Administrando Sacramentos. Los Sacramentos y la Urbanidad.
Bautismo, confirmación, penitencia ... Sacramentos que recibe todo cristiano a lo largo de su vida.
Cuéntase que, cuando regresaban de Méjico los primeros exploradores españoles cargados de riquezas, impelidos por una furiosa tempestad, hubieron de arribar a las costas de la Florida, y por ganarse la benevolencia de aquellos indígenas, les regalaron varios sacos llenos de oro y plata; mas ellos tiraron al mar los preciosos metales y se quedaron con los sacos vacíos. Algo semejante acontece a las personas mundanas en la recepción de los Santos Sacramentos: cuando se acercan a recibirlos, suelen apreciar las formas externas del Sacerdote más que la gracia sobrenatural y divina que les administra. Por tanto, aunque en tales ministerios eclesiásticos nada tenga que ver la cortesía humana con las rúbricas litúrgicas, es algo muy influyente las más de las veces para la salvación de las almas; pues no son pocas las que tan sólo se acercan a la iglesia desgraciadamente, cuando se ven en el compromiso social de tomar parte en tales actos.
Veamos, pues, en líneas generales cómo pueden hermanarse en el Sacerdote la dignidad y el celo con la distinción social en la administración de los Sacramentos.
Bautismo.
El Bautismo abre el ciclo de relaciones que tiene el cristiano con Dios y con la Iglesia.
No serán muchos los preparativos que ha de hacer el Sacerdote para su digna administración. Cuando se trate de bautizar a niños, como ordinariamente acaece, el celo pastoral autoriza al Párroco a adelantarse para proponer a la familia su pronta realización: una atenta pregunta por la salud de la madre y del recién nacido, o una visita al hogar de los padres, pueden dar ocasión para insinuar delicadamente la conveniencia de hacer cuanto antes al niño hijo de Dios y heredero del cielo.
Cuídese de dar toda clase de facilidades para ello, pero sin olvidar las disposiciones eclesiásticas sobre lugar, padrinos, etcétera. Por regla general pasará alguien de la familia a la casa rectoral u oficinas parroquiales para convenir fecha, hora y demás detalles imprescindibles; ni que decir tiene que, tanto en este caso, como en otros semejantes, ha de recibírseles y tratarles con toda consideración y respeto, por pobres que fueren.
Antes de que llegue la hora prefijada, debe cerciorarse el Sacerdote encargado de administrar el sacramento, de que nada falta, y está en buena disposición cuanto sea preciso para la ceremonia. «No insistiré, dice un autor de Urbanidad Eclesiástica, sobre la limpieza que debe brillar en todo lo que ha de servir para la administración del sacramento que nos limpia de toda mancha y da una vida del todo sobrenatural. Al Ritual es a quien toca tener este lenguaje; porque, si la Urbanidad exige que un salón esté bien arreglado cuando se recibe una visita en casa, no veo por qué uno se dispensaría de esta regla cuando recibe una visita en la iglesia.
Cuando son artesanos o gente del campo los que asisten a la ceremonia, es esencial que los objetos materiales hablen a sus ojos, y puedan concebir una grande idea del sacramento, viendo el cuidado que se toma para tener limpio y bien ordenado todo lo que sirve para conferirlo; mas a menudo son personas de educación quienes ejercen las funciones de padrinos y madrinas, y por lo mismo sería una falta de respeto el mostrarles fuentes bautismales sucias, crismeras mugrientas y un velo asqueroso, que ellas rechazaran quizás por este motivo y repugnaran ponerlo sobre la cabeza del infante».
Cuando se acerque la hora, quien vaya a administrar el Bautismo debe estar en la sacristía, dispuesto para salir hasta el cancel al encuentro de la comitiva, en cuánto reciba el aviso de que llega ésta, para lo cual convendrá que algún empleado de la iglesia esté en el atrio esperando. Como se presentará ya en público revestido de los ornamentos sagrados, huelgan en esos momentos los saludos y palabras superfluas; pues así es como podrá el Sacerdote con su ejemplo aleccionar a los circunstantes sobre la santidad del acto e imponer silencio con una mirada o gesto digno, si alguno de los acompañantes no guardase la debida compostura. Esto no empece a que haga las indicaciones precisas, tanto a los padrinos, como a los ministros o acólitos, para el acertado cumplimiento de sus deberes, pero hablando siempre con gravedad y en voz queda. Puede tolerar el uso del agua tibia, perfumada o desinfectada, según lo permiten las rúbricas; hará que los padrinos se coloquen, en el caso de tener la nodriza al bautizando, a la derecha de éste el padrino, y la madrina a la izquierda, los cuales habrán de responder a las preguntas rituales y recitarán las preces debidas, como también tendrán las manos desguantadas cuando la extiendan sobre el niño o sostengan la vela encendida.
Terminada la ceremonia litúrgica y hecho el ofrecimiento del recién bautizado sobre algún altar, si hay costumbre, se retirará a la sacristía, donde puede ultimarse entonces la redacción del acta y dar la enhorabuena y saludables consejos a los padrinos y parientes. Cuídese de que los niños no alboroten en la iglesia; ni los sacristanes y monaguillos cometan groserías, al exigir derechos o propinas.
De la costumbre local depende que el Párroco pueda aceptar la invitación que le haga la familia para asistir al convite que suele celebrarse con tan fausto motivo en casa de los padres: lo más general es no ir entonces, sino días después, para felicitar a la familia, la cual suele enviar algún obsequio a la casa parroquial.
Cuando se trate de bautizos de adultos, ha de revestir la ceremonia la mayor seriedad posible, y como es natural, debe preceder la catequesis y abjuración que sea precisa en el catecúmeno, al que han de dársele todas las facilidades posibles para que entre pronta y gustosamente en el seno de la Iglesia, y después debe completarse la enseñanza y guiarle en sus primeros pasos por la estrecha senda de la vida cristiana.
Confirmación.
Para el sacramento de la Confirmación pocas reglas pueden darse, ya que su ministro ordinario es el Prelado, y no incumbe al Sacerdote más deber que el de preparar y facilitar cuanto se requiera para el acto, dado que se celebre en su parroquia.
Como suele ir vinculado este acto a la visita pastoral, no se trata ordinariamente de confirmar a un solo individuo, sino a cuantos lo necesiten en la feligresía o lugar donde se celebre; para ello habrá que anunciarlo de modo que llegue a conocimiento de todos los interesados o de sus padres, y ya se sabe que, además del púlpito, se cuenta con los recursos del tablón de avisos, hoja parroquial, prensa local, visita domiciliaria, etc. No debe olvidarse tampoco el Párroco de procurar a los confirmandos la catequesis especial preparatoria, de que habla el canon 1.330; ni de disponer las hojas impresas, en que se recojan todos los datos precisos para el archivo. Otro de los detalles, que más nos interesan en nuestro caso, es la elección e invitación de los padrinos: suelen elegirse éstos entre las personas más piadosas y distinguidas de la feligresía, procurando que sean aceptas al Prelado oficiante. Se requiere una visita o carta, si están ausentes, en que se les haga la invitación y se les expongan sus honores y obligaciones y tacto social para lograr que acepten, sin forzarles, cuando aleguen razonables excusas.
Antes del día señalado, se cuidará de tener a punto cuanto sea necesario para la celebración del acto, designando los oficios que a cada cual corresponda para asistir al Prelado, atender a los confirmandos y confesarles, si es preciso, guardar el orden, recoger las papeletas, etcétera. También se tendrá en cuenta la colocación de los bancos en el templo, a fin de que no estorben, y del trono y sillones para el Sr. Obispo y los padrinos.
Durante el acto se cuidará de recibir y atender a todos los que hayan de tomar parte en él, especialmente al Prelado y los padrinos. Habrá de poner gran interés para que todo resulte con el mayor orden, procurando dominar la algarabía que suele haber en tales momentos, más con su gravedad que con gritos o intemperancias.
Terminada la Confirmación, despedirá a todos como corresponde, según su diversa categoría, a no ser que tenga preparado, como en algunas partes hay costumbre, algún refresco para los invitados. Si así fuere, puede celebrarse en la Casa Rectoral o en la de los padrinos, los cuales suelen costear los gastos de ésta, como también las estampas o recuerdos que se distribuyan entre los confirmandos. Dentro de los ocho días siguientes, es muy natural que el Párroco haga una visita de gratitud a los padrinos.
Penitencia.
Respecto del sacramento de la Penitencia, supuesto lo que se contiene en los tratados de Teología Moral y Pastoral, poco puede decirse a nuestro propósito (Nota 1), pues habiendo de obrar esos momentos el Sacerdote en el terreno secreto de la conciencia y con autoridad sobrenatural, no está obligado a someterse a las normas de la cortesía exterior y mundana. Esto no obstante, permítaseme hacer algunas indicaciones respecto del elemento meramente humano que presupone dicho sacramento.
(Nota 1.) "La posición del Confesor es tan opuesta al espíritu del mundo y a las reglas ordinarias de la Urbanidad, que debe ser algo difícil el comprender cómo éstas pueden tener cabida en el confesonario... Líbreme Dios de disuadir a usted que mire la confesión como una obra del todo sobrenatural, y de inducir al Confesor a dejar de considerarse a sí mismo como representante del Juez Supremo y depositario de sus poderes; pero cuanto más se crea representante de Dios y de su misericordia, tanto más debe ejercerla como Dios mismo: "fortiter et suaviter". Todas las cualidades de un buen Confesor se hallan encerradas en estas dos palabras. A la conciencia de usted y al recuerdo de las lecciones de Teología que usted recibió, dejo el cuidado de comentar la palabra "fortiter". Me detengo en el "suaviter", cuya importancia es más grande y más eficaz de lo que se cree y admite fácilmente las reglas de una Urbanidad fundada en las tres virtudes de que hemos hablado: humildad, caridad y espíritu de penitencia. Si estas tres virtudes acompañan a usted en el confesonario, yo respondo del bien que hará usted en él. La humildad mantendrá en usted la desconfianza de sí mismo, y hará que recurra con frecuencia a Dios; a ella se unirá la caridad para inspirarle a usted atenciones, bondad e indulgencia para con los pecadores; y el espíritu de mortificación hará que usted sobrelleve las confesiones largas, los retardos, los olvidos y tantas otras cosas que hacen el ejercicio de esta parte del ministerio tan pesado y tan a propósito para excitar el hastio, el disgusto y la Impaciencia, que se experimenta cuando se obra de un modo del todo humano». Carta XXXI de la 'Correspondencia entre un ex Director del Seminario y un joven Sacerdote'".
Ante todo están a una la caridad y la cortesía para prescribir que se de toda clase de facilidades a los fieles para confesarse. En algunas parroquias de importancia hay una capilla dedicada a este fin, y en ella, siempre que la iglesia esté abierta al público, se encuentra uno o varios Sacerdotes para atender al confesonario; en otras partes, por medio de timbres, tienen establecidos un sistema de avisos, para que los fieles puedan llamar al Confesor que deseen. Lo importante es que en todas partes vean los penitentes que el Ministro de Dios está dispuesto a complacerles en lo posible y que se sienta gustoso en el sagrado tribunal, cuando otros deberes más graves y urgentes no se lo impiden (Nota 2).
Aunque lo prescrito y más digno es que se use roquete y estola morada para administrar este sacramento, en muchas partes úsase sólo estola y en algunas ni aun se utiliza ésta; síganse en este punto los preceptos y usos diocesanos, pero no se propase nadie a sentarse en el confesonario con traje sucio y mal oliente. Muy particularmente debe evitarse el mal olor de la boca, limpiándose la dentadura con mucha frecuencia.
Para dar facilidades y evitar sonrojos, conviene en algunos puntos de mucho tránsito, o en concurrencia de grandes peregrinaciones internacionales, colocar sobre los confesonarios letreros indicadores de los idiomas que pueden utilizarse en cada uno de ellos.
(Nota 2.) Estad seguro que más méritos adquiriréis en una mañana de confesonario, que en un año con otras obras, por muy buenas y santas que sean. Todavía voy más allá y me atrevo a decir que por oír una confesión vale más Interrumpir a veces la meditación, la lección, el Oficio Divino y cualquier otra ocupación santa; y no lo diría, si no pudiera citaros un ejemplo de grandísima autoridad. ¿Sabéis que haya un acto más sublime y santo que el augusto sacrificio de la Misa? Pues oíd un suceso que cuenta Baronio y fija en el año 1034. El Sumo Pontífice celebraba el segundo día de Pascua con gran pompa en la Iglesia de San Pedro de Roma; estaba sentado en su trono después del evangelio, cuando llegó un peregrino a echarse a sus pies y, penetrado de compunción, exclamó con lágrimas y sollozos: ¡Misericordia, Santfsimo Padre, misericordial Yo quiero confesarme y recibir la absolución de mis pecados. ¿Quién no hubiera creído que el Papa iba a responderle que aquel no era el lugar, ni la ocasión, de oir a los penitentes, y que se retirara y volviera en otra ocasión? Pues no fué asi: el Sumo Pontífice Interrumpió el santo sacrificio, oyó al penitente, y no volvió a hacer la ofrenda de la Victima sacrosanta, hasta que no le hubo absuelto y consolado. El sabio autor de los Anales declara que refiere este hecho como un ejemplo edificante: "referam ad aedificationem". San Leonardo de Puerto Mauricio. (Citado por J. Gaume en su Manual de los Confesores).
Para el orden en que hayan de confesarse los fieles, conviene atenerse al uso tradicional, sin admitir excepciociones, ni preferencias, a no ser para los enfermos y ancianos débiles, procurando hacerles esperar el menor tiempo para confesarse. Cuando se trate de penitentes de ambos sexos, aunque digan otra cosa las normas generales de la cortesía mundana, conviene dar la preferencia a los hombres sobre las mujeres, haciendo un turno de cada clase para que se confiesen alternativamente, o señalando horas y lugares especiales para los hombres, a fin de darles toda suerte de facilidades.
En el acto mismo de la confesión ¡ojalá que estuviéramos dotados todos de la bondad paternal de un San Felipe de Neri y de la dulzura de un San Francisco de Sales! Allí es donde hemos de saber hermanar en nuestras palabras y modales la dignidad del Juez y la amabilidad del Padre, aunque al propio tiempo sigamos la norma del "sermo brevis et austerus". El tratamiento que debe darse a los penitentes en general debe ser el de usted, permitiéndose tutearles cuando se trate de niños, o en los casos en que las canas y el prestigio faculten al Confesor para utilizar un lenguaje más familiar. Conviene repetir con alguna frecuencia en las instrucciones doctrinales, las normas y fórmulas propias para comenzar la confesión, a fin de evitar el embarazo de los que no suelen hacerlo con frecuencia y se acercan al Sacerdote saludándole con fórmulas mundanas o impropias. Durante el acto de la confesión, se ha de poner empeño en no dar pie a ninguna conversación inútil y soslayar con habilidad las que iniciare el penitente; si bien es preciso acomodarse a su modo de ser y dejarle decir cuanto fuese necesario para la tranquilidad de su conciencia, aunque a veces hayamos de soportar los excesos de su locuacidad supérflua. Durante la admonición que se le haga al final, conviene utilizar con gran parsimonia y prudencia las frases afectuosas, que pudieran ser interpretadas torcidamente, como: hijo de mi alma, querida hija, etc.
También es preciso usar de la mayor delicadeza para no admitir los dones u obsequios que con la mejor intención pudieran ofrecernos los penitentes habituales, salvo en los casos y regiones donde sea costumbre ofrecer una limosna al Sacerdote cuando administra este sacramento. El gran San Felipe Neri solía aconsejar a sus hijos, los Sacerdotes del Oratorio, que no tocasen al bolsillo de sus dirigidos: No se puede, les decía el Santo, ganar al mismo tiempo las almas y las riquezas. Y él mismo era un modelo acabado en esto: entregado enteramente al servicio del tribunal de la Penitencia, recibió muchas veces ofertas ventajosísimas de sus penitentes, algunos de los cuales, de noble estirpe, le rogaban que admitiese grandes sumas de dinero, no por miramiento a lo que hacía en favor de ellos, sino por él y para satisfacer sus necesidades; mas lo rehusó siempre, diciendo que no quería recibir en este mundo la remuneración de sus afanes.
Eucaristía.
En la administración de la sagrada Eucaristía, acto por su materia tan divino, pocas etiquetas mundanas pueden mezclarse. A las rúbricas litúrgicas pertenece el prescribir cuanto toca a la limpieza y decencia de todo lo que se relaciona con el Santísimo Sacramento: al celo pastoral incumbe distribuir a los fieles este Pan de Vida con la debida frecuencia y presteza. Queda reservado para las normas de buena crianza la manera delicada de evitar profanaciones y abusos en los que comulgan.
Dada la indecencia impuesta por la moda en el vestir de las mujeres, no es difícil ahora que se den casos en que se vea precisado el Sacerdote a negar la Comunión Eucarística a señoras de más o menos elevada posición social, que se acercan al comulgatorio con trajes impropios de tan santo lugar y acto. El medio más suave para evitar compromisos de esta índole será el aviso reiterado y concreto: en algunas iglesias se han fijado en el cancel cartelones con las normas dadas por las Autoridades Eclesiásticas sobre esta materia, con lo que ya nadie tiene derecho a molestarse cuando vea que se ponen en vigor. Más seguro remedio sería que en todos los templos se generalizara el uso establecido por el Beato Juan de Ribera en su Capilla del Corpus Christi de Valencia, verdadero dechado de gravedad, riqueza y devoción en el culto, donde un prestigioso silenciero impide la entrada de las mujeres que no vayan honestamente vestidas y tocadas con mantilla.
Al menos no será difícil en cualquier parroquia avisar particularmente a las feligresas más asiduas que lo necesiten, para que ellas hagan correr la voz entre sus convecinas... después de haberse aplicado el consejo. En el caso de que alguna persona desconocida o forastera se acercara al comulgatorio con traje algo indecente, convendría no negarle la Comunión la primera vez, sino pasarle un atento aviso, antes de que salga del templo, de que, si torna a presentarse a comulgar con aquel vestido, pasará el sacerdote de largo sin dársela.
Para las Primeras Comuniones, cuando por razones especiales las hacen en privado algunos niños, suelen pedir los padres que se revista de alguna solemnidad el acto. Si no hay razones en contra, será conveniente complacerles, a fin de que saquen mayor provecho las almas infantiles de tan fausto acontecimiento, para lo cual se suele adornar algo el altar y pueden colocarse junto a él los reclinatorios precisos para que los ocupen los niños y sus padres, revistiendo con blancas telas los que ocupen los pequeñuelos. Donde el uso no autorice los fervorines, puede otro Sacerdote dirigir la palabra a los niños en forma de plática preparatoria y de acción de gracias. Terminado el acto, es lo más atento felicitar a los pequeñuelos y entregarles algún diploma recordatorio de tal fecha, para algunos, como el mismo Napoleón lo confesó, la más grande de su vida.
Si de la Primera Comunión pasamos a la última, que se reciba como Sagrado Viático, entonces podemos ver también que la caridad y la cortesía exigen que las atenciones se redoblen para con el pobre moribundo. Aparte del celo pastoral que ha de desplegarse en tal ocasión para que ningún auxilio espiritual falte al que está tan próximo a comparecer ante el Supremo Juez, ha de tenerse en cuenta el modo de comunicarle la gravedad de su estado, venciendo con delicadeza los reparos que pueda poner la familia, y enfrentándose con toda la viril energía que sea preciso con los pérfidos amigos que aduzcan funestos compromisos para impedir la recepción de los últimos sacramentos. En estos casos es cuando deben pisotearse todas las leyes del código de la cortesía mundana, ¡que son papel mojado ante la salvación o condenación eterna de las almas!
Cuando las circunstancias locales y el estado del enfermo lo permitan, se debe procurar que el Viático sea conducido hasta el domicilio con toda la solemnidad que se merece un Dios de infinita Majestad. Si esto no fuera posible por la urgencia, lo intempestivo de la hora, la distancia, etc., cuídese de que, al menos, se haga la ceremonia con la mayor gravedad posible y seguir las prescripciones de rúbrica, tanto si se hace a pie, como en coche. En el caso de que el Sacerdote vaya a pie y alguna persona de distinción le ofrezca su carruaje, puede aceptarle agradecido, pero sin entretenerse en vanos cumplimientos, impropios de acto tan sagrado.
En una palabra, la fe y la caridad son los mejores consejeros para enseñar al Ministro de Dios en cada caso concreto cómo ha de portarse digna y cortésmente en la administración del Sacramento que es mysterium fídeiy v'mculum charítatis.
Matrimonio.
"El Matrimonio, como dice un autor anónimo (Correspondencia entre un ex Director de Seminario y un joven Sa cerdote. Carta XXXII.), es entre todos los Sacramentos el que ocasiona más disipación, que procura más relaciones sociales y que pide más gravedad, vigilancia y urbanidad por parte del Cura; en él debe mostrarse un poco hombre de mundo, pero especial y eminentemente hombre de Dios."
Quizá las primeras relaciones con el Párroco sean confidenciales, de los padres o novios que le consultan su parecer sobre tal enlace: no es tanto la cortesía como la prudencia lo que ha de regular las palabras del Sacerdote en tales ocasiones... No olvidemos que Dios no nos puso para hacer matrimonios, sino para bendecirlos; cuidemos mucho de que en tales casos quede a salvo todo secreto profesional y que no se convierta la casa rectoral en oficina de informaciones sobre vidas ajenas..., sin que se desaprovechen estas buenas ocasiones para dar saludables consejos y llevar la paz y el bien a los hogares.
Cuando comiencen los tratos previos para el Matrimonio, procúrese dar a los novios toda clase de facilidades con amabilidad y desinterés, descubriendo hábilmente, y con delicadeza, los impedimentos y obstáculos de todos los órdenes que puedan dificultar el proyectado enlace y ofreciéndose a gestionarles las dispensas precisas; pero de tal modo, que no deje traducirse nada de espíritu egoísta o mercantil, hasta disipar toda maliciosa sospecha, si alguna se diera en el ánimo de los contrayentes.
Uno de los puntos más delicados es el examen previo de los novios, que tantas veces habrá de convertirse en catequesis imprescindible, por la lamentable ignorancia religiosa en que está sumida gran parte de la juventud contemporánea; todos los artificios del celo más ardiente y todas las exquisiteces de la finura más cumplida, serán necesarias en no pocas ocasiones para enseñar al que no se interesa por aprender lo más indispensable, sin que se avergüence de escuchar las lecciones ni rehuya el trato con Eclesiásticos. En algunos de estos casos podrá sacarse gran partido utilizando los compendios de Catecismo que hay publicados por diversos autores con este o semejantes fines; otras muchas veces será preciso agotar todos los recursos del ingenio y la paciencia para hacerse entender de los rudos y analfabetos... en todos los órdenes. ¡Qué pena da, como me ha tocado ver por experiencia durante mi vida parroquial, encontrarse con que aspiran a recibir uno o varios Sacramentos instituidos por Cristo, jóvenes de uno y otro sexo, que no saben ni siquiera decir quién es el que se les muestra pendiente de una Cruz por redimirles!
Cuando, arreglados ya todos los documentos y requisitos previos, se concrete el modo, lugar, fecha y hora de la ceremonia, ha de cuidar el Sacerdote encargado de actuar, si no lo ha hecho ya el Párroco o quien corresponda, de que esté dispuesto, tanto en la sacristía como en el altar, todo lo que las rúbricas prescriben para el acto, y él mismo procurará eslar ya revestido para cuando lleguen los contrayentes y su comitiva. Suele ser costumbre de que entre la comitiva en el templo por el siguiente orden: la novia, del brazo del padrino; el novio, dando el brazo a la madrina; los padres, los testigos y después todos los invitados. Mientras entran y durante la Misa nupcial, puede tocarse el órgano. El altar en que haya de celebrarse el Matrimonio, suele estar engalanado, y delante de él los reclinatorios para los contrayentes, que también puede ser uno doble y adornado de blanco, y para los padrinos; el orden de colocación durante las bendiciones nupciales, es el siguiente: en la grada del altar se colocará el Sacerdote con sus acólitos, de tal modo que, sin volver la espalda al altar, den la cara a los contrayentes, los cuales se pondrán: a la derecha, el novio y su padrino; a la izquierda, la novia y su madrina; en el lado de la epístola, los testigos de parte del novio, y frente a ellos los de la novia; y detrás de los nuevos esposos sus padres, familia e invitados.
Cuando la concurrencia sea numerosa, no estará demás que otro Sacerdote, de roquete o manteo, cuide del orden y compostura de los concurrentes, pues la curiosidad y demás circunstancias, dan ocasión a no pocas faltas de respeto en el templo. En algunos casos, cuando sólo el Celebrante haya de atender a todo, ha dado buen resultado que, al notarse las primeras irreverencias, él mismo interrumpa unos momentos la ceremonia para advertir a los concurrentes que no podrá continuar, si ellos siguen hablando.
Después de la Misa, donde haya costumbre de que los nuevos esposos, con sus testigos y parientes, pasen a la sacristía unos momentos para saludar al Sacerdote, deberá éste guardar también en estos momentos la gravedad propia de su sagrado carácter; felicitará cortésmente a los recién casados y a sus padres, pero no saldrá a despedirles más allá de la puerta de la sacristía, retirándose en seguida al presbiterio para dar gracias.
Cuando el enlace sea de personas para con las cuales tenga el Párroco algún título especial de parentesco o gratitud , por tratarse de insignes bienhechores de la iglesia, hijos de las autoridades locales, etc., puede con la debida anticipación hacerles algún obsequio; mas procurando que no desdiga de su carácter sacerdotal y de la posición social de los futuros esposos: sería, por ejemplo, un digno presente regalarles un Crucifijo para que presida el lecho matrimonial. El asistir a los banquetes nupciales, si una tradición constante no lo autoriza o no median vínculos de parentesco, lo mejor es excusarse cortésmente, pues en tales reuniones suele reinar un ambiente impropio de la gravedad sacerdotal. En el caso de verse forzado a asistir, no se olvide de bendecir la mesa y, después de haber edificado a todos con su templanza, procure retirarse de la casa lo más pronto que pueda, a fin de no autorizar con su presencia las diversiones mundanales, que suelen poner remate a las bodas.
Cuando los nuevos esposos hayan regresado de su viaje y le ofrezcan su hogar, será un deber pastoral y de cortesía visitarles en el recién abierto domicilio para augurarles toda suerte de bendiciones y dichas. En una palabra, hemos de valemos de todos los resortes, que proporciona la finura en el trato social, para que las puertas del nuevo hogar permanezcan siempre abiertas, brindándonos un campo más para ejercitar nuestro celo por la santificación de las almas.
Extrema Unción.
Finalmente, como al Sacerdote corresponde acompañar al fiel cristiano desde la pila bautismal hasta el camposanto, digamos algo sobre la Extrema Unción y últimos Sacramentos, que ojalá supiéramos administrar con tanto celo y fruto como un San Camilo de Lelis, abogado de los moribundos.
Ya dejamos dicho, al hablar del sagrado Viático, las graves dificultades que suelen salir al paso cuando un Sacerdote trata de acercarse al lecho de un moribundo; pero suponiendo que con cortesía y firmeza de voluntad ha logrado vencerlas, ¿qué habrá de hacer cuando se enfrente con el desahuciado enfermo?
Claro está que todo depende de las circunstancias y de las relaciones que hayan mediado antes entre ambos. Tras los saludos previos, vendrán las preguntas por la salud y el entrar en materia, si es que el enfermo no está ya dispuesto por la familia. En el transcurso de la conversación, que habrá de ser breve, para no molestarle, se hablará de tal modo que no se quiten al pacienle y a sus familiares las esperanzas de una posible mejoría, pero sin que por esto se vaya a diferir la aplicación del celestial remedio. Toda la amabilidad y paciencia serán pocas para ejercitarlas junto al lecho del dolor. Téngase presente aquel bello pensamiento de San Francisco de Sales: "La cama de una buena muerte debe tener por colchón la caridad; pero es muy bueno tener la cabeza descansando en las dos almohadas de la humildad y de la esperanza, para expirar con una humilde confianza en la misericordia de Dios". Estos serán, pues, los pensamientos que han de sugerirse al moribundo, para inducirle o prepararle a recibir la Unción sagrada.
Cuando está ya todo convenido y dispuesto el enfermo, se revestirá el Sacerdote con el roquete y estola, que llevará prevenidos en el estuche o bolssa propio de tales casos, y, ayudado por el sacristán o acólito que le acompañe, procederá a la administración del Sacramento según los ritos de rúbrica, cuidando de guardar el mayor recato, y de que se moleste al paciente lo menos posible.
Concluida la ceremonia sagrada y hecha la purificación de los dedos, tornará al lecho para infundir al enfermo nuevos alientos espirituales, y permanecerá allí más o menos tiempo, hablando con él y con la familia, según lo requieran los casos. Las visitas pueden muy bien reiterarse con alguna frecuencia, según diremos al hablar de la asistencia a los enfermos y moribundos.
Como resumen de cuanto llevamos dicho acerca de la cortesía que debe usarse en la administración de los sacramentos, no estará demás recordar la norma práctica que sigue nuestra santa Madre la Iglesia respecto de las mismas rúbricas prescritas para tales ministerios: toda la majestad de sus ritos ceremoniales la subordina siempre al bien y necesidades de las almas; pues, si esto ha de hacerse con los preceptos litúrgicos, ¿con cuánta más razón habrá de aplicarse a los usos de la cortesía humana? Recordemos aquella frase tan familiar de San Juan Bosco: "El Sacerdote es siempre Sacerdote y como tal debe portarse en toda ocasión", por tanto debe utilizar las normas del trato social durante sus ministerios en tanto en cuanto le sirvan para cumplir su gloriosa misión de salvador de almas; pudiéndose aplicar a todo Sacerdote aquella hermosa consigna que daba el mismo Santo a sus hijos, los Salesianos, cuando se despedían de él antes de partir hacia las Misiones: -¡Salve! ¡¡Sálvate, salvando!! ¡¡¡Da mihi animas, caetera tolle ...!!!
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