
Buenas maneras.
La cortesía es una ceremonia, un ritual, y todos los rituales tienen algo de sagrado.
Buenas maneras.
Las buenas maneras no son exactamente la buena educación, pero se le parecen tanto que no importa. A fin de cuentas, tampoco se trata de hilar muy fino en el universo de nuestros roces cotidianos. Basta, creo, con que esos roces no terminen por levantarnos la piel. La cortesía es una ceremonia, un ritual, y todos los rituales tienen algo de sagrado, incluyendo en esta consideración todos aquellos rituales que nunca han aspirado a poseer carácter sacro: son sacros de no serlo, por el simple hecho de estar ritualizados.
Salgamos de este embrollo. No sé en qué momento empezó a torcerse el asunto, pero lo cierto es que vivimos en un mundo no sólo menos amable, sino en el que reina mucho menos la amabilidad de los que lo habitan. Ignoro de dónde proviene la decadencia de los buenos modales, pero me figuro que proviene de donde suele provenir todo lo malo, todo el mal: de las distintas formas de la violencia. La violencia de la violencia física. La violencia de nuestro tiempo urgente. La violencia de nuestro universo insolidario. La violencia de nuestra realidad mercantilista.
La violencia de nuestra sociedad iletrada. La violencia de nuestras ciudades cada vez menos favorables al hombre. La violencia verbal de buena parte del analfabetismo televisivo. La violencia de la competitividad elevada a categoría religiosa. La violencia convertida en un ingrediente inevitable de nuestra vida. Vivimos en un mundo peligroso, en el que pugnan por desaparecer las reglas de la buena educación. Las leyes de la civilidad.
Esas palabras -reglas, leyes- no tendrían que dejar nunca de significar lo que de verdad significan: logros de lo humano, y no meras imposiciones.
Soy de los que consideran que el hombre es una extraña mezcla entre lo angelical y lo demoníaco, entre lo glorioso y lo dañino. Pero me parece que nuestra naturaleza conspira a favor del caos. De manera que una de las pocas cosas que impide -que ha impedido hasta la fecha, en algunos momentos de la Historia- que nos comamos los unos a los otros son las buenas maneras.
Es preciso educarnos en la delicadeza y en el tacto, que a lo mejor esconden malas ideas e intenciones; pero que nos resultan de extrema utilidad. Lo escondido, lo que no aflora es como si no existiese. Si el tacto y la delicadeza obran como un muro de contención, basta con lo que logran. No reclamo la santidad: abogo, simplemente, por la urbanidad. Por lo que a mí respecta, prefiero una juventud y un mundo adulto menos sabios, menos tecnificados, menos adinerados, menos poderosos, y mucho más corteses, mucho más cordiales para con los hombres y para con el propio mundo.
Joseph Joubert, el gran aforista francés, una de las criaturas más bienintencionadas e inteligentes del universo literario, nos dejó dicho en una de sus máximas: "Hay que procurar morir con amabilidad, si es posible". No es una mala exhortación. Como tampoco lo es el hecho de procurar hacer posible el que vivamos con esa misma amabilidad.
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Este trabajo se inscribe en el marco de la literatura moral de "Tratados de buenas maneras" o "Tratados de urbanidad"
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