más frecuentemente combatido por las malas pasiones. Es imposible encontrar una buena educación y una completa honradez en quien es capaz de olvidar los servicios o corresponderlos con ruindades; y acaso no ha habido en el mundo ningún malvado que no haya principiado por ser ingrato. Debe, cuidarse esmeradamente de cultivar el sentimiento de la gratitud, no borrando jamás del alma el bien que se reciba, por pequeño que sea, y aprovechando siempre las ocasiones que la fortuna ofrezca para recompensarlo.
27. En los corazones que aún no están enteramente corrompidos la ingratitud conserva una especie de pudor, que la hace ávida de pretextos para desencadenarse y mostrarse en toda su fealdad; y así se ve muchas veces que el hombre, que ha recibido un beneficio, busca un motivo de queja respecto de su benefactor, o afecta creerse ofendido cuando éste no se presta a una nueva exigencia, para romper el vínculo de gratitud que a él le une, y considerarse relevado de los deberes que para con él tiene contraídos.
28. A la persona a quien recientemente se ha hecho un servicio, no se le puede exigir otro sin incurrir en una grave falta de delicadeza a menos que se necesite urgentemente una cosa que tan sólo ella puede proporcionar, o que medie una amistad estrecha y un comercio de recíprocos servicios.
29. En cuanto a la persona a quien se exige un servicio, si está en capacidad de prestarlo, lo hará con tal delicadeza que parezca más bien que desempeña un deber; y si ha de negarlo, procurará atenuar la pena que causa siempre la ineficacia de una súplica, contestando con razones sólidas y convincentes, en términos muy afables, y deteniéndose más o menos en manifestar el sentimiento que experimenta según sea la entidad del servicio exigido, y según los deberes que la amistad le imponga.
30. Nada hay más innoble y mezquino que hacer un servicio por interés de verlo recompensado, ni nada más grosero que abusar de la posición de aquel a quien de alguna manera se ha obligado, por medio de exigencias tales que pongan su agradecimiento a una dura prueba.
31. Mucho menos deberá abusarse de la posición de la persona a quien se haya servido, con actos que en alguna manera ofendan su carácter y amor propio. La gratitud impone ciertamente deberes muy sagrados, y entre ellos existe el de una especial tolerancia para con aquellos que han debido inspirarla; mas sería absurdo suponer que ella obligase a sacrificar el honor o la dignidad personal, y a tratar con amistad al que pretende esclavizar y envilecer un corazón a precio de un servicio.
32. Entre nacionales y extranjeros. El que se encuentra en su propio país, rodeado de las personas que le son más caras en la vida, en medio de los amigos de la infancia, y gozando de cuantas comodidades ofrece siempre el suelo natal, debe recibir y tratar con la más fina atención al extranjero que, al abandonar su patria, no cuenta con otras ventajas ni con otros goces que los que le proporciona una franca y cordial hospitalidad.
33. Es una vulgaridad, y sobre todo una violación de los sagrados derechos de la hospitalidad, el negar al extranjero un trato afable y generoso, cuando él observa una conducta leal e inofensiva, y cuando viene a consagrarse a una industria honesta contando con el amparo de leyes liberales, y con la buena acogida que da siempre una sociedad civilizada y culta.
34. La distinción entre nacionales y extranjeros, tan sólo deja de ser odiosa en cuanto es indispensable para el orden y la felicidad de los diferentes pueblos que constituyen la gran familia humana; por lo demás, debemos siempre recordar que todos somos hijos de un mismo padre, y que el Redentor del mundo al entregarse al bárbaro suplicio de la cruz por el rescate de la humanidad entera, nos dejó a todos los hombres la más sublime prenda de amor, de unión y de confraternidad.
35. El que lejos de su patria ha encontrado en suelo extraño una acogida hospitalaria y benévola, y en posesión de todos los derechos que aseguran la vida, la industria y la propiedad a los asociados, puede consagrarse libre y tranquilamente al trabajo y disfrutar de todos los goces y comodidades que ofrece el país en que se encuentra, contrae no sólo aquellos deberes que impone la legislación civil, sino también los que nacen naturalmente del noble sentimiento de la gratitud; y al mismo tiempo que contribuya por cuantos medios estén a su alcance al orden, al progreso y al bienestar de la sociedad que le han admitido en su seno, observará una conducta franca, leal y amistosa en su trato con los nacionales aprovechando todas aquellas oportunidades en que pueda comprobarles que ama su país y respeta sus costumbres.
36. La urbanidad impone a nacionales y extranjeros un deber especial de recíproca y fina galantería, el cual consiste en elogiar siempre, con oportunidad y delicadeza, todo lo que pertenece y concierne al ajeno país, en excusar de la misma manera lo que en él pueda ser vituperable, y en usar de un lenguaje sobremanera cortés y comedido, cada vez que en una amigable y pacífica discusión sea inevitable el hacer observaciones que bajo algún respecto le sean desfavorables.
37. El emitir juicios que hayan de herir el amor propio nacional de la persona con quien se habla, el manifestarle desprecio hacia su país, el proferir expresiones que, sin un motivo justificado, tiendan a demostrar el estado de atraso en que en él se hallen las ciencias, las artes, o cualquiera otra rama de la civilización, son actos tan descorteses y groseros, que bien pueden por sí solos revelar una carencia absoluta de educación y de cultura.
Y respecto de un extranjero, es necesario declarar que, cuando incurre en faltas de esta especie, descubre además un sentimiento de ingratitud para con el país que le ha abierto sus puertas, que le ha dado una fraternal acogida, y que, en la escala de su civilización y de sus recursos, le ha ofrecido todas las garantías, comodidades y convenie ncias de la vida social.
38. Entre los jefes de oficinas públicas y las personas que entran a ellas. El jefe de una oficina pública debe recibir con afable atención a cualquiera persona que en ella le solicite, e invitarla inmediatamente a tomar asiento; mas no está obligado a ponerse de pie, ni al entrar aquélla ni al despedirse, sino en el caso de que sea una señora, un amigo, o un sujeto a quien deba especial consideración y respeto.
39. El jefe de una oficina, después de haber contestado verbalmente a las expresiones de despedida de la persona que se retira, corresponderá con una inclinación de cabeza a la cortesía que ésta habrá de hacerle desde la puerta de la sala; y al despedirse alguna de las personas indicadas en la excepción del párrafo anterior, la acompañará precisamente hasta el medio de la sala; o hasta la puerta.
40. La persona que entre a una oficina pública se abstendrá de tomar asiento mientras no se la excite a ello; y no se acercará a ningún bufete de modo que le sea posible leer los papeles que en él se encuentren, sin haber sido autorizado para ello de una manera expresa. En cuanto a las demás reglas especiales que deben observarse en estos casos, ellas están contenidas en los párrafos anteriores; debiendo sólo añadirse que al retirarse una persona de una oficina, y después de haberse despedido verbalmente del jefe de ella, debe hacer siempre a éste una cortesía desde la puerta de la sala.
41. Entre los Comerciantes y las personas que entran a sus establecimientos. La afabilidad en el comerciante es no sólo un deber de urbanidad, sino un elemento eminentemente mercantil. El que necesita un género ocurre naturalmente, en igualdad de circunstancias, al establecimiento donde sabe que será recibido con mayores muestras de atención, y huye, por lo contrario, de aquél en que un semblante adusto y un trato áspero y descortés han de lastimar su dignidad y su amor propio, y aún servirle de embarazo para examinar detenidamente los objetos y hacer una elección que le deje satisfecho.
Y como quiera que el progreso del comerciante está en razón directa de la propia realización de sus mercancías, se deduce que aquel que sea más afable y político hará una carrera más próspera y feliz.
42. El comerciante ofende a la persona de consideración que se le acerca, y se ridiculiza él mismo, cuando emplea con ella halagos indebidos, cuando le hace elogios desmesurados de sus mercancías, cuando se esfuerza en hacerla concebir sobre éstas cualquiera idea manifiestamente contraria a la realidad, y cuando, sin tener. con ella ninguna amistad, le asegura que hace una pérdida por venderle lo que solicita.
43. Es sobremanera descortés e impropio el conservar un comerciante su sombrero puesto, cuando se dirige a él en su establecimiento una señora, u otra persona que sea para él muy respetable, lo mismo que aparecer en cualquiera ocasión desaliñado o mal vestido, como en mangas de camisa, sin corbata, etc.
44. La persona que entra a un establecimiento mercantil, no debe ir a molestar inútilmente al comerciante manifestándose, impertinente y descontentadiza, ni contradecirle abiertamente bajo ningún respecto, ni maltratar las mercancías al examinarlas, ni deprimir éstas delante de otras personas y en ninguna ocasión con palabras fuertes y descorteses, ni entrar en fin, en prolongados y fastidiosos regateos que indican siempre un carácter vulgar y mezquino. El proponer a un comerciante un precio notablemente menor del que ha pedido, es un acto ofensivo a su dignidad y buena fe, de que no dan jamás ejemplo las personas de buena educación.
45. Entre ricos y pobres. Las consideraciones que el rico debe al pobre están fundadas en los bellos y liberales principios de la sana filosofía; pero ellas tienen un origen todavía más puro y más sublime en la ley de Aquel que amó y santificó la Pobreza y la situó en el camino del Cielo.
El Evangelio, sin excluir a los ricos de los premios futuros que ofrece a la virtud donde quiera que se encuentre, designa a los pobres como los más llamados a gozarlos, por sus privaciones, sacrificios y sufrimientos; y mal puede el hombre, a quien la fortuna ha favorecido con los tesoros de la tierra, mirar con indiferencia o menosprecio a aquel a quien están es pecialmente prometidos los tesoros de una gloria eterna.
46. Un rico no deberá jamás lamentarse con un pobre, de pérdidas, privaciones o faltas de recursos, cuando a ello no se vea obligado por la necesidad de justificar una negativa, pues el pobre podría interpretar ésta como una precaución contra la exigencia de algún servicio, lo cual sería altamente ofensivo a su carácter y a su amor propio; a menos que entre ambos exista una amistad tan cordial y estrecha que excluya toda sospecha de este género, y las quejas del uno deban ser naturalmente recibidas por el otro como un inocente desahogo en el seno de la confianza.
47. El pobre debe considerar que así como el premio de sus sufrimientos se encuentra en el Cielo, así durante su mansión en la tierra su subsistencia, las comodidades que puede alcanzar, el alivio de sus penas, dependen en gran parte, ya directa, ya indirectamente, de las empresas que crea y fomenta el rico, y muchas veces de la generosidad con que éste se desprende de una parte de sus rentas para socorrer sus necesidades.
Mirando la riqueza individual como uno de los más importantes elementos de las artes y de la industria, del progreso material y aún moral de los pueblos, y sobre todo, como el amparo de la indigencia, el pobre deberá honrar y respetar en el rico tan nobles atributos, prodigándole todas las atenciones a que sus virtudes le hagan acreedor.
Y cuando el peso de la miseria llegue a oprimirle, lejos de contemplar los ajenos goces con el ojo de la torpe envidia, se someterá con religiosa resignación a la voluntad divina; pues si la pobreza puede ser una virtud, si ella puede abrirnos las puertas del Cielo, no es ciertamente por el solo hecho de vivir condenados a ella, sino por el de aceptarla como la aceptó el Hijo de Dios, amarla como Él la amó, y acompañarla de todas las virtudes de que Él mismo quiso darnos ejemplo.
48. Entre abogados y clientes. El abogado debe poseer un fondo inagotable de bondad y tolerancia, para que pueda ser siempre cortés y afable con sus clientes. La persona que se encuentra empeñada en una litis, considera de grande importancia la eficacia de su patrocinante, y naturalmente le busca con frecuencia para suministrarle datos, para informarle de los incidentes que ocurren, y a veces sin otro objeto que estimularle a obrar con la actividad que ella desea y recomendarle más y más su negocio. Y como las variadas ocupaciones de un abogado no le permitirán siempre entrar de muy buena voluntad en estas conferencias, especialmente cuando no las encuentre oportunas e indispensables, es necesario que se arme en tales casos de paciencia y considere que éstas son incomodidades inseparables de su profesión, a fin de que no se manifieste nunca enfadado, y no incurra en la brusca descortesía de recibir mal a aquél que ha depositado en él su confianza, y le ha creído capaz de defender hábil y honradamente sus intereses.
49. Un cliente no debe, por su parte, abusar de la tolerancia y cortesanía de su abogado, haciéndose pesado en la narración de los hechos de que necesite imponerle, ni con frecuentes visitas, con consultas fútiles e impertinentes, o con recomendaciones innecesarias que pueda interpretar como una ofensiva desconfianza de su lealtad y su eficacia.
Es una vulgaridad, y al mismo tiempo una señal infalible de un entendimiento vacío, el entregarse exclusivamente a un pleito, sea cual fuere su entidad, haciéndolo constantemente la materia de la conversación, y manifestándose preocupado de esta única idea; y de aquí nace esa ofuscación que conduce a un cliente a molestar y fastidiar a su abogado, manejándose a veces como si éste no tuviese otra ocupación que atender a su negocio.
50. Entre médicos y enfermos. La caridad y la paciencia son las virtudes sobresalientes del médico en su manera de conducirse con el enfermo. Como la salud es el bien más apreciable de la vida, el que llega a perderla se preocupa de tal suerte de la idea de recuperarla, y se siente tan fuertemente impelido a invocar para ello a cada paso el interés y la asistencia del médico, que si éste no está animado de una caritativa consideración y de una profunda tolerancia, le negará naturalmente el consuelo de un trato cariñoso y afable, y los sufrimientos morales vendrán entonces a aumentar los sufrimientos físicos, llegando acaso hasta enervar la acción de las aplicaciones medicinales.
51. La necesidad en que se encuentra el médico de entrar con los enfermos en multitud de pormenores sobre las causas y efectos de sus dolencias, y sobre todo lo demás relativo a éstas, no le autoriza ni puede obligarle jamás a faltar en tales conferencias a la delicadeza del lenguaje; pues sin omitir nada de lo que sea indispensable para su objeto, él podrá siempre fácilmente, por medio de expresiones cultas y de buen sonido, echar, sobre las ideas que tengan en sí mismas algo de repugnante, un velo que las suavice a los ojos del pudor y del decoro.
52. En las enfermedades graves, cuando los medicamentos no alcanzan a disminuir la fuerza del mal y el conflicto se aumenta, un médico, de buena conciencia y de sentimientos humanos y generosos, apela él mismo a los conocimientos de otros profesores, sin esperar a que se le indique este recurso, y sin manifestarse desagradado cuando el enfermo o sus dolientes se anticipen a proponérselo ellos mismos.
El peligro de la vida no da entrada en el ánimo a otra idea que la de la salvación; y un médico bien educado y que tenga el convencimiento de su propio mérito, debe ver con indulgencia que en medio de la angustia y ansiedad, que trae consigo el temor de la más grande de todas las desgracias, se le haga una indicación de este género cuando él crea todavía que su sola asistencia puede triunfar de la enfermedad.
53. Cuando la muerte es inevitable, y ha llegado ya la oportunidad de que el enfermo se contraiga a arreglar sus intereses temporales y espirituales, el médico deberá emplear una exquisita prudencia, un fino tacto al hacer tan terrible declaración; procurando dirigirse para ello a los deudos menos allegados del enfermo, los cuales pueden excogitar fácilmente los medios de transmitirlo de la manera más prudente a los más allegados, y guardándose en todos los casos de hacer sobre este punto al mismo entorno una manifestación brusca y sorprendente.
54. Fácil es comprender que las consideraciones que el médico debe guardar al enfermo son extensivas a las personas de su familia; así porque ésta se identifica siempre con su situación y sus padecimientos, como porque muchas veces su postración no le permite exigir nada a la tolerancia del facultativo, y son entonces sus deudos los que a cada paso pueden ponerla a prueba.
55. El ministerio del médico tiene de común con el del sacerdote aquel espíritu de caridad y de sacrificio que debe animarle, para atender en cualquier oportunidad y en cualquier momento al enfermo que invoca su asistencia, aún cuando para ello tenga que someterse a duras privaciones.
El médico que, por atender a su propia comodidad desoyese el clamor del enfermo, manifestaría un corazón indolente y cruel, haría injuria a la humanidad y a su propio ministerio, y, lo que es peor todavía, echaría sobre sí la horrible nota de ver con desprecio la vida de sus semejantes.
56. Respecto al comportamiento del enfermo y de sus deudos, es excusado entrar a encarecer cuánta debe, ser su prudencia para con el médico, y cuán grande la suma de consideración que han de tributarle. Las exigencias indiscretas, las discusiones sobre el plan curativo que el médico prescribe, las manifestaciones de desagrado que suele arrancar el mal efecto de una medicina, la solicitación, en fin, sin su debida anuencia, de las opiniones o de la asistencia de otros facultativos, son todos actos que arguyen mala educación, y falta de estimación y agradecimiento hacia aquel, que pone su esmero en hacer eficaces sus servicios profesionales.
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