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Actos que molestan a los demás. II.
La descortesía sube de punto a medida que la parte que nosotros nos llevamos excede a la que queda individualmente para los otros.
Actos que molestan la memoria, los deseos y el amor propio de los demás.
La cortesía prohibe hacer revivir o echar en cara a otro los vicios que un largo arrepentimiento ha borrado. Las mismas leyes civiles, a fin de conservar la paz entre los ciudadanos, condenan esos vituperios, aunque tengan por fundamento la verdad, y establecen, bien que de modo demasiado absoluto, que la verdad de la injuria no libra de culpa.
Con respecto a los deseos ajenos, puede el hombre ser inhumano sin ser manifiestamente injusto, de las tres maneras siguientes:
Disminuyendo el número de los actos ajenos posibles, retardando o impidiendo su ejecución, o haciendo necesarios actos que podrían ahorrarse.
Son, pues, descorteses los que en carruaje público se os caen dormidos sobre un hombro, y que al llegar a una posada toman el mejor cuarto y la mejor cama, sin consideración a los compañeros.
Los que quieren que su coche vaya por las calles volando, aunque sea con riesgo de los que han de librarse súbitamente de las ruedas o de los caballos.
Si pasean a pie juguetean con el bastón obligando a los demás a separarse o exponiéndolos a recibir un golpe. Se detienen formando corro en mitad de la acera, obligando a los que van y vienen a separarse y a bajar de la acera al arroyo, y a subir del arroyo a la acera. Se paran a leer un anuncio en una esquina y lo hacen en alta voz estorbando a los demás. Sumergen los pies en el polvo o los arrastran ensuciando a cuantos pasan cerca de ellos. So pretexto de acompañaros se os cosen al vestido cuando quisierais ir solo, o bien os detienen cuando deseáis andar para ser puntual en donde os aguardan.
En el teatro a impulsos de su manía de hablaros privan del gusto de oír la declamación o el canto. Cuando un cantor no les gusta meten ruido y silban, y en vez de tener lástima de quien hace lo posible para agradar, se complacen en sofocarlo y envilecerlo. En un baile os aprietan y estrujan, y si a mano viene a puro de sudar os ensucian la ropa, porque no usan guantes. En un jardín pisan atolondradamente los tallos que asoman, arrancan o deshojan las flores, y privan al dueño del gusto de regalar un ramo. En una broma no os echan encima gotas de agua, sino una copa o una regadera. En un casino o en otra reunión amistosa, quieren dominar y hacer que prevalezcan las diversiones que ellos prefieren, aunque desagraden a los demás.
Cuando toman calor en la conversación, clavan las uñas en la gente, ya cogen la manga de la casaca, ya arrancan un botón, ya hacen o deshacen pliegues o aflojan las lazadas. Como no encuentran buenas sino las ideas que nacen en su cerebro, no quieren contribuir al gasto de un empedrado, de un puente o de un farol que sirve para todos, sin más razón que no haberlo propuesto ellos, y en cambio quieren injerirse en cosas que por ningún término les corresponden. Se hacen esperar en el momento de la partida, del juego, de la comida, de la sesión convenida, porque son gentes que no atienden mas que a su negocio, no importándoles nada de los ajenos. En estos casos la medida de la descortesía depende de la duración de la espera, de la importancia de la cosa, del número de los que aguardan y de su superioridad relativamente al esperado (Nota 2).
(Nota 2). Nunca me hago esperar, decía Despreaux, porque he observado que nuestros defectos se presentan siempre a la memoria de quien nos aguarda.
Retienen indefinidamente un libro que se les presta, y aun se quejan si se les recuerda el deber de devolverlo, sin advertir que privan al dueño de hacer uso del mismo o de prestarlo a otro. En una tertulia, mientras hay quien canta o toca ellos llevan el compás con el pié o con la mano, o bien le acompañan con voz discorde. Fijan los ojos en el último que ha entrado en la sala, y mientras susurran riéndose con sus compañeros, lo miran de alto abajo mil veces. A fin de mostrarse hombres de mucha importancia os hablan con misterio de vuestra suerte, de la de vuestros hijos o amigos, y os atormentan con temores o sospechas imaginarias.
Dando una prueba de ignorar que en el uso de las cosas comunes la descortesía sube de punto a medida que la parte que nosotros nos llevamos excede a la que queda individualmente para los otros, se plantan en medio del hogar o de la chimenea común, y ocupan una tercera parte, aunque son diez los que están allí para calentarse, en el café leen un periódico, interrumpiendo la lectura para beber, para hablar, para dirigir la vista a todas partes, sin hacerse cargo de los muchos que aguardan para leer el mismo periódico (Nota 3).
(Nota 3). Encima de la chimenea de un gabinete de lectura en Londres, se leía: "Las personas que aprendan a deletrear tendrán la bondad de hacerlo en un periódico de ayer".
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